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El compadre Amadeo sabe que yo hablo francés, pero a él se le escapan sólo por descuido esas frasecitas e interjecciones que los pedantes ponen adrede en sus escritos para aparentar que saben lo que no saben. ¿Cree usted que llegará a recoger aquí por lo menos unas seiscientas mil plantas? ¡Oh creo que oui oui, Monsieur le Dictateur si Dieu y Vuecencia me lo permiten! Oigo la risa fresca de don Amadeo. La tierra del Paraguay, Excelencia, es el cielo de las plantas; las tiene en mayor número aún que estrellas el firmamento y granos de arena los desiertos. He interrogado con perseverancia las capas de nuestro planeta. Las he abierto como las hojas de un libro donde los tres reinos de la naturaleza tienen sus archivos. En cada una de sus páginas, cada especie, antes de desaparecer, ha depositado su huella, su recuerdo. El hombre mismo, el último venido, ha dejado las pruebas de su antigua existencia. ¿Ha leído usted todas esas páginas, don Amadeo? ¡Imposible, Excelencia! ¡Llevaría millones de años y sólo estaríamos al comienzo! ¿Qué le parecen las páginas del Libro en el Paraguay? Aquí tengo que profundizar, Excelencia. Hurgar capa tras capa hasta lo más hondo. Leer de derecha a izquierda, del revés, del derecho, hacia arriba, hacia abajo. No sólo eso, don Amadeo. Aquí debe leer estas páginas con una pasión desinteresada. Absolutamente desinteresada. El que lograra esto iniciaría una especie única en este planeta. Conformados en lo que somos, no podemos saberlo ni adivinarlo siquiera. Tiene razón, Excelencia. Yo he recogido cerca de cien mil plantas y doce mil seiscientas especies, absolutamente ignoradas, de los tres reinos que en esta República son en extremo prolíficos y variados. Quisiera quedarme aquí, Monsieur le Dictateur, hasta el fin de mis días, si S. E. me da licencia. Por mí, don Amadeo, puede quedarse todo el tiempo que quiera. Aquí, la perpetuidad es nuestro negocio. Yo en lo mío. Usted en lo suyo. Pero él estaba enredado en una maraña de conspiraciones, asechanzas, astutas emboscadas de los enemigos del país. No digo que él se prestara a ser usado, sino que los falsarios mirmidones se aprestaban a usarlo de todos modos.

