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En la Carta XLVIII, Guillermo P. Robertson refiere el episodio de la siguiente manera:

«Muchos años antes de ser hombre público, El Supremo riñó con su padre por un motivo bala-dí. No se vieron ni se hablaron durante años. Al fin, el padre cayó postrado en el lecho de muerte, y antes de rendir la grande y última cuenta, deseó vivamente quedar en paz con su hijo. Se le hizo saber esto, pero él se rehusó a verlo. La enfermedad del anciano se agravó por la obstinación del hijo; le horrorizaba, en verdad, dejar el mundo sin obtener la reconciliación y el mutuo perdón. Protestó que la salvación de su alma peligraba grandemente si moría en tal estado. Nuevamente, pocas horas antes de exhalar el último suspiro, consiguió que algunos parientes se allegasen al rebelde hijo y le implorasen que recibiera y diese la bendición y el perdón. Éste se mantuvo inflexible en su rencorosa negativa. Le dijeron que su padre creía que su alma no llegaría al cielo si no partía en paz con su primogénito. La naturaleza humana se estremece con la respuesta: -Entonces díganle a ese viejo que se vaya al infierno.

»El anciano murió delirando y llamando a su hijo con gemidos desgarradores que ha recogido la historia».

Basado en las obras de los Robertson y en otros testimonios, Thomas Carlyle, describe la escena con menos patetismo. Ante la súplica de reconciliación del anciano, que no se resigna a morir sin ver a su hijo y otorgarle mutuo perdón por temor de no poder entrar en el cielo si esto no ocurre, Carlyle hace decir a El Supremo simplemente: «Díganle que mis muchas ocupaciones no me permiten ir y, sobre todo, no tiene objeto».

Otro atestado insospechable de indulgencia o contemporización sobre la ruptura, surge de la correspondencia de fray Bel-Asco y el doctor Buenaventura Díaz de Ventura. Antecesor éste de El Supremo en el cargo de síndico procurador general, radicado después en Buenos Aires y personaje influyente en la política porteña; autor, fray Mariano, del feroz libelo que bajo el título de Proclama de un Paraguayo a sus Paysanos lanzó contra el Dictador Perpetuo a poco de su nombramiento, ambos a dos no podían menos que mentir con la verdad (pese, como decía el incriminado, a que toda referencia contemporánea es sospechosa). Reducido a lo esencial el contrapunto de las cartas expresa lo siguiente:

«Con posterioridad a su regreso de Córdoba ahorcó los hábitos talares que le correspondían como Clérigo de órdenes Menores y Primera Tonsura, y se lanzó a una vida aún más licenciosa y relajada que la que había llevado en Córdoba. A causa de esto rompió con su padre, a la sazón Administrador de las Temporalidades del Pueblo de Indios de Jaguarón, y nunca más quiso mantener trato con él.

»Años antes de que el mal hijo asumiera el Gobierno Supremo, el anciano en trance de morir quiso reconciliarse con su primogénito. Envió a algunos parientes con la súplica de tenerlo junto a él en la agonía para impartirle su última bendición. La negativa más rotunda y despiadada fue la respuesta.

»El anciano desesperó llamando y pidiendo perdón a su hijo. En su delirio agónico, sin embargo, debió alucinarse al final con la aparición de su hijo que entraba en la habitación, envuelto en su capa roja, y se aproximaba al lecho.

»El pobre hombre murió clamando ¡Vade retro Satanás!, y maldiciéndolo en sus últimos estertores.

»Sin embargo, por los días de estos tristes sucesos, nuestro futuro Dictador vivió atormentado por el resentimiento que le producían las constantes alusiones a su origen bastardo. Logró con arterías un falso testimonio genealógico. Desde entonces, en el Cabildo, en todos los cargos públicos, en las canongías y prebendas que fueron los peldaños para subir hasta el Poder Supremo, comenzará siempre sus presentaciones con las sacramentales palabras: Yo, el Alcalde de Primer Voto, Síndico Procurador General, natural de esta Ciudad de la Asunción, descendiente de los más antiguos hijosdalgo conquistadores de esta América Meridional. Creía ponerse así a resguardo de nuevos agravios contra su condición de hijo de un extrangero, de un advenedizo de un mameluco paulista; sobre todo, del para él terriblemente injurioso y degradante calificativo de mulato, cuya marca candente le quemó el alma bajo el estigma de su oscura tez».

«Lo que no puede ponerse en duda, Rdo. Padre, es que la ruptura con su padre data de aquella época de relajación y de vicios. Las versiones de los testigos han trasmitido este hecho con cierta repugnancia supersticiosa que lo ha tornado ambiguo y equívoco. La verdad parece ser, empero, que al haberle recriminado el padre su nefanda conducta e increpado duramente por otros procederes no menos sucios e indignos, el bruto envenenado por sus vicios morales lo abofeteó despiadada, cobardemente, por ser él un hombre en la plenitud de las fuerzas y el otro un anciano.

»No falta quien diga que sólo la intervención de unos vecinos

impidió que lo matara a golpes. Con lo cual nuestro Dictador se hubiera iniciado dignamente como parricida.»

«No, amigo Ventura; no se deje arrastrar, sin embargo, por su justa indignación. Esa "repugnancia supersticiosa" de los testigos que han transmitido el incidente entre padre e hijo, no se basa en ningún hecho ambiguo o equívoco. La verdad sea dicha, y con ma-vor razón aún entre nosotros, aunque no nos convenga menearla mucho por ahora, pues podría resultar contraproducente. Yo se la diré, pero guárdesela con la reserva que acredita su prudencia y circunspección.

