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No estruje el rollo, Céspedes. Acepte sus culpas como yo las mías. En esta confesión ex confessione hemos de absolvernos mutuamente. Excelencia, mi gratitud será eterna por su magnanimidad bondadosísima. Honor que me ha hecho de haber internado a estas pobres almas en la Casa de Muchachas Pobres. La Casa no se llama ahora así, Céspedes. Ya no hay pobres en el Paraguay. Usted sabe que por Auto Supremo la Casa se llama ahora de Recogidas y Huérfanas. ¿Qué son sino huérfanas, aunque estén vivos sus padres? Huérfanas, pero no pobres. Hijas adoptivas del Estado. Los hijos no tienen por qué cargar las culpas de sus padres.

Por otra parte, a usted también le consta, yo no confisqué los bienes, los conventos, las innumerables propiedades de la iglesia con el fin de heretizar el país. Lo hice para cortar las alas a los relajados servidores de Dios que en realidad se sirvieron de él en la crapulosa vida que llevaban a costa del pueblo ignorante. Por poco no paseaban por las calles sus gordas humanidades in puribus. Ya no regían para los tonsos regulares e irregulares ni siquiera el pudor y menos la vergüenza. Para qué el hábito talar si estos tales entraban a talar vientres por doquier y a cualquier hora. ¿Cómo bajaban al río los monjes para tomar su baño, Patiño? En cueros, Excelencia. ¿En algún lugar recoleto? No, Señor, hacia el desaguadero de la Lucha, en el riacho lleno siempre de lavanderas. Vea usted, Céspedes. A más de uno de sus secuaces, pirañas y palometas trozaron el miembro incélibe. Subían ensangrentados. Lo que al parecer no los condenaba al celibato forzoso pues al poco tiempo, como si les hubiese reverdecido el muñón, volvían a hacer de las suyas. ¿No debía tomar medidas el Gobierno contra estas inequidades? ¿Es esto haberse levantado contra Dios? ¿No era acaso protegerlo contra los agravios más negros de la clerigalla?

Cuando al obispo Panes se le prevaricó el cerebro, ¿qué hacía el dementado, Patiño? Por los días de aquella época, Señor, sabía venir a molestar a Su Excelencia todos los días queriéndole hacer creer que tenía enjaulado al Espíritu Santo en el sagrario de la catedral. Afirmaba que el Dios-Pájaro le dictaba sus pastorales y humillas, y que el obispo en persona era quien las copiaba con una de las plumas que arrancaba a las alas del Espíritu Santo. La última vez, a un nuevo pedido de audiencia, Su Merced me ordenó decir al obispo que si el asunto era hablar otra vez sin ton ni son del Palomo Trinitario, lo mandara asar y lo comiera. Que un buen pichón como ése tendría la suficiente virtud para sacarle de la cabeza todo el vapor de locura que había allí amontonado, y que si eso no bastaba para curarlo, que se buscara una querida como los otros frailes, que no iban a los bailes pero que se quedaban con la mejor parte. Salvo error u omisión en la cuenta, eso fue lo que pasó, Señor, y yo me lavo las manos. ¡Ah imbécil y malvado Patiño! Todo lo trabucas y confundes. Tienes la horrible palabra del idiota. No te mandé decir al obispo insano que asara el Palomo Trinitario y se lo comiera. Te ordené decirle que hiciera sajar en dos un pichón y se lo aplicara en forma de emplasto a la cabeza. Sabes muy bien que ése es el remedio que se usa aquí y en otras partes para extraer los malos humores del cerebro. Un pichón, cualquier pichón. ¡No el Espíritu Santo, sacrilego idiota! Lo de la querida fue agregado por ti, mulato irreverente, vocinglero canalla, en la burla a ese pobre viejo casi nonagenario. No te mandé que le dieras ese grosero mensaje. Te ordené decirle que yo no era un ocioso como él para recibirlo a cada rato, y que si quería que anduviésemos bien, se ocupara de sus asuntos, salvo que prefiriera ser relevado de la silla. Después se han avanzado a calumniarme de que yo lo hice envenenar con las botellas de vino de misa que le envié como obsequio. ¡Excelencia, por Dios, la sombra de esa duda ha quedado suficientemente aclarada! La muerte de S. Ilma. sucedió a causa de su mala salud y más que avanzada edad. Cuando murió el obispo, ¿qué encontraron en el sagrario? Telarañas, Excelencia. Vea usted provisor, ¡qué tenue el esqueleto del Espíritu! Yo no hice más que confiscar los bienes de la iglesia. Limpiarla de la horda impura que la poblaba. Limpié las ratoneras de los conventos. Los convertí en cuarteles. Mandé derribar y quemar los derruidos templos. Dejé intacto el culto. Respeté los sacramentos. Destituí al obispo demente. Lo puse en la silla a usted, que sin ser el mejor tampoco era el peor. Pues aun cuando el Gobierno ha dejado de ser católico debe seguir respetando la fe religiosa, con tal que sea honrada, austera, sin malicia, sin hipocresía, sin fanatismo, sin fetichismo.

