La resistencia del enviado imperial es extraordinaria. Sobrehumana. Antropoidea. No le durará mucho. Ya se está desmoronando. Tres días con sus noches hará que no duerme, mientras se han sucedido los festejos en las calles y las tratativas en la casa de Gobierno. Anoche, después de la representación en el Teatro del Bajo, el besamanos de los negros comenzó a la madrugada. Terminó con el sol alto. La sangre africana ha encontrado un motivo para hacer reventar su algarabía. Han danzado sin parar frente al retrato del emperador, colocado en un bosque de arcos triunfales. Ahora el estruendo de la parada militar no cesará hasta la caída del sol.
La cabeza de Correia da Cámara cuelga de las correas doradas. Conjunto inservible, a su manera completo. Por instantes se incorpora aún. Intenta reírse de la situación. Risa sin pulmones. A veces guarda silencio. La lengua afuera, babea una flor del color de la leche. Lo miro de costado. La misma figura del principio: Un ojo solo. Media cara (aunque descarado completo). Medio cuerpo. Un brazo. Una pierna. Tiembla un poco a cada vuelta de las tropas, en el chucho de la resolana, al borde de la insolación.
La vuelta completa lleva una hora seis minutos, de acuerdo con el diagrama del desfile que yo he trazado al milímetro. De modo que durante las doce horas del desfile han alcanzado a redondear exactamente veinte y seis años en este moto perpetuo de la marcha. Hombrecitos minúsculos y precisos avanzan en siete pelotones y una sola dirección con paso igualmente inmóvil. Polvo rojo. Magnéticas vibraciones de los reverberos. Monótono compás de la infantería. Fíjese, Correia. ¿No le parece mi ejército casi tan numeroso y tan bien armado como el de Napoleón? El emisario imperial no me responde. Una aguaza verde fluye de los belfos caídos. Resbala sobre el pecho, pringando la tornasolada chaqueta.
Tengo pocos amigos. A decir verdad, nunca está abierto mi corazón al amigo presente sino al ausente. Abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. Uno de ellos, el general Manuel Belgrano. Hay noches en que viene a hacerme compañía. Llega ahora libre de cuidados, de recuerdos. Entra sin necesidad de que le abra la puerta. Más que verlo, siento su presencia. Está ahí presenciando mi ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia. Simplemente está ahí. Me vuelvo de costado en pensamiento. El general está ahí. Hinchado monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena. Flota a medio palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no-habitación. Mi pierna hinchada, el resto del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho ocupamos en el tiempo mayor lugar del que limitadamente nos concede en esta vida el espacio. Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me contesta, a su modo. La nebulosa-persona se remueve un poco. ¿Está usted cómodo? Me dice que sí. Me hace entender que, pese a nuestras desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que yo más apreciaba en los hombres, murmura, la sabiduría, la austeridad, la verdad, la sinceridad, la independencia, el patriotismo… Bueno, bueno, general, no nos haremos cumplidos ahora que todo está cumplido. Nuestras desemejanzas, como usted dice, no son tantas. Sumergidos en esta obscuridad, no nos distinguimos el uno del otro. Entre los no-vivos reina igualdad absoluta. Así el débil como el fuerte son iguales. Como están las cosas, general, me habría gustado más sin embargo vivir la vida de un peón de campo. Acuérdese, Excelencia, me consuela el general con el vano consuelo de Horacio: Non omnis moriar. ¡Ah latinajos!, pienso. Sentencias que sólo sirven para discursos fúnebres. Lo que sucede es que nunca uno llega a comprender de qué manera nos sobrevive lo hecho. Tanto los que mucho creen en el más allá, como los que sólo creemos en el más acá. O altitudo!, dijo mi huésped y sus palabras rebotaron contra las piedras… udo… udo… udo… Cuando se acallaron los ecos del versículo entre el zumbido de las moscas, volvió a nosotros el silencio de las profundidades. Sólo deseo, general, que no haya acabado usted desesperado del pensamiento de su Mayo, del mismo modo que desesperado de nuestro Mayo sin pensamiento, me empeñé en obrarlo revolucionariamente. ¿Recuerda que usted mismo me lo aconsejó en una carta? El recuerdo pesa mucho. Lo sé. El recuerdo de las obras pesa más que las obras mismas. Comunicábanse nuestras almas-huevos sin necesidad de voz, de palabras, de escritura, de tratados de paz y guerra, de comercio. Fuertes en nuestra suprema debilidad, nos íbamos al fondo. Sabiduría sin fronteras. Verdad sin límites, ahora que ya no hay límites ni fronteras.