Es un gran error tanto en París como en Londres, dijo el propio Grandsire, pensar que el Dictador del Paraguay retiene a Bonpland por un motivo de enemistad personal contra él o por un capricho. No, señor, no es así, y sin la posición en extremo delicada en que se encuentra colocado el Dictador hacia las turbulentas repúblicas que le rodean; sin su vivo deseo de hacer respetar su país y ponerlo en libre comunicación con el resto del mundo, M. Bonpland no tendría que gemir, desde hace cinco años, en la cautividad que comparte con otros franceses, italianos, ingleses, alemanes y americanos que sufren la misma suerte. Por fin alguien entendía algo: Esos pocos particulares presos, aparte de los traidores y conspiradores, lo están en calidad de rehenes de la libertad de todo el pueblo. Es conocer muy poco el genio y el carácter del Dictador Supremo el creerle susceptible de ceder al temor, o a una amenaza, agrega Grandsire. Sí, señor; es conocerme muy poco. Si no, que lo diga el propio Bolívar, a quien ni siquiera contesté su nota, mezcla confusa de súplica, querella y amenaza. También Parish, el cónsul general del imperio británico en Buenos Aires, y otros aventureros menores que osaron meter las narices en el Paraguay, pueden decir algo sobre esto. Grandsire escribió al barón de Humboldt conceptos ciertos. En honor a la verdad debo decir, dice el francés, que por todo lo que veo aquí, los habitantes del Paraguay gozan desde hace 22 años de una paz perfecta, bajo una buena administración. El contraste es en todo sorprendente con los países que he cruzado hasta ahora. Se viaja por el Paraguay sin armas; las puertas de las casas apenas se cierran pues todo ladrón es castigado con pena de muerte, y aun los propietarios de la casa o de la comuna donde el pillaje sea cometido, están obligados a dar una indemnización. No se ven mendigos; todo el mundo trabaja. Los niños son educados a expensas del Estado. Casi todos los habitantes saben leer y escribir. (Omito su juicio sobre mi persona, pues aunque sean sinceros me molestan los elogios de particulares.) Este país puede llegar a ser un día de la mayor importancia para el comercio europeo. El Dictador está muy irritado por los vituperios que el gobierno de Buenos Aires esparce a su respecto en los periódicos europeos. Ayer he tenido ocasión de ver a un cultivador, vecino de Bon-pland, con quien éste se encuentra todos los días. Afirma que aquí sigue muy bien, que posee tierras que le ha ofrecido el Dictador, que ejerce la medicina, que se ocupa de la destilación del alcohol de miel, y que continúa siempre con pasión recibiendo y describiendo plantas que aumentan sus colecciones de día en día. El «prisionero» Bonpland escribió a su colega, el botánico Delille: Estoy tan contento y vigoroso como me habéis conocido en Navarra y Malmaison. Aunque no tengo tanto dinero, soy amado y estimado por todo el mundo, lo que es para mí la verdadera riqueza. Dejé que se llevara todo lo suyo, ganado, dinero, colecciones, papeles y libros, su fábrica de licores y aguardiente, su taller de carpintería y aserradero, los enseres y camas de su hospital y maternidad. Los campesinos paraguayos acompañaron al francés hasta la frontera. Lo despidieron con cánticos, lamentaciones y vítores. El batallón de Itapúa escoltó la flotilla del viajero en el cruce del Paraná. La algarabía no cesó hasta que la multitud lo perdió de vista. Los de la escolta a su regreso refirieron que apenas pisó tierra del otro lado, le robaron cuatro caballos. ¡Cómo se ve que ya no estamos en el Paraguay!, contaron que dijo don Amadeo volviendo hacia nuestras costas los ojos arrasados de lágrimas. Descuido que aprovecharon los correntinos para robarle el resto de su caballada y equipaje.

