Vea, don Juan, le dije, vamos a hablar clarito. Estoy dispuesto a concederle el honor que me viene solicitando. Lo haré representante mercantil del Paraguay ante el gobierno de su imperio. Mi deseo es fomentar relaciones directas con Inglaterra, cosa que estimo de mutua conveniencia para ambos países; el suyo, la mayor potencia del mundo contemporáneo; el mío, la más próspera y ordenada República de estos nuevos mundos. ¿Le conviene a usted la canonjía? Se deshizo en alabanzas y agradecimientos. Mas, en ese mismo momento, como me ocurre siempre cuando enfrento a trápalas que me vienen con los papeles mojados, ya sabía yo que el obsecuente inglés no iba a cumplir nada de lo que él mismo se avanzó a prometer. Más aún; por el ruido de sus halagos supe que iba a engañarme. Pese a todo, no podía yo dejar de jugar esa carta. La misión Robertson era una manera de sondear, bajo bandera británica, la posibilidad de romper el bloqueo de la navegación forzando la arbitrariedad de los picaros y sucesivos gobiernos del Río de la Plata, ya por entonces rendidos al vasallaje de la corona británica bajo el manto de un pretendido «protectorado». Me pareció inclusive una buena ocurrencia intentar sacar cocos del fuego por manos del inglés. No se merecían otra cosa los muy truhanes.
Quiero don Juan, díjele, clavándole las uñas en sus coronarias, que usted logre el restablecimiento de la libertad de comercio y navegación, despojada al Paraguay por Buenos Aires contra todo derecho. Estoy en las mejores condiciones de hacerlo, Excelentísimo Señor, me aseguró el traficante. Soy muy amigo del Protector y comandante de la escuadra británica en el Río de la Plata. Apenas hable con él, los buques paraguayos entrarán y saldrán sin ninguna dificultad, protegidos por los navios de guerra del capitán Percy. Acordes, don Juan. Mi deseo es, sin embargo, que sus funciones no se limiten al ramo de comercio únicamente. Éste no será posible sin el previo reconocimiento por Gran Bretaña de la Independencia y soberanía del Paraguay. Para mí será un honor, respondió el mercader, gestionar este justo reconocimiento y estoy seguro de que para mi país también será un motivo de orgullo enlazar sus relaciones con una nación libre, independiente y soberana como lo es el Paraguay, al que todo el mundo llama ya con justicia el Paraíso del Mundo. Grandes palabras descosen los bolsillos, don Juan. No se alucine usted con humo de pajas, que el Paraguay no es la Utopía que usted dice, sino una realidad muy real. Sus procesos se dan en extensión ilimitada y pueden proveer todas las necesidades del Viejo Mundo. Según mis informes, la situación es ésta: La caída de Napoleón y la restauración de Fernando VII tienen trabucada la mente de los hombres de Buenos Aires. Alvear es ahora Director Supremo. Artigas ha vencido en Guayabos a los directoriales, que se han quedado sin dirección, a la deriva de los acontecimientos, luego de su expulsión de la Banda Oriental. Éste es el momento oportuno para que usted intente lo que le propongo. Armaré una flotilla de barcos cargados hasta el tope. Los pondré bajo su mando y usted no parará hasta la Casa Blanca, quiero decir hasta la Cá mara de los Comunes, a presentar esos productos, sus credenciales y mis demandas del reconocimiento de la independencia y soberanía de esta República. ¿Estamos acordes? ¡Genial idea Excelencia!
Días después Robertson salió para Buenos Aires en su barco La Inglesita. General euforia. Halagüeñas perspectivas. Una primera operación de sondeo, sugerida por José Tomás Isasi. También a él lo dejo partir con dos bergantines abarrotados de productos.
Los Apuntes vuelven a confundir las fechas. José Tomás Isasi no partió con Juan Robertson, sino diez años más tarde, en el grupo formado por Rengger y Longchamp y otros extranjeros cuya salida fue autorizada por El Supremo, en 1825.