Para consolarse de sus derrotas, comenzó a escribir sus Memorias. Se nota en ellas cómo la idea revolucionaria fermenta, germina, fracasa a la sombra de los intereses económicos de la dominación extranjera. Belgrano, uno de los primeros propagadores del libre cambio en América del Sur, nada dice de su participación en los proyectos de fundar monarquías las que, según los doctores porteños, debían ayudar al libre cambio. ¡Ilusos jabonarios!
Creo haber comprendido su pensamiento, general. No me responde, callado en lo más callado. Tal vez está orando. Me encojo un poco para no estorbar el rezo. No voy a preguntarle ahora el porqué de sus quiméricos proyectos de restablecer monarquías en tierras salvajes. Mi inmenso huésped odiaba como yo la anarquía. Puesto que los alborotadores, palabreros, cínicos politicastros, no habían proclamado aún ningún dogma, ninguna forma de gobierno, limitándose a degollarse los unos a los otros por el poder, mi amigo el general Belgrano buscó alucinadamente el centro de unidad en el principio de la jerarquía monárquica. Pero, mientras los pretendidos repúblicos de Buenos Aires querían poner reina o rey extranjero, Belgrano no aspiraba más que a una modesta monarquía constitucional. Los re-públicos monarquistas estaban en tratos con la borbonaria Carlota Joaquina. Trataban de imponer cualquier infante mercenario proveído por las potencias dominantes de Europa. No fue casual que los Rodríguez Peña y demás monarquistas porteños celebraran sus reuniones secretas en la jabonería de Vieytes. A mancha grande, ni jabón que la aguante. En cambio, ¿qué se le puede reprochar a usted, mi estimado general? No pretendió instaurar una monarquía teocrática en el mundo americano que se había liberado a medias de monarcas y teócratas. No pretendió establecer un papado romano, pampa, ranquel o diaguita-calchaquí. Sólo habló de poner en el trono de la monarquía criolla a un descendiente de los incas, al hermano de Tupac Amaru que desfallecía octogenario en la mazmorra de su prisión perpetua en España. ¿Era esto lo que no le perdonaron, general, sus conciudadanos?
A través de su silencio, contemplo el comienzo de su agonía, enclavado en la posta de Cruz Alta, antes aún del viacrucis de su peregrinación, a lo largo de catorce meses-estaciones. No se le ahorraron quebrantos, penurias, humillaciones. Quería llegar a Buenos Aires para morir. ¡Ya no podré llegar!, se queja. No tengo ningún recurso para moverme. Hace llamar al maestro de posta. Éste replica con fúnebre insolencia: Si quiere hablar conmigo el general, que venga a mi cuarto. Hay la misma distancia del suyo al mío. Pese a todo, pudo arrastrarse moribundo y llegar a su ciudad natal, que tantas veces lo había rechazado de su seno y arrojado a los más duros sacrificios. Llegó justo el día en que Buenos Aires, presa de la anarquía, disfrutaba de tres gobernadores a falta de uno, y usted, general, muriendo, muriendo, con el ¡ay patria mía! en los labios, hinchado su cuerpo, inmenso el corazón que asustó a los cirujanos que practicaron la autopsia. ¡Este corazón -dijo uno- no pertenece a este cuerpo! Usted, lejos, callado. A través de su silencio, mi estimado general, veo la losa cortada del mármol de una cómoda para cubrir incómodamente su cuerpo, su memoria, sus obras.