Aquí, por culpa de ustedes los Paí, sucedió todo lo contrario. ¿Se acuerda, provisor, de los comandantes que hacían pedir imágenes de santos para guardar las fronteras? Acaba de ver usted lo que le ha querido hacer el cura de la Encarnación a la viuda de mi centinela Arroyo. Asuntos de estipendios. Ruines asuntos.

El Paí-cura es el que ha hecho adúltero a este pueblo leal. Lleno estaba de inocencia, de natural bondad. ¡Si por lo menos lo hubiesen dejado vivir en su primitivo cristianismo! Ya el Antiguo Testamento narra las iras de Jehová contra Jerusalén agusanada de-escribas y fariseos. Narra las fechorías de los malos sacerdotes, delos falsos profetas. Si esto sucedía en los tiempos de Jehová con el llamado Pueblo de Dios, ¿qué miserias no iban a reinar en estas tierras que los católicos conquistadores y misioneros vinieron a reducir a un anticipado infierno para mayor gloria de Dios?

Al obispo Panes lo saqué de su silla en 1819, luego de muchos años de no querer cumplir sus obligaciones ni ejercer su ministerio. Su misma demencia, verdadera o simulada, no era sino el estado de su encono furioso contra los patriotas. ¡Ateo! ¡Hereje! ¡Anticristo!, ponen el grito en el cielo mis calumniadores clandestinos. ¿Qué hacen aquí abajo los curas? Nada más que espumar la olla de sus negras intenciones. Nadie conoce mejor que el cucharón el fondo de la olla. Des-ollé los cucharones de frailes y curas. Los saqué de sus madrigueras y cubiles de vergüenza y degradación. El comandante Bejarano, Excelencia, si me permite meter la cuchara, sacó por su orden los confesonarios a la calle y los repartió por la ciudad para garitas de los centinelas. ¡Lindos de ver, Señor, esos nichos de madera labrada y dorada de las calles! Los guardias sentados adentro, vicheando a través de los visillos de raso. Las puntas de las bayonetas caladas refucilando afuera a los rayos del sol. Muy satisfecho, riéndose difunteramente, Su Excelencia solía decir: ¡Ningún ejército del mundo tiene a sus centinelas en garitas más lujuriosas! Las mujeres seguían viniendo a arrodillarse ante las rejillas de los confesonarios-garitas queriendo confesar sus pecados. Denuncias. Quejas. Delaciones. Pleitos entre comadres. Alguno que otro grano quedaba a veces en el cedazo de la rejilla. El guardia-cura imponía la penitencia a las pecadoras en los zanjones y mandaba a los pecadores a la prevención más cercana. Un sin-jui-cio vino a confesar al centinela haber asesinado a Su Excelencia. ¡Yo quiero pagar mi culpa! ¡Quiero pagar mi crimen contra nuestro Supremo Gobierno!, gritaba para que lo oyera todo el mundo frente al Cuartel de los Recoletos. Le salía espuma por la boca. ¡Yo he matado a nuestro Karaí-Guasú! ¡Quiero pagar, quiero pagar, quiero pagar! ¡Quiero que me ajusticien! El centinela no sabía qué hacer con el loco. Vaya y dése preso en el cuartel. ¡No, yo quiero que me maten ahora mismo!, seguía gritando el loco. Saltó de donde estaba hincado. Se agarró a la bayoneta del guardia y la enterró en su pecho hasta la cruz. ¡Yo maté al Gobierno! ¡Ahora lo rematé!, fueron sus últimas palabras.

