»Sobre todo le entusiasma el juego. En muchas ocasiones amanece tallando al monte o al truco, en el que pierde con la misma facilidad que gana el dinero de sus pleitos en los que se ha hecho famoso por no perder uno solo desde su iniciación como abogado.» (N. del C.)
Entiérrenlo de una vez, lo más hondo que puedan. Luego traiga a los hombres. Vamos a hacer zafar la sumaca de su atascadero y regresaremos de inmediato a Asunción. Fuese el contramaestre. Reflejo veloz entre los reflejos subiendo la barranca. En lo alto del acantilado, en la blanca tiniebla del mediodía, los destellos de las velas titilan con luz muy viva de hermosos colores. Efectos de la perspectiva y la refracción, el aéreo velorio entre los árboles produce un agradable espectáculo punteado por los seis velones muy cerca de las nubes.
Las velas de los dos palos se inflaron suavemente y se pusieron tensas con el viento norte que empezó a soplar, y la sumaca continuó viaje aguas abajo en el anochecer. La voz capruna comenzó el relato de sus trabajos como capitán de las milicias del rey. La silueta recostada contra el palo mayor parecía más erguida que en los treinta días anteriores. Su voz más clara. La luz rojiza del farolillo de cabotaje dejaba entrever un semblante más saludable. La mayor parte de la tripulación, sentada a su alrededor, escuchaba cabeceando su cadenciosa e interminable retahila. Sólo unos pocos remeros indios ayudaban al viento con sus botadores en el empuje de la sumaca sobre la derrota del canal. En siete días, exactamente, avistamos el puerto preciso de Santa Fe.
(Circular perpetua)
Lo bueno, lo cierto a pesar de todo, es que aquí la Revolución no se ha perdido. El país ha salido ganando. La gente-muchedumbre ha subido a ocupar su sitio en derecho de sí. Los utensilios animados de antes son los campesinos libres de hoy. Poseen sus predios y medios; remedios para todos sus males que se han vuelto bienes. Ya no tienen que ajomalarse sino al Estado, su único patrón, que vela por ellos con leyes justas, iguales para todos. La tierra es de quien la trabaja, y cada uno recibe lo que necesita. No más, pero tampoco menos.
De las siete vacas y un toro traídos por Juan de Salazar, al fundar Asunción, hay no menos de diez millones en las sesenta y cuatro estancias de la Patria; chacras colectivas hay por centenares. El país entero está rebosando riquezas. La necesidad de mul tiplicar se ha vuelto ahora necesidad de desmultiplicar. Pues todo exceso de bienes degenera fatalmente en males, según lo acredita la experiencia. La prosperidad de un Estado no consiste tanto en la existencia de una población muy grande como en la perfecta relación del pueblo con sus medios. Vendrá el día en que los pa raguayos no podrán dar un paso sin pisar sobre montones de on zas de oro. Lo vaticinó ya hace muchos años aquel pardo rio grandense Correia da Cámara, que vino varias veces queriendo cambalachearme quimeras en nombre del Imperio. Por tiempos, los vaticinios de taimados farsantes aciertan más que las predicciones de los visionarios que sólo visionan elementos inverosímiles producidos por la ilusión crónica de la Utopía. Tacha este galimatías. Pon: Los paraguayos estamos a punto de caminar sobre el oráculo empedrado de onzas de oro que nos predijo aquel portugués-brasilero.
Nuestro pueblo, lo dije siempre, alcanzará lo suyo el mejor día; de lo contrario, el tiempo se lo dará. Ábranse los ríos al comercio exterior; es lo único que falta para que nuestras riquezas inunden el exterior. Cuando la bandera de la República sea libre de navegar hasta el mar, se admitirá que vengan a comerciar con nosotros los extranjeros en igualdad de condiciones.
