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Además de Dictador Perpetuo debo ser al mismo tiempo Ministro de Guerra, Comandante en Jefe, Supremo Juez, Auditor Militar Supremo, Director de la Fábrica de Armamento. Suprimidos los grados de oficiales superiores hasta el de capitán, yo solo constituyo la Plana Mayor completa en todas las armas. Director de Obras Públicas, debo vigilar personalmente hasta el último artesano, la última costurerilla, el último albañil, el último peón caminero; todo esto sin contar el trabajo, los disgustos, las contrariedades que me dan ustedes, jefes, funcionarios civiles/militares, de todo el país en las guarniciones, en las fortalezas más lejanas.

¡Ya los quisiera ver! Les ofrezco el cargo. Vengan a tomarlo si todavía les parece vago lo que hago. Háganlo ustedes mejor que yo, si es que pueden.

Un pasquín me acusa en estos días de que el pueblo ha perdido su confianza, que ya está harto de mí; cansado hasta más no poder; que yo sólo continúo en el Gobierno porque ellos no tienen poder para derrocarme. ¿Es cierto esto? Yo estoy cierto que no. En cambio, si yo acabara de perder la confianza en el pueblo, hartarme, cansarme de él hasta no poder más, ¿puedo acaso disolverlo, elegir otro? Noten la diferencia.

Jefes de la República: Sobre todo ustedes deben preguntarse, escarbar en el fondo de sus conciencias, hasta qué punto se consideran libres de esta tomaina que se forma en los que están muertos antes de estar muertos. Pon una aclaración al pie: Tomaina es el veneno que resulta de la corrupción de las substancias animales. Espesa supuración de olor fétido, producido por el bacilo vibrio proteus en nupcias con la vírgula o coma. Mortalmente patógena, como que proviene de las alambiques de Tánatos. ¡Estos bárbaros, ya lo estoy viendo, son capaces de ir a destilar tomaina en lugar de caña en sus alambiques clandestinos! Vulgarmente también se la llama cadaverina. Para este veneno que fabrican dentro de sí los vivos-muertos, no puedo ofrecerles ningún antídoto. No vacilo en decirles que para este bacilo no existe contrabacilo. Contra la cadaverina no hay resurrectina. Nadie la ha descubierto todavía, y probablemente nadie la descubra jamás. De modo que ¡cuidado! Estos jugos venéficos se forman no sólo en los que han de ser enterrados en potreros de extramuros, sin cruz ni marca que memore sus nombres. Se engendran también en aquellos que yacen bajo fatuos «cúmulos». En aquellos más inmensamente fatuos todavía que se mandan edificar mausoleos-pirámides donde albergar sus carroñas como un tesoro en una caja fuerte. Los proto-próceres, los proto-héroes, los proto-seres, los proto-maulas y otros protos, mandan erigirse estatuas, poner-imponer sus indignos nombres a plazas, calles, edificios públicos, fuertes, fortines, ciudades, villas, pueblos, pulperías, lugares de diversión, canchas de pelota, escuelas, hospitales, cementerios. Prostibularios-santuarios de sus sacros restos y arrestos. Esto fue así en todos los tiempos y lugares. Lo sigue siendo ahora. Lo seguirá siendo mientras la gente viva no deje de ser idiota. Sólo cambiarán las cosas cuando reconozca sin soberbia pero también sin falsa humildad que el pueblo, no la plebe, es el único monumento viviente al que ningún cataclismo puede convertir en escombros ni en ruinas.