Lo mío sucede al revés. No he tenido sino que revolearme en mi agujero de albañal. Traicionado por los que más me temen y son los más abyectos y desleales. A mí me hacen las exequias, primero. Luego me entierran. Vuelven a desenterrarme. Arrojan mis cenizas al río, murmuran algunos; otros, que uno de mis cráneos guarda en su casa un triunviro traidor; lo llevan después a Buenos Aires. Mi segundo cráneo queda en Asunción, alegan los que se creen más avisados. Todo esto muchos años después. A usted, general, sólo a un mes de su muerte, como en los antiguos funerales de Grecia y Roma, sus amigos se reúnen en torno a la mesa de un banquete fúnebre. En el salón del festín tapizado de banderas, su retrato coronado de laurel ocupa el testero. Al entrar los invitados, informa el Tácito Brigadier, se hace oír la música triste y solemne de un himno compuesto al efecto, y todos entonan la antífona, evocando a sus manes. En medio de esas horribles endechas, publicadas después por El Despertador Teofilantrópico, sigue resonando el inextinguible clamor de ¡ay patria mía! Pero ese clamor de las profundidades, ¡altitudo… udo… udo!, no lo escucharon ni el Tácito Brigadier ni los patricios porteños que volcaron sobre las flores del festín sus copas de vino.
En cuanto a mí veo ya el pasado confundido con el futuro. La falsa mitad de mi cráneo guardado por mis enemigos durante veinte años en una caja de fideos, entre los desechos de un desván.
Como se verá en el Apéndice, también esta predicción de El Supremo se cumplió en todos sus alcances. (N. del C.)
Los restos del cráneo, id est, no serán míos. Mas, qué cráneo despedazado a martillazos por los enemigos de la patria; qué partícula de pensamiento; qué resto de gente viva o muerta quedará en el país, que no lleve en adelante mi marca. La marca al rojo de YO-ÉL. Enteros. Inextinguibles. Postergados en la nada diferida de la raza a quien el destino ha brindado el sufrimiento como diversión, la vida no-vivida como vida, la irrealidad como realidad. Nuestra marca quedará en ella.
Mi médico particular, el único que tiene acceso a mi cámara, mi vida en sus manos, no ha podido hacer otra cosa que robustecer mi mala salud. En su lugar, a más de cien leguas de distancia, los remedios de Bonpland algún bien me hacían, a trueque de las molestias políticas que también me dio. Mor de mi voluntad lo dejé partir sólo después que los grandes soberbios de la tierra dejaron de importunarme exigiéndome su liberación. Preferí el flux disentérico a que los sabios, los estadistas del mundo, el propio Napoleón, quienquiera que fuese, Alejandro de Macedonia, los Siete Sabios de Grecia, creyeran que podían torcer la vara de mis designios. ¿No amenazó Simón Bolívar con invadir el Paraguay, según lo recordó el padre Pérez en mis exequias, para liberar a su amigo francés, arrasando a un pueblo americano libre? Liberar al naturalista franchute ¿de qué? Si aquí disfrutó de mayor libertad que en parte alguna y gozó la misma o mayor prosperidad que cualquier ciudadano de este país, cuando supo ceñirse a sus leyes y respetar su soberanía. ¿No ha declarado el mismo Amadeo Bonpland que él no quería abandonar el Paraguay donde encontró el Paraíso Perdido? ¿Querían liberarlo o arrancarlo del Primer Jardín? ¿Qué exigencias eran esas bribonerías de los poderosos del mundo que tomaban como pretexto de sus bribonadas a ese-pobre hombre rico aquí de felicidad y paz? La dignidad de un gobernante debe estar por encima de sus diarreas. Solté a Bonpland, contra su voluntad, sólo cuando dejaron de fastidiarme y se me antojó. Lo solté y caí de nuevo en la horchatería del proto-médico.