¡Bien se ve, pobre Sultán, que el estar tanto tiempo bajo tierra te ha des-celebrado! La tierra te ha comido entero. Sólo ha dejado lo peor de ti. Escoria perrosa. Siempre fuiste malagradecido, olvidadizo. Nunca manifestaste el menor sentimiento de placer ni de gratitud por mucho que me esmerara en halagarte, en satisfacer tus menores deseos. Muchas veces te mostrabas airado. Sólo contra mí. Cínicamente burlón. En la vejez ya no podías sorber ni la sopa; yo mismo te la metía en la boca. Tu agradecimiento era tirarme una dentellada cuando ya te sentías satisfecho. Pocas gracias. Cuando el sueño te subía al tálamo, sólo se te podía despertar a empujones, haciendo mucho ruido. Luego el sueño se hizo más pesado que todos los tálamos e hipotálamos. Más que todos los empujones. Más que todos los ruidos. ¿Qué ruido es el que estás haciendo contra mí desde tu postuma postura perruna?
Primero olvidarás los nombres, después los adjetivos, aun las interjecciones. En tus grandes explosiones de cólera, en el mejor de los casos, ocurrirá que todavía consigas articular algunas frases, las más remanidas. Por ejemplo, antes decías: Quiero, significa poder decir no quiero. Dentro de poco, cuando te impongas decir NO, sólo podrás farfullar después de muchas pruebas, en el colmo de la irritación: ¡No puedo decir NO!
Empezarás por los pronombres. ¿Sabes lo que será para ti no poder recordar, no poder tartamudear más YO-EL? Tu sufrimiento acabará pronto. Al fin no podrás siquiera acordarte de recordar.
A la sordera se te sumará la ceguera verbal. Polvo de pulvinar tapará con su arenilla tus focos ópticos. Perderás también por completo la memoria visual. Cuando eso llegue por supuesto seguirás viendo; pero aunque no te hayas movido de lugar te encontrarás en un lugar completamente distinto. No podrás ya imaginar de memoria nada conocido, y lo no conocido, ¿cómo podrás reconocerlo?
De una parte asaltado por sonidos idiotas de una lengua extranjera. Idioma extinguido que revive un momento al ser cortado en pedacitos por tu lengua-tijera. De otra parte, imágenes desconocidas. Seguirás viendo algunos objetos; no podrás ver las letras de los libros ni lo que escribes. Lo que no te impedirá la capacidad de copiar; hasta de imitar las letras de una escritura extraña, sin que entiendas por ello su sentido. Escribo, dirás, como si tuviera los ojos cerrados aunque sé que los tengo bien abiertos. Será para ti una hermosa experiencia. La última. Si te sientes muy aburrido, podrás jugar al dominó o a las cartas con Patiño; incluso ganarle todas las veces que quieras.
Escúchame, Sultán…
Entiendo, entiendo; no tiene necesidad de decirme nada, ex supremo. Todo lo tuyo me resulta sumamente claro. Quieres escribir. Hazlo. Te sobra aún un poco de eso que los humanos llamamos tiempo. Tu mano seguirá escribiendo hasta el fin y aun después del fin, aunque ahora digas: Sé bien cómo se ha de escribir la palabra, mas cuando quiero escribir con la mano derecha no sé cómo hacerlo. Nada más simple. Quien no puede escribir ya con la mano derecha puede hacerlo con la izquierda; quien no puede hacerlo con la mano puede hacerlo con los pies. Aun con el brazo derecho paralizado, la pierna izquierda hinchándose cada vez más, puedes seguir escribiendo. No importa que no veas lo que escribes. No importa que no lo entiendas. Escribe. Sigue el hilo conductor sobre el laberinto horizontal-vertical de los folios, en nada parecido a las circunvoluciones de tus latomías subterráneas. Tu habla es tan obscura que parece salir de esas mazmorras.