Bonpland se marchó del Paraguay sin querer, a principios de febrero de 1831, adonde llegó diez años atrás. El delegado Ortellado, que lo tuvo bajo su protección durante todo este tiempo, cuenta que cuando se abrazaron y lloraron juntos a la hora de la separación, Bonpland le dijo: Vea, don Norberto, me trajeron a la fuerza. A la fuerza me voy. ¡Pero no vaya a decir eso, don Amadeo! S. Md. sabe muy bien que si quiere quedarse nuestro Supremo no le negaría licencia de permanecer aquí. Este pobre Ortellado fue siempre un imbécil sensiblero. Bonpland le dio una lección: No, don Norberto. Le agradezco mucho sus palabras, pero sé muy bien que El Supremo es inexorable en su rigor como es implacable en su bondad. Cuando él no quiso, no hubo fuerza en el mundo que me arrancara de aquí. Ahora Él cree que debo marcharme, y tampoco hay fuerza en el mundo que vaya a revocar su decisión. Así fue, don Amadeo. Las páginas de esta tierra algo le enseñaron. Hace diez años que sólo tengo vagas noticias de su persona y sus trabajos. Dejó el Paraguay poco tiempo después de la muerte del orgulloso Bolívar. Bonpland marchó al exilio en medio de las bendiciones y lágrimas de un pueblo que no era el suyo, pero que él hizo que lo fuese. Bolívar huyó al exilio en medio de sus retratos rotos por la multitud de un pueblo que era el suyo, que él liberó y que luego lo expulsó. Muerto también, olvidado, despreciado, el deán Gregorio Funes, agente y espía de Bolívar en el Plata. Cuando el Grimorio Fúnebre tanto instigó a Bolívar con la quimera de la invasión al Paraguay, le dije: Déjese de chanfainas, padre Grimorio. Se puede o no se puede. Usted sabe que lo que usted quiere no se puede. De todos modos, si ha de venir su Bolívar, sepa que va a morir mucha gente, y es lástima que hombre tan principal y de muchos méritos se quede aquí a limpiarme los zapatos y ensillarme los caballos. Venga su paternidad a instalar aquí una empresa de pompas fúnebres que haga honor a su ilustre apellido y sepulcrales intenciones. Aquí hay muy buena madera para ataúdes y los mejores artesanos del mundo que le fabricarán primores de cajas. Le saldrán casi de balde y usted podrá venderlas al por mayor a los deudos porteños de los que vengan a querer pisar esta tierra sagrada, ¿me oye usted? ¡Sagrada! Si el negocio va bien, podría ampliarlo incluso a un tráfico de contrabando con las Desunidas Provincias. Los impuestos de alcabala, contribución fructuaria, los tributos de anata y demora, de remo y anclaje en el ramo de guerra, más el arancel a la exportación, no sumarían en total más de un 50 % sobre cada unidad puesta en destino. El transporte de los ataúdes podría efectuarse en flotillas boyantes o jangadas, lo que le ahorraría incluso, mi estimado deán Funes, los gastos de flete y alijo. Y no sólo esto. Las flotillas de ataúdes, convertidos en canoas, salvo los que ya vayan ocupados por sus dueños finados con honor en los campos de batalla, podrían conducir de pacotilla varios géneros de mercaderías del tamaño y peso de un hombre. No sé si me explico, reverendo deán, pero lo que digo es lo que quiero decir: Mediante este último expediente, el empresario de pompas fúnebres podría reembolsarse con los fletes cobrados por el transporte feretral… ¿Cómo? No, padre Grimorio, me oyó mal. No dije federal. Dije feretral. De féretro. ¡Vamos, con esta maldita costumbre mía de inventar o derivar palabras! Aunque lo feretral es hoy, con respecto a las Desunidas Provincias, verdadero sinónimo de federal, y no un bárbaro neologismo para designar una realidad imaginaria. Vuelta todavía más bárbara, funeraria e irreal por obra y gracia de hombres como usted, reverendo Grimorio Funes.

Murió el pobre Simón Bolívar en el destierro. Enterraron al intrigante deán, su agente y espía en el Plata. Entregaron a los gusanos, lectores neutros y neutrales de probos y de reprobos, el libro viejo y descosido de su malvada persona.

(Escrito a medianoche)

Sólo el viejo Bonpland sobrevive milagrosamente. Digo milagrosamente, lo que no es rendir ningún elogio a la mal llamada divina providencia, sino simplemente reconocer la secreta ley del azar. Salido apenas del Paraguay don Amadeo cayó en el remolino de la anarquía. De vicisitud en visicitud, de infortunio en infortunio, de desgracia en desgracia, ha debido añorar los apacibles años de su retiro en Santa María. He sabido que hace poco, en la sangrienta batalla de Pago Largo entre las tropas de Rivera y de Rosas (mis vicheadores idiotas e ignorantes no saben informarme sobre la disposición general de las fuerzas en pleito), Bonpland escapó con unos pocos de morir degollado entre los mil trescientos prisioneros que cayeron en manos del general Echagüe. Me dicen que nuevamente anda por San Borja, en las costas del río Uruguay, en Santa Ana de Misiones, o en el Yapeyú. Don Amadeo fue siempre hombre de estar en varios sitios a la vez. Lo que es una manera de tener varias vidas. Unos lo ven por Levante; otros por Poniente. Alguien asegura haberlo visto en el norte; alguien en el sur. Parecen muchos, distintos y distantes, pero uno solo y único hombre son. Ojalá mis bombeadores lo ubiquen y el chasque regrese con los bulbos de granadilla y el polvillo de la mágica tisana. Pero sobre todo con sus noticias. Lo imagino como siempre, aun entre el fragor de los galopes, bosques de lanzas, arroyos de sangre, ocupado en hojear capa tras capa el Gran Libro. Veo sus vivos ojillos celestes interrogando huellas y recuerdos de antiguas existencias.