El insólito hecho tuvo su origen en una solicitud de Woodbine Parish, cónsul británico en Buenos Aires. En ella solicitaba al gobernador paraguayo la libertad de los comerciantes ingleses para salir llevándose sus bienes. El tácito reconocimiento de la soberanía del Paraguay por parte de Gran Bretaña, implicado en la petición de su encargado de negocios en el Río de la Plata, produjo su efecto, declaran en su libro Rengger y Longchamp. El Dictador Perpetuo accedió a que se marcharan no sólo los comerciantes ingleses, sino también otros subditos europeos, comerciantes o no, elegidos por él. Les extendió el salvoconducto y permitió que aparejasen los buques con la sola condición de que fuesen tripulados por extranjeros o negros. Les prohibió, además, que llevasen otros efectos y mercaderías que los adquiridos por su propio dinero. Lo que fue rigurosamente fiscalizado y cumplido. José Tomás Isasi, naturalmente, no sólo fue eximido de este requisito, sino que disfrutó de las más amplias prerrogativas. «Pudo engañarme -diría más tarde su compadre- porque conspiraron a su favor dos circunstancias. Lo dejé partir para que nadie pensase que cedía a la necesidad o a la presión del inglés en favor de la libertad de sus compatriotas únicamente. Por otra parte, el felón de mi compadre, ¡maldita institución del compadrazgo!, utilizó además la tos de su hija como patente de traidor y de corso.» Isasi nunca regresó al Paraguay. Remató su deslealtad con la burla de remitir tiempo después algunos barriles de inservible pólvora, única e irrisoria devolución del cuantioso desfalco. El indignado ex amigo trató de obtener a cualquier precio su captura. Decretó la confiscación de todos sus bienes, y un joven dependiente de su casa de comercio en Asunción, de nombre Gregorio Zelaya, fue fusilado tras juicio sumarísi-mo, al año justo de la fuga, el 25 de abril de 1826. A cada aniversario, un nuevo rehén era ejecutado en una especie de ritual que castigaba al culpable «in-absentia» -según el inmemorial simbolismo de tales sacrificios- en las víctimas más inocentes. El poder y los esfuerzos de años y años del Dictador resultaron vanos. Los enemigos de Artigas, asilado en el Paraguay, ofrecieron entregar a Isasia cambio del ex Supremo de los orientales. Fue el único arbitrio que el Dictador Perpetuo rechazó con pareja indignación. Mandó fusilar sin proceso al portador de la oferta de trueque. Mas no por ello renunció a su obsesiva persecución del fugitivo, que desapareció como si lo hubiese tragado la tierra.
En cuanto a la «insinuada promesa» de reconocimiento oficial, libre navegación y comercio, Mr. Parish la demoró indefinidamente, luego que los viajeros traspusieron la «muralla china» por la Puer ta del Sur en la Unión de las Siete Corrientes. A título de memorando y jugándose la última carta de su orgullo disfrazado de cortesía, el Dictador fletó otro buque con el solo objeto de conducir una nota al cónsul inglés. No fue muy política, sin embargo; luego de vagas consideraciones sobre el buen fin del viaje de los liberados, resolló la nota por la herida: «Los subditos de S. M. británica sólo han sobrellevado la misma suerte a que han sido condenados todos los habitantes del Paraguay en este inicuo bloqueo. Por último, no tienen ningún motivo de quejarse, pues ellos vinieron al Paraguay sin que nadie los hubiese llamado». El encargado de negocios británico hizo caso omiso al «insinuado» reclamo, y escribió al Dictador solicitándole ahora la libertad de Bonpland. La cólera de El Supremo estalló silenciosa pero definitiva: Devolvió el oficio en la misma carpeta sobre la que mandó pegar un burdo rótulo con letra de su amanuense que decía: «A Parish, cónsul inglés en Buenos Aires». Al mismo tiempo giró una lacónica circular a sus funcionarios de todo el país: «Jamás deben creer a los europeos, ni fiarse de ellos cualesquiera sea su nación y los objetivos que manifiesten traer. Cerrar la puerta en las narices a quien se asome, y si insiste con sus cargose-ras, no decirle: Pase adelante, acción tiene según el hábito de nuestra inveterada hospitalidad, sino darle con un palo en el hocico y gritarle bien por lo alto, ¡Fuera de aquí, sabandija!».