»La ruptura entre don Engracia, por entonces Administrador de las Temporalidades de Jaguarón, y su irascible hijo, se debió a los excesos y orgías a que el propio don Engracia se lanzó desde el co-mienzo, en unión con su hijo Pedro a la sazón ya con evidentes señales de insania, en aquel pueblo de indios.

»Los abusos del Capitán de Artillería de las Milicias del Rey, convertido en Administrador, fueron de aumento en aumento a juzgar por los tremendos cargos que fulminan contra él los moradores del pueblo de Jaguarón en un memorial elevado directamente al virrey por el cacique Juan Pedro Motatí, corregidor de dicho pueblo.»

(Memorial del cacique Motatí) «No es mucho que sufran los indios tan pesada servidumbre, cuando el agente que conmueve este incendio es de una insaciable codicia, cargado de hijos y de deudas, destituido de conveniencias capaces de remediarle. Entró lleno de ambición al gobierno de los indios, oprimiéndoles con un trabajo insoportable, despojándoles de sus cortas heredades y contemplándoles en un estado digno de llorar.

»Quién podría pensar, señor, que las violencias se extendieran hasta despojarnos de nuestras hijas y mujeres, cometiendo con ellas el más horrendo crimen que la malicia humana puede excogitar.

»Por todo ello, suplicamos a V. E. se digne mandar un sujeto integérrimo, como lo exigen tan tristes infortunios, a fin de que confirme en el terreno de los hechos esta Información secreta que humildemente elevamos a su alta justificación; sea declarado reo el Administrador y se le aplique un ejemplar castigo, como previenen las leyes, a vista de tanta inhumanidad como manifiestan sus delitos e inicuos procedimientos, suspendiéndole ínterin del ejercicio que tiene…»

«Es probable que las acusaciones del cacique Motatí fuesen algo exageradas. El cuadro que ofrecía de la desolación de su pueblo a consecuencia de las presuntas extorsiones, crueldades y desmanes del administrador, puede ser, en efecto, que estuviese un tanto recargado.

»¿Cosas veredes? ¿Calumnias? ¡Vaya usted a saber!

»Por la misma época, el antecesor de mi pariente político, a quien éste fue a reemplazar, el viejo sacerdote Gaspar Cáceres, ya casi moribundo, encontraba aún fuerzas para formular contra el capitán-administrador furibundos cargos.

»De su puño y letra escribía… Discúlpeme Padre, ¿un moribundo escribiendo de su puño y letra?… Bueno, amigo Buenaventura, es probable que escribiera los cargos un poco antes, cuando el asunto se puso muy espeso. El P. Cáceres denunció: Tales sus violencias, que los caciques del pueblo emigran en masa a las provincias vecinas con sus mugeres e hijos. El pueblo de Yaguarón se ha quedado sin más pobladores que los ancianos, inválidos y aquellos naturales que a punta de látigo y fusil, como en el antiguo régimen del yanaconato y las encomiendas, el administrador los pone a trabajar a la fuerza en sus tierras. El miedo que infundió y el odio que dejó tras de sí en aquel pueblo, fueron sus únicas obras, afirmaba el ex administrador en su lecho de muerte, por su propia mano o dictando la soflama a algún familiar.

»No lo dude usted, fray Mariano, el achacoso ex administrador, destituido de esa canonjía, respiraba por la herida ante el enérgico espíritu de empresa del capitán-administrador de las Temporalidades. Los resentimientos, la malignidad de los moribundos, suelen ser terribles.

»Lo cierto es, amigo doctor, que varios años después, cuando el capitán servía de nuevo en las milicias de la Provincia, tramitábase aún el expediente relativo a la emigración en masa de los naturales encabezados por sus caciques, entre ellos uno de nombre Azucapé (Azúcar-chato), el más rebelde y decidido de todos. El Administrador pudo mandarle ahorcar de no haber huido a tiempo.

»La causa de la ruptura entre padre e hijo habría que buscarla en estos hechos. Me consta que el abandono de la carrera eclesiástica por parte de mi sobrino, y su repentino encenagamiento en una vida de relajación y vicios, fueron posteriores a este rompimiento; probablemente su corolario y con secuencia.

»Hasta entonces ha llevado una vida monacal, conjetura alguien que se supone bien entera do. Pero ¿valdrán de algo las auste ras costumbres, revestidas por la dignidad de los hábitos talares?, se habría preguntado muchas veces. ¿Hacer tanto sacrificio por el de coro de un nombre, blanco de terribles ataques, cuando allá en Ja guarón su padre y sus hermanos Pedro y Juan Ignacio enlodaban no sólo el nombre sino la tradición de toda la familia en vacanales con indias y mulatas?

»Cambia radicalmente. Así, mientras los oprimidos naturales abandonan su ancestral heredad.

el ex Clérigo en órdenes Menores de Córdoba, se lanza de la noche a la mañana a los excesos de un desenfrenado libertinage.

»Se convierte en loco adorador de Venus. Busca amoríos fáciles, aventuras sin pena, mugeres alegres. Las noches las consagra a juergas interminables. Recorre en grupos los arrabales de la ciudad dando serenatas, interviniendo en bailes orilleros. Se luce en estas parrandas porque toca admirablemente la guitarra y sabe cantar.