¡Escúchame, Sultán!…
Prueba de las rememoraciones. Te aclaro con un ejemplo. Si hubieras vivido en la edad en que se inventaron aparatos de reproducción cinética visual, verbal, no habrías tenido dificultad. Podrías haber impreso estos apuntes, el discurso de tu memoria, lo copiado a otros autores, en una placa de cuarzo, en una cinta imantada, en un hilo de células fotoeléctricas del grosor de un diezmilésimo de un pelo, y olvidarlo allí por completo. Luego, por un movimiento casual de la máquina, lo hubieras oído de nuevo y reconocido como propio por ciertas propiedades. Lo hubieses continuado tú, u otro cualquiera; la cadena no se habría interrumpido. Pero ese futuro de máquinas y aparatos no ha retrocedido aún a este país salvaje, que amas y odias; por el que vives y vas a morir.
Lo escrito en el Libro de Memorias tiene que ser leído primero; es decir, tiene que evocar todos los sonidos correspondientes a la memoria de la palabra, y estos sonidos tienen que evocar el sentido que no está en las palabras, sino que fue unido a ellas por movimiento y figura de la mente en un instante determinado, cuando se vio la palabra por la cosa y se entendió la cosa por la palabra. Symptomale, dirías tú. Lectura sintomática.
Esa segunda lectura, con un movimiento al revés revela lo que está velado en el propio texto, leído primero y escrito después. Dos textos de los cuales la ausencia del primero es necesariamente la presencia del segundo. Porque lo que escribes ahora ya está contenido, anticipado en el texto leíble, la parte de su propio lado invisible.
Continúa escribiendo. Por lo demás no tiene ninguna importancia. En resumidas cuentas lo que en el ser humano hay de prodigioso, de temible, de desconocido, no se ha puesto hasta ahora en palabras o en libros, ni se pondrá jamás. Por lo menos mientras no desaparezca la maldición del lenguaje como se evaporan las maldiciones irregulares. Escribe pues. Sepúltate en las letras.
¡Sultán, espérate! ¡Aguarda un momento!…
Ha vuelto a tumbarse. Se esfuma poco a poco. Furtividad zumbona. Nada más que el mondo cráneo a flor de tierra. Tam bién se hunde. Desaparece.
Mucha fatiga. Sólo por haber hecho largas palabras con la disparatada sombra de un perro.
Cinco veces cada cien años hay un mes, el más corto del año, en que la luna prevarica. El que pasó, un febrero sin luna. Luego, la tormenta de agosto; la misma que me volteó del caballo la tarde del último paseo. En medio de la lluvia, tumbado de espaldas, pugné desesperadamente por zafarme de la succión del barro. La lluvia tiroteándome la cara. No una lluvia cayendo desde arriba como suele. Chaparrón más que sólido, fuerte, gélido. Gotas de plomo derretido, ardiendo a la vez que helado. Diluvio de gotas disparadas en todas direcciones. Goterones de fuego y escarcha, haciéndome sonar los huesos, provocándome arcadas. Bajo el aguacero, el zaino teñido de súbitos blancos por los relámpagos arrancó de nuevo impávido su marcha. A horcajadas, la capa revolando al viento, erguido como siempre, ÉL, alejándome de espaldas y al mismo tiempo caído en el lodazal, vomitando, arrastrándome, gritando órdenes, súplicas, gañidos de perro apaleado, aplastado por el bloque de agua. Luego de luchar con más ardor y heroísmo que el más testarudo cascarudo, logré volverme de bruces, y continué peleando a brazo partido en el tembladeral. Al fin pude incorporarme pesado de barro y desesperanza. Vagué toda la noche por la ciudad, apoyado en una rama cogida al azar. No me atreví a merodear las proximidades de la Casa de Gobierno por temor a mis propios guardianes. Erré por los lugares más desiertos, dando vueltas y vueltas de ciego que me volvían siempre al mismo callejón sin salida, a la misma encrucijada. Vagabundo, el Supremo Mendigo, el único Gran Limosnero. Solo. Llevando a cuestas mi desierta persona. Solo