También aquí, antes de nuestra Revolución, sucedió esto. Ya les he hablado de la fastuidad y fatuidad de las milicias de linaje; o sea de los señores de lazo y bola que heredaron estancias, sables, y entorchados. No sería nada extraño que esté volviendo a suceder ahora. Las yerbas malas echan raíces profundas. Podría ser que la tomaina de aquellos indignos oficiales y jefes los esté infectando otra vez a ustedes de afuera para adentro, de adentro para afuera. He dicho y sostengo que una revolución no es verdaderamente revolucionaria si no forma su propio ejército; o sea si este ejército no sale de su entraña revolucionaria. Hijo generado y armado por ella. Pero puede ocurrir que a su vez los jerarcas de este ejército se corrompan o se pudran, si en lugar de ponerse por completo al servicio de la Revolución, ponen por el contrario la Revolución a su servicio, degenerándose. Yo digo entonces que no bastó el ajusticiamiento de un centenar de reos de conspiración y traición a la Patria. Creí haber fini-quitado el rezago de militares falsarios y traidores; de todos aquellos que se creyeron llamados y elegidos, cada uno por sí y ante sí, para ser la cabeza de la Revolución y no eran sino politicastros ignorantes, venales milicastros embalados en relucientes uniformes. Comprobaría así que las penas infamantes reservadas a estos crapulosos traidores a la Patria y al Pueblo de la República no han servido como remedio. La baqueta, el fusilamiento, el lanceamiento no acaban, por lo visto, con la degradación de jefes y oficiales; degradación que en desgraciada gradación se ha contagiado y propagado al resto de la gente de arma subalterna. Yo tendría que inferir lo siguiente: Hay algo uniformemente maligno bajo el uniforme. Este algo se constituye así en la insignia misma del deshonor y no del pundonor; no en el signo de la lealtad sino en lo indigno de la deslealtad. Las invenciones de los hombres son de siglo a siglo diferentes. La malicia de la milicia parece ser siempre la misma. Estigma uniforme por los signos de los siglos.

Sepan ustedes ser no solamente honrados sino también humildes soldados de la Patria, cualesquiera sean su grado, función y autoridad.

Los principales libelistas de El Supremo, cuyos testimonios pueden ser parciales pero no sospechosos de favoritismo, explican y sin querer justifican el austero rigor y la implacable disciplina que el Dictador Perpetuo trató de imponer en sus fuerzas armadas, al parecer sin mucho éxito:

«Las baquetas no se infligen ordinariamente más que a los militares. Para la imposición de dicha pena basta una orden del Supremo Dictador. Todo condenado a pena capital es arcabuceado, como se hacía en los últimos tiempos de la dominación española. El día de la ejecución se pone una horca en la plaza, de la que pende el cuerpo del ajusticiado». (Rengger y Longchamp, Ensayo Histórico, cap. II.)

Al referirse al proceso y ajusticiamiento de los conspiradores del año 20 (en su mayor parte jefes militares, muchos de los cuales tuvieron destacada actuación en la lucha contra la expedición de Bel-grano), Wisner de Morgenstern testimonia: «El ambiente estaba caldeado, y no hay duda de que la tormenta se preparaba, pues todos los que no participaban del poder estaban contra la Dictadura. El Dictador había recibido varios anónimos en los que se le pedía que se cuidara mucho, y él había hecho redoblar la vigilancia. En la noche del segundo día de Semana Santa, cinco individuos fueron apresados y sometidos a riguroso interrogatorio. Otro, que había conseguido escapar de la redada, un tal Bogarín, temeroso y tímido, fuese a confesar y descubrió todo lo que sabía del plan que se había elaborado para suprimir al Dictador. El Viernes Santo era el día señalado para ultimarlo en la calle, durante su paseo de costumbre en la tarde. El capitán Montiel fue designado para ello. Desaparecido el Dictador, el general Fulgencio Yegros, su pariente, se haría cargo del gobierno, y los comandantes Cavallero y Montiel tomarían el mando de las tropas, entre las cuales había comprometidos algunos sargentos. El sacerdote exigió al contrito Bogarín que denunciara en el día el plan al Dictador, pues como buen cristiano, tratándose de un crimen que se iba a cometer, no debía de ninguna manera participar en él». (El Dictador del Paraguay, cap. XVII.)