Del respeto y consideración que los extranjeros liberados siguieron sintiendo lejos del Paraguay por el Dictador Perpetuo -con la misma intensidad que los ciudadanos y extranjeros residentes en la Arcadia Paraguaya -,
Rengger y Longchamp dan un insospechable testimonio, citado después por el cónsul de Francia en Buenos Aires, M. Aimé Roger: «El capitán Hervaux que fue autorizado a partir en uno de los bergantines del señor de Isasi, luego de un prolongado cautiverio en el Paraguay, murió en Buenos Aires en 1832. Durante los siete años que corrieron desde su libertad hasta su muerte, nunca pronunció ni oyó pronunciar el nombre de El Supremo (el único que aceptaba como título del Dictador Perpetuo) sin ponerse de pie y cuadrarse con fuerte ruido de tacos, llevándose la mano al sombrero. Un paraguayo huyó como polizón en otro bergantín. Le pregunté: ¿Por qué ha dejado el Paraguay? He sido soldado desde hace veinticinco años. ¿Es ése el único motivo de su fuga? El único, señor, desde hace veinticinco años. ¿Se sentía usted allá desgraciado? ¡No, señor, de ningún modo! Buena tierra, buena gente y sobre todo qué buen gobierno. ¡Pero veinticinco años!». (N. del C.)
Proporciono a Isasi cincuenta mil pesos en monedas de oro del erario para compra de pólvora y armamento de la mejor calidad. Me traiciona el inglés Robertson. Me traiciona doblemente el paraguayo Isasi. Debí sospecharlo cuando me pidió autorización para llevar con él a su mujer e hija. Celó arteramente sus designios, prevaliéndose de mi debilidad por la niña. ¿Para qué quieres sacrificar a tu familia en este penoso viaje? Es por mi hija, Señor. Sufre de tosferina y el doctor Rengger asegura que el cambio de aire puede sanarla. ¡Oiga cómo tose la pobrecita! ¡Día y noche, sin parar! Bueno, José Tomás, si se trata de la salud de mi ahijada, llévala. Cuídate al regreso. Ya no viajarás convoyado por los buques ingleses, y todavía está por verse si el cónsul británico cumple su insinuada promesa de negociar el tratado de comercio entre la Inglaterra y el Paraguay. Mala fariña me da este Juan Parish. Los ingleses son taimados. Mejor no confiar en ellos hasta que demuestren que son confiables. José Tomás Isasi, mi amigo, mi compadre, mi compañero de años, me escucha en lo bajo. Del altor de sus zapatos. Levanta hacia mí la niña que se me prende al cuello en un inusitado gesto de cariño, pues hasta ese momento ha demostrado hacia mí más vale cierto instintivo temor. La coqueluche no ha logrado disminuir la belleza verdaderamente angelical de la criatura. La ha transfigurado por el contrario en una expresión que tiene algo de sobrenatural. Acaso por contraste con la negra y aún no visible felonía de su padre. En una pausa de la tos, que le sofoca el aliento en las convulsiones, me da un beso en cada mejilla. ¡Adiós, padr…!, solloza, cortada la voz por un nuevo ataque. Instinto de los niños que adivinan las despedidas definitivas. La llevaron hecha un largo estertor de ahogo que la batahola del puerto asordinó en seguida. Lo último que vi de mi ahijada fue su rubio pelo brillar en un lampo al sol de aquella esplendorosa mañana de abril. Con una extraña aprehensión me sumergí en los febriles preparativos de la partida.