Sólo entonces se arreglará no sólo el tráfico mercantil, sino lo que es más importante aún, las cuestiones de límites entre los Estados, divididos artificialmente para que mejor reinara la Colonia. Detrás de ella, las sub-colonias y los sub-imperios sostenidos por los intereses de las oligarquías. También han medrado a más no poder, disfrazados patriotismos. Hasta que la Confederación de Estados Americanos sea una realidad palmaria y no mero palabrerío de discursos y tratados, aquí se arreglarán el comercio, las relaciones exteriores, todo según convenga y del modo que sea más útil a los paraguayos. No para exclusivo aprovechamiento de los extraños, como sucedía antes de la Dictadura Perpetua.
Con su propio esfuerzo el Paraguay ha labrado su fundamento de Patria, de Nación, de República. La educación que reciben es nacional. La iglesia, la religión, también lo son. Los niños aprenden en el Catecismo Patrio que Dios no es un fantasma ni los santos una tribu de negras supersticiones con corona de latón dorado. Sienten que si Dios es algo más que una palabra muy corta está en la tierra que pisan, en el aire que respiran, en los bienes ganados en el trabajo colectivo; no pordioseando de uno en fondo a la mala de Dios por atrios, calles, mercados, pueblos, villas, ciudades y desiertos. Formados en el seno de la tierra la consideran su verdade-ra madre. Tratan a los demás conciudadanos como a hermanos salidos del mismo seno. Hum. Tacha esta imagen de la tierra-madre. No entrará en el magín de esos hijos de mala madre.
Aquí he nacionalizado todo para todos. Árboles, plantas tintóreas, medicinales, maderas preciosas, minerales. Hasta los arbustos de yerbamate he nacionalizado. No digo los animales, los pájaros; éstos jamás abandonan sus comarcas natales. Las nubes brotan de la humedad de la tierra, del agua de los ríos, de la respiración de las plantas. Las nubes regresan en la lluvia, en el relente del sereno. Vuelven a la tierra, a los ríos, a las plantas. Nubes, pájaros, animales, hasta las criaturas inanimadas nos predican su lealtad al terruño. Cómo te parece que va esto, Patiño. Señor, sus palabras me están haciendo lagrimear, y a través del sudor de los ojos que son las lágrimas, veo turbio pero a la vez muy claramente todo lo que usted dice. Capaz, Señor, porque sus palabras meten dentro de uno las verdades que están afuera… (Sigue un dicterio irreproducible de El Supremo; luego, el resto del folio se halla quemado.)
(En una hoja suelta)
… caracol, gusano, babosa, guijarro, flores, mariposas del campo. Mucho amor sobre todo por lo fijo, enraizado. Innumerables especies de plantas. Imposible nombrarlas a todas. Monos he cazado, tigres, zorros, venados, chanchos de monte. Toda clase de alimañas. Especies feroces o mansísimas. Cacé una vez un ejemplar del animal llamado mantícora, gigantesco león rojo, de rostro humano con tres filas de dientes, casi siempre invisible porque el tornasol de su pelaje lo confunde con la reverberación de los arenales. Sopla por sus ollares el espanto de las soledades. Su cola erizada de púas, las arroja en todas direcciones más veloces que flechas. Se incrustan en los árboles. Hacen llover gotas de sangre del follaje. Cacé el mantícora en el arenal plinio flechándolo con un dardo narcótico. Lo dejé en libertad. Cuando despertó volvió a su habitáculo secreto. Cuando desperté, me encontré salpicado de gotita.s de sangre. Estas especies no emigran; desde el mantícora al caracol blanco fileteado de rojo, los he visto volar tan alto, tan lejos, hasta parecer quietos en la punta de mi aguda vista. Desaparecían. Caían del otro lado del horizonte. Momentos más tarde se me echaban encima por todas partes. Cuervos me han hecho eso. También otras variedades de volátiles, de acuátiles. Mas todos, todos, hasta los más errátiles, regresan. Las cosas vivientes, al igual que las inanimadas, tienen también mucho amor por lo fijo, enraizado, inmutable. Si las piedras tuvieron cómo y con qué, a todo lo más saldrían un rato de paseo y luego se volverían a sus lugares de origen. Plantada la piedra en su peso, plantada la planta en su» raíces. Tenacidad del acto de permanecer. Pensamiento de afinca miento. Ya mucho me duele cada uno de esos árboles gigantes que debo mandar derribar para cambiarlos por pólvora, por municiones, por armas. Cada hachazo cae en mi tronco; su grito grita en mí su queja de desarraigo y muerte. Las jangadas bajan flotando por los ríos acollarando millares de palos. ¡Vamos!, les digo. ¡No se hagan los zonzos! Es preciso que se caigan para que la Patria se levante; es preciso que se vayan río abajo para que la Patria se quede y remonte.