Es lo que digo, Céspedes. Tales son los endiablamientos que han producido en esta pobre gente los malos Paí. Todos practican el engaño. Luego intentan curar el quebranto, curar las heridas de mi pueblo diciendo: ¡Todo va bien! ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz! Pero esa paz no existe por ningún lado. Los curas no pastorean hombres en los prados del Evangelio. Pastorean demonios. ¿No acaba de afirmarlo el propio papa de Roma? ¿No acaba de enfatizar sobre la pluralidad espantosa del diablo? ¡El mismísimo pontífice! ¿Cuántos demonios sabía usted, Céspedes, que existían en el Nuevo Testamento? Sesenta y siete, Excelencia. No, provisor, anda atrasado en noticias demonológicas. El papa en su última bula, reproducida en La Gaceta porteña, ha afirmado que hay miles de millones de demonios. ¿Lo ha oído usted? ¡Miles de millones! Han proliferado más que la especie humana. ¡Vea usted qué fertilidad espermática la de satán! Ahora cada pecador ya no tiene un solo pobre diablo sino millones de poderosos, rijosos demonios. ¡Qué puede hacer un solo ángel de la guarda contra tantísimos malignos! ¿Estamos pues todos condenados sin remisión posible a dar de cabeza en el infierno? ¿Qué hacer contra el Príncipe de las Tinieblas? Por de pronto, suprimir el resto del aparato eclesiástico, que ha demostrado no servir en la lucha contra satán sino para echar con tanto gasto el culo a las goteras, como vulgarmente se dice. Desde la erección de la iglesia en el Paraguay en 1547, la industria del altar ha producido tantas riquezas, que parece fábula para mejor reír. He echado cuentas minuciosamente. Con la mitad de tales riquezas pudimos comprar tres veces todas las Yslas de las Yndias del mar Océano que están debaxo del gremio del Señor componiendo el ynmenso Aprisco de la Fe, según dice la bula de erección. La bula íntegra no se ocupa más que de las mandas estipendiarías, salarias, arancelarias, prebendarias, canonjiarias, calendarias y demás beneficios de todo el personal que debía cobijar el ynmenso Aprisco de la Fe. De las rentas annuas, doscientos ducados de oro, asignados a la mensa episcopal, quedando facultado el obispo para aumentarla, ampliarla, alterarla libre, lícitamente, cuantas veces le pareciera conveniente en su diócesis. A la dignidad de deán, ciento cincuenta libras. A las de arcediano y chantre, ciento treinta pesos. A los canónigos, ciento. ¿Qué hacen estos anacoretas? El arcediano, Excelencia, toma el examen a los clérigos que se han de ordenar. El chantre debe asistir en el facistol y enseñar a cantar a los sirvientes del coro. A los canónigos les toca celebrar misa en ausencia del obispo, y cantar las Pasiones, las Epístolas, las Profecías y las Lamentaciones. Bueno, bueno, Céspedes. Como no hay más prelados, coros, facistoles, y ya estamos hasta la coronilla de pasiones, profecías, epístolas pasquineras, lamentaciones infames: suprimidos los cargos. Suprimidas las cargas. ¿Me ha entendido, provisor? Nada más de canonicatos, acolicatos, prebendados ni fascistones de ninguna especie. Igualmente suprimidas las indignidades de racioneros a razón de setenta pesos cada uno; de medioracioneros a treinta y cinco rupias per capita. ¿Qué es esta canonjía de magistral? El que debe enseñar gramática al clero, Excelencia. Suprimido. ¿Y la de organista? El que tiene por obligación, Señor, tocar el órgano en las misas pontificales, a voto del Prelado o Cabildo. Es también el que con el deán ha de dar licencia a las personas que por causa de una necesidad expresa de sus órganos necesitan salir del Coro en el momento del Culto. ¡Vea, Céspedes, lo que se ha gastado desde 1547 a esta parte en esta gente yente viniente del coro al común! ¡Fuera! ¡Se acabó! A todos los ensotanados-ensatanados que hayan sobrevivido a la abolición de 1824, mándelos a trabajar en las chacras, en las estancias de la Patria. A los que por su edad o enfermedad no pudieran, intérnelos en los hospitales, asilos, casas de salud o de orates.