Durante dos años se «substanció» el proceso en los sótanos del Aposento de la Verdad, que Wisner más cautamente denomina Cuarto de la Justicia. Los verdugos guaykurúes de Bejarano y Patiño tuvieron bastante trabajo en esta laboriosa encuesta. Al fin las confesiones arrancadas a punta de los látigos «colas-de-lagarto» no dejaron un solo resquicio de duda. El 17 de julio de 1821 fueron ejecutados los sesenta y ocho reos acusados de alta traición en la conjura, tras la cual El Supremo Dictador condujo hasta su muerte la nave del Estado sin ulteriores complicaciones. En alguno de sus apuntes se lee esta apacible reflexión: «Los problemas de meteorología política fueron resueltos de una vez para siempre en menos de una semana por los pelotones de ejecución». (N.delC.)

«El mayor placer del Dictador era hablar de su Ministerio de la Guerra. Una vez entró el armero con tres o cuatro mosquetes reparados. El Gran Hombre los llevó uno por uno al hombro y apuntando hacia mí, como para hacer fuego, apretó el gatillo varias veces sacando chispas al pedernal. Encantado, riendo a carcajadas me preguntó: -¿Qué creyó usted, Mister Robertson? ¡No iba a disparar sobre un amigo! ¡Mis mosquetes llevarán una bala al corazón de mis enemigos!

»Otra vez el sastre se presentó con una casaca para un granadero recluta. Se mandó entrar al conscripto. Se le hizo desnudar completamente para probársela. Después de sobrehumanos esfuerzos, pues bien se notaba que jamás había usado atuendo con mangas, el pobre muchacho lo logró. La casaca sobrepasaba todos los límites de la ridiculez. Sin embargo, había sido hecha de acuerdo con la fantasía y un diseño del propio Dictador. Elogió al sastre y amenazó al recluta con terribles castigos si el uniforme sufría por descuido la menor mancha. Salieron temblando sastre y soldado. Luego, guiñándome un ojo, me dijo: -C'est un calembour, Monsieur Robertson, qu'ils ne comprennent pas!

»Nunca vi a una niñita vestir su muñeca con más seriedad y deleite que los que este hombre ponía para vestir y equipar a cada uno de sus granaderos.» (Robertson, Cartas.)

Si aún faltase algún insospechable testimonio acerca de la preocupación del Supremo Dictador, de su constante solicitud en el cuidado de sus fuerzas armadas, bastaría el que de un modo definitivo da al P. Pérez en la oración fúnebre pronunciada en sus exequias:

«¿Cuántas providencias no tomó Su Excelencia para mantener en paz la República, y ponerla en un estado respetable respecto de las extrañas? Provisión de armas, formación de soldados uniformados con las galas más deslumbrantes que se ven en los ejércitos de estas Repúblicas y aun de los reinos del Viejo Mundo.

»¡Me asombro cuando contemplo a este Hombre Grande dando expediente a tanta ocupación! Se dedica al estudio de la milicia, y en breve tiempo manda los ejercicios y las evoluciones militares como el más práctico veterano. ¡Cuántas veces he visto a Su Excelencia estrecharse a un recluta enseñándole el modo de poner la puntería para dirigir con acierto el tiro al blanco! ¿Qué paraguayo había de desdeñar la portación correctísima del fusil cuando su propio Dictador le señalaba el modo de gobernarlo hasta en sus mínimas piezas? Se apersonaba a la cabeza de los escuadrones de caballería y los mandaba con tal energía y destreza, que transmitía su espíritu vivo a los que le seguían. Más poderosa era su voz que la del clarín en las marchas y en los simulacros de combate. ¡Y aún más! Maravilla muy grande era comprobar que luego de estos epopéyicos ejercicios, la revista minuciosa que hacía el propio Dictador, hombre por hombre, no descubría la más ligera mancha sobre esos albos e impolutos uniformes!