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Dime, Patiño, ¿qué pensarías tú de un grande hombre que, siendo amigo de los grandes hombres del mundo, que siendo él mismo uno de los sabios más reputados del mundo, se viene a meter de rondón en lo más recoleto de estas selvas con el pretexto de recoger y clasificar plantas? ¿Qué dirías de semejante sujeto de tantas campanillas que llega a sentar plaza de bolichero en las fronteras del país? Yo diría, Señor, que con esas campanillas no va a dar un paso sin que se lo sienta a varias leguas. Pues vino con mucho sigilo y silencio, el franchute, y se puso a competir con el Estado paraguayo. Mientras procuraba alzarse de contrabando con la yer-bamate bajo las mentas de yerbas medicinales y otras yerbas, incluso la contrayerba, no hacía el Gran Hombre sino volcar la alcuza del ojo hacia esta parte vicheando todo lo que pasaba aquí. Esto, en concierto con los peores enemigos del país: Connivenciado con Artigas, gran caporal de bandidos y salteadores, que ahora es aquí campesino libre paraguayo, título y condición muy superiores al de Protector de los Orientales; connivenciado el gran sabio con el lugarteniente del protector, el malvado traidor entre-rriano, Pancho Ramírez, éste dejará al fin de sus correrías su alocada cabeza de buitre en una jaula; connivenciado con el otro lugarteniente artigueño, el renegado caudillo indio Nicolás Aripi; connivenciado con todos estos sabandijas de menor cuantía, el gran viajero se puso a merodear nuestra heredad. ¿A qué, por qué y qué? ¿No habrías dicho tú que semejante grande hombre era un intrigante de baja estofa, un vil espía, por el lado que se lo mirase? ¡Pues sí, Señor, con toda seguridad! Un crápula y ruin espía que debía acabar ensartado al asador. No tanto, mi delicado secretario antropófago. Me limité a hacer pasar un cuerpo de quinientos hombres a desbaratar aquella intrusa horda de indios vagos, ladrones y alborotadores del maldito Aripi, convertido en guardaespaldas pero también en amo (eso siempre sucede con los truhanes que ofician de secretarios). En la captura de la cuadrilla de maleantes, cayó también el sabio, herido en la cabeza, durante el arrasamiento de la espiocolonia. Sólo consiguió escapar el ignorante y maldito indio por idiotez y torpeza de mis soldados. Mandé que se le brindaran al prisionero toda clase de atenciones; incluso a las catorces chinas y a la turba de negros que fueron apresados con él. Confiné al sabio en los mejores terrenos en el pueblo de Santa María donde los mismos captores lo ayudaron a levantar la colonia.

¿Qué dices a esto? Señor, sólo repito ahora lo que dije y redije desde los tiempos en que sucedieron estos hechos: Que Vuecencia es el más bueno de los Hombres y el más generoso de los Gobernantes. ¡Cuantimás tratándose de ese ruin espía! Trágate ahora tu antigua y falsa indignación. ¿Qué dirías cuando el ruin espía, ya reducido, comienza a mitigar mis males sin pedirme nada a cambio? ¡Señor, que es un santo hombre! Aunque pensándolo mejor, Excelencia, no tanto, no tanto, pues lo que hace no lo hace por gusto sino obligado. Claro, tú piensas que el sabio prisionero recién llegado de la corte napoleónica a estas selvas, podía cortar impunemente con sus potingues el hilo de mi vida. ¡Claro, Majestad… digo Excelencia! ¿Harías tú semejante cosa, mi espiritual secretario? ¡Yo no, Señor! ¡Dios libre y guarde a este su leal servidor! No se deben intentar tales cosas a tontas y a locas, Patiño. A mí cuando me pica el ojo, busco el colirio, no la espina del cocotero. A ti te pica el trasero. No sueñes calmar la picazón, frotándolo en mi asiento. Lo que encontrarás es el lazo. Ya lo encontraste. Estaba escrito. Cumplido.

Hay quien habla de los pelos, huesos y dientes de la tierra. Gran animal es. Nos lleva sobre su lomo. A unos más tiempo, a otros menos. Un día se cansa, nos voltea y nos come. Otros hombres, que son los hombres-dobles, salen de sus entrañas. El Primer-Abuelo de los indios monteses, según el sueño hablado y cantado de sus tradiciones, salió de las entrañas de la tierra arañándola con sus uñas. Osos hormigueros salieron de la tierra comedora de hombres en busca de la Tierra-sin -Mal. Salieron a comer miel. Unos se transformaron en osos mieleros. Otros en jaguares blancos. Éstos se comen la miel y a los comedores de miel. Pero a la tierra, pelos, huesos y dientes colorados, le importa un pito de todos estos perendengues. Ella siempre acaba por comerse a los que entran y a los que salen de su entraña. Está abajo esperando. ¡Muy cierto, Señor!