sin familia, sin hogar, en país extraño. Solo. Nacido viejo, sintiendo que no podía morir más. Condenado a desvivir hasta el último suspiro. Solo. Sin familia. Solo, viejo, enfermo, sin familia, sin siquiera un perro a quien volver los ojos. ¡Vamos hideputa! Continúas gañendo como un perro. Si ya no eres más que una sombra, aprende por lo menos a comportarte como un hombre. La lluvia había amainado por completo. Completa obscuridad. Silencio completo en el callejón. Entonces me dije: La única salida del callejón sin salida, el propio callejón. Seguí andando apoyado en la rama. Me enfrentó una patrulla: ¡Alto! ¡Quién viveee! ¡Nadieee!, respondí sin que saliera la voz. ¡Santo y señaaa!, reclamaron entre el restallar de los cerrojos. ¡ La Patria! hice resonar mi voz dentro de esos cuerpos empapados de lluvia y patriotismo. ¡Dónde vive!, insistió el cabo. ¡Domicilio incierto!, dije. ¿Cómo se anima a salir a estas horas al descampado, viejo picaro? Me perdí en la tormenta, mis hijos. ¿No sabe que está prohibido salir después del toque de queda? Sí, sí. Yo mismo he dado la orden. No entendieron. Me insultaron. Sí, sí, mis hijos, sé muy bien que no se puede salir después del toque de queda. Pero a mí ya no me queda el toque. Este viejo está loco o borracho, dijo el cabo. Déjenlo ir. ¡Vayase, viejo, a dormir la mona en cualquier zaguán, si no tiene casa! ¡Cuidado que lo volvamos encontrar por ahí!
Me dirigí hacia una luz temblorosa que apareció al extremo de la callejuela. No era aún la del alba. Reconocí k pulpería de Orrego, que estaba abriendo la puerta. Dudé entre entrar y no entrar. Al fin me decidí. Qué va a reconocerme en este estado. Los espías son muy idiotas. Pedí con señas un vaso de aguardiente. ¡La pucha, compadre, que se ha venido usté como perro meado! ¡La lluvia le ha enmohecido hasta los cuernos, jefecito! Trató de dar manija a la charla. Hice un corte de manga a la altura del gañote. ¡Cierto, compadre, vos tenes cara de no tener voz! Le arrojé un cuarto de carlos cuarto, que cayó al piso entre las bolsas y las cajones. Trasero al aire, se puso a buscarlo de rodillas. ¡Dónde cojones se habrá metido la puta macuquina! Salí oyendo los insultos del espía al monarca derrotado en Trafalgar, convertido en un cuartillo de moneda.
A la tarde siguiente, desde la azotea del Cuartel del Hospital por el catalejo encañonado hacia el Chaco, vi avanzar una nube de extraña forma. Atacada por remolinos y escalofríos de rompiente.
¡Otra tormenta!, replicó la imaginación en los huesos. ¡Langosta! Pensé en la doble cosecha del año perdida, maloqueada por la plaga. De nuevo todo el país en pie de guerra. Matracas, tambores, gritos de batalla atronando el aire de un confín al otro. La nube se inmovilizó en el horizonte. Pareció retroceder. Perderse. Desaparecer entre los reflejos de la puesta de sol. Cosas del ante-ojo, del antojo. Fenómeno de refracción, a saber cómo y qué. Cuando me di cuenta estaba cayendo una manga de golondrinas que volaban a la deriva, enloquecidamente. Ciegas las aves. Los balazos del agua de la tormenta les habían reventado los ojos. Yo pude salvarme porque al caer del caballo me había puesto el bicornio sobre la cara. No bastó. Me saqué la placa de acero que llevaba al pecho bajo la ropa. Aguanté los tiros de plomo derretido y helado; las golondrinas, no. Se traían su verano desde el norte. El Diluvio les salió al paso. Les cortó el negocio. La azotea se llenó en seguida de esas avecitas desojadas que me miraban a través de las gotas de sangre en sus cuencas vacías. Aleteaban un instante y rodaban muertas. Salí de ahí a zancadas sobre el crujipío de los huesecitos, tal como se camina sobre una parvada de alfalfa seca. Deduje que la tormenta se había extendido muy lejos. Todo esa volatería llegaba desde los confines del país a morir a mis pies.