(Circular perpetua)
Únicamente a los migrátiles humanos no les ha entrado en la sangre lo nacional. ¿Qué es eso de irse, renunciar a lo suyo, a la materia de la que salieron, al medio que los engendró? ¡Peores los hombres que las alimañas!
Yo no llamo ni reputo paisanos a estos migrantes que se expatrian ellos mismos renunciando a sus lares, abandonando su tierra. Se convierten en parásitos de otros Estados. Pierden su lengua en el extranjero. Alquilan su palabra. Ya en apatridas deslenguados, calumnian, difaman, escriben novelerías contra su país. Confabulados con el enemigo se hacen espiones, baqueanos, furrieles, informantes. Si vuelven, vuelven de manga con el invasor. Lo incitan, lo ayudan en la conquista, en el avasallamiento de su propio país. ¡Si por lo menos sirvieran para ser trocados cada uno por un granulo de pólvora!
Si no hubiera sido por mi Gobierno habrían emigrado en masa. Se iban en legiones, hasta que fulminé la prohibición: ¡Se quedan, culebras migratorias, o les hago dejar el cuero a las hormigas! Algunos se me escaparon, como el traidor José Tomás Isasi, que envió después en pago de su fuga unos pocos barriles de inservible pólvora amarilla, aumentando el escarnio, escarneciendo el agravio de su huida y ladronicidio contra el Gobierno, contra el país.
Muchos adeptos de los unitarios, de la causa porteñista, quedaron en cambio emboscados aquí. Mosquitas muertas durante el día. Zumbadores culícidos por la noche. Conspiran, merodean, acechan, espían. Transpiran lo seco. Mascan lo amargo. Se chupan el jugo de las uñas. Incuban huevos palúdicos en sus charcos de baba. Desproceden; desgüévanse de lo humano. Liendres de contagio. Infección. Uno alza un repollo podrido, un marlo de maíz.
Debajo hay una oruga con forma de hombre pequeñito. Fístula en figura de hombre. ¿Qué haces ahí? No contesta. No habla. No tiene voz. Ausencia disfrazada. No habiendo podido escapar, simulan ser muertitos lejanos, atareados en parecerlo. Boca cosida. Un pelo de zonzo como antena en mitad del tonso cabezo. Ocho patas falsas. Doce ojos ciegos. Al principio uno piensa: ¡Maldito! ¿No será ésta la oruga del pulgón del algodón? ¿No es acaso el coleóptero megacéfalo brasilero que transporta el microbio de la mancha del ganado? ¡Bandeiras de larvas venenosas ahora! La aplasto de un tacazo. Se ha disuelto en un filamento de baba. La suela se pegotea en la goma venenosa. Uno de estos coleópteros bandeirantes se trepó una vez hasta la hebilla del zapato. Lo aparté con la punta del bastón. Dejó en el metal un rastro semejante a la corrosión de un ácido. Mandé bañar el lugar con una irrigación de extracto de nicotina, jabón negro, ácido fénico y ácido fórmico extraído de las feroces hormigas guaykurúes. Todo en vano. Los hilos de moho seguían estando ahí. Júntanse muchos en fangal. Pululan en la laguna de veneno cual si estuvieran en su elemento. Forman colonias. Hablan un dialecto de portugués bandeirante o en un acocolichado porteño migratorio. En llegando la noche, según la luna que haga, se transforman en telas de arañas. Los he vigilado durante noches y noches. Se desvanecen al primer sol. Los hilos de baba han dejado la marca de sus inmundicias en puertas, fachadas, corredores. Marca de baba en el papel perjurado de los pasquines catedralicios…