(Escrito a la madrugada. Cuarto menguante)

Disfrazado de campesino llegué esa noche a Santa María. Hice esperar a mis hombres a una legua, escondidos en el monte. Cubierto por mi sombrero de paja a dos aguas, me metí en la fila de los enfermos que esperaban frente a la choza en la falda del cerrito. Me tocó estar entre un paralítico y un leproso, echados en el suelo; el uno con sus llagas y el aviso de su mal en un sombrero coronado de velas; el otro, sepultado media res en la inmovilidad total. Me eché yo también, haciéndome el dormido, la cara pegada a la tierra pelada con olor a mucho trajín de enfermedades. Los dejé pasar. Cuando abrí los ojos me vi frente a un hombre rechoncho, lozano, fresco. Melena canosa, casi platinada. Pelo muy fino barriéndole el hombro. Idéntica a él, su voz me dijo: No se saque el sombrero. No se descubra. No me tocó. No me auscultó. No preguntó por mis males. En seguida, sin hablar, sin preguntar, supo más de mí de lo que yo mismo sabía y podía contarle. Tome esto. Me tendió un manojo de bulbos y raíces. Parecían mojados por una resina muy gomosa. Mande hervirlos y poner la infusión al sereno durante tres noches seguidas. Sacó una petaquita parecida a la que yo uso para el rapé. La abrió. Adentro fosforileó un polvillo con la verdosa luminosidad de los lámpiros. Eche esto en la infusión. Tendrá su tisana de Corvisart. Casi sin aliento, guardé los bulbos y la cajetilla en mi matula de peregrino. Intenté sacar unas monedas. Puso su mano sobre mi mano. No, dijo, mis enfermos no pagan. ¿Me conoció? ¿Me desconoció? Vida no es entendida. No me reconoció visual. Puede que no. Puede que sí. Lo que respetó fue el secreto contado sin palabras, a la sombra del sombrero que celaba mi sombra. Salí tropezando de puro contento en la infinidad de bultos tumbados en el suelo. Gentío semejante en la obscuridad a quejumbroso muerterío. Avancé pisando manos, pies, cabezas que se levantaban y me insultaban con el tremendo rencor de los enfermos. Pero aun esos insultos me hicieron más feliz todavía. La salud no conoce el lenguaje de la cólera. Yo la llevaba en mi bolsa.

Bebí la tisana por tres días. Durante tres años mi cuerpo desbebió todos sus males.

Sin ninguna añoranza de la Malmaison, del fausto de la corte napoleónica, olvidado de su propio renombre, don Amadeo continuó disfrutando de su paradisíaco rincón en la campiña paraguaya, cada vez con mayor acomodo. Protegido, querido, venerado. Mientras se aprestaban ejércitos, conjuras, papeladas, emisarios de todas partes del mundo, científicos de prestigio cierto, mas también inciertos rufianes políticos que buscaban atraerlo al servicio de sus intereses, el compadre Amadeo me enviaba yuyitos para mis achaques; los bulbos gomosos y el polvo fosfórico de Corvisart.

Grandsire fue distinto. Vino en busca de Bonpland. Vio y se convenció. Dijo con toda claridad lo que debía decir sin faltar excesivamente a la verdad. Al otro lado del mar, los hombres de ciencia más conspicuos de la época esperaban sus informes. Todos seguían viendo en Bonpland desde lejos al Bonpland que ya no era: Humboldt, al Bonpland que lo salvó de los caimanes en el naufragio de las canoas en el Orinoco, o sobre las nieves del Chimborazo, o buscando en plena noche a su compañero en la espesura de la selva ecuatoriana. Los otros, con sus ojos de pavos reales, al sabio cortesano de la Malmaison y de Navarra, el artista jardinero de Josefina. Los más águilas, al águila caudal de la ciencia; al naturalista, que luego de recorrer con Humboldt más de nueve mil leguas por toda América, regresó a París con una colección de sesenta mil plantas y cerca de diez mil especies desconocidas. Humboldt y Bonpland, el Castor y el Pólux de la Naturaleza no se volverían a encontrar bajo las constelaciones equinocciales.

¿Cómo le va en Misiones, don Amadeo?, le mando decir. ¡Prodigiosamente bien, Excelencia! Raro que no dispare su frasecita en francés. Se cuida de hacerlo, aleccionado por lo que le pasó a Grandsire cuando vino, según él, a «rescatarlo de su cautiverio». Devuélvele a ese venido, ordené al mayordomo de Itapúa, su impertinente oficio, diciéndole de mi mandato que su frivolo papel, el estilo ridiculamente altanero y su confusa escritura y mala tinta lo hacen incomprensible y despreciable. Di, mayordomo, a ese supuesto y seguramente falso enviado del Instituto de Francia, que aquí no admitimos la internación de personas que puedan ser sospechosas de alterar la seguridad, tranquilidad e independencia de esta República. ¿Qué es la ridicula especie con que se avanza el francés a pretender encubrir sus propósitos de venir a buscar en el Paraguay esa juntura o unión del río de las Amazonas con el de la Plata? Aun cuando la hubiese, que todo el mundo sabe que aquí no la hay, no se permitirá a estos naturalistas o desnaturalizados espías que bajo disfraz de científicos entren en nuestros territorios a observar, escudriñar y practicar otras cosas más de lo que declaran, manifiestan o aparentan, ocultando sus verdaderos fines. Demás de todo esto, ¿qué es eso de alegar el enviado del Instituto de Francia su ignorancia del español? ¿Qué cree que pueden hacer aquí los ignorantes? Si él no sabe nuestro idioma, el Gobierno tampoco está en la obligación de saber el suyo. Di pues a ese caballero Grandsire que aquí no hablamos francés y que el Gobierno del Paraguay no está dispuesto a pagar un intérprete para atender ni entender sus engañosas pretensiones, de modo que no sólo no será recibido sino que se le emplaza a poner los pies en polvorosa. Esto quiere decir, mi estimado mayordomo, que el nuevo espía o lo que fuere, debe marcharse de inmediato, no que lo quemes a cartuchos de pólvora, o sea que lo fusiles sin más, como estás acostumbrado a hacer con los intrusos de la otra orilla.