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¿Qué pasa con la investigación del pasquín catedralicio? ¿Has encontrado la Letra? No, Excelencia, hasta ahora hemos tenido demasiado poca suerte. Ni la punta de un pelo en toda la papelada del Archivo, y eso que se ha revisado hasta el último pelo de foja y folio. No busques más. Ya no tiene importancia. Quería agregar nomás con su permiso, Excelencia, que capaz que no encontró al culpable en los legajos y expedientes del Archivo, porque la mayor parte de los firmantes de esas papeladas ya están muertos o presos, lo que es más o menos lo mismo. A los escribientes los he mandado por las dudas con fuerte custodia a repoblar el penal del Tevegó. Así matamos dos pájaros de un tiro, pensé; mejor dicho, avanzamos en la prevención de dos males; evitar por una parte que estos malandrines continúen ayudando a la guerrilla pasquinera. Por otra parte, acabar con la brujería del Tevegó, y se me antoja que la única manera es como quien dice dar nueva vida al penal poniendo otra vez allá prisioneros en lugar de los que se evaporaron en piedra. Porque esta mañana, al venir hacia el Palacio, Excelencia, he sido testigo otra vez de un suceso muy extraño. ¿Qué, bribón, vas a empezar de nuevo con uno de tus cuentos cherezados para hacerme perder tiempo y demorar tu condena? No, Excelentísimo Señor: ¡Dios me libre de petardearle inútilmente la paciencia con habladurías y díceres! Te he dicho que no se dice díceres, sino decires. El vocablo proviene del latín dicere, pero en nuestro idioma se dice al revés. Sí, señor, así lo haré en lo sucesivo. Resulta ser que ha sucedido una cosa que no tiene laya y que nunca se ha visto antes. Larga el rollo de una vez. Empiezo, Señor, y que Dios y Vuecencia me ayuden. La cosa no es simple. No sé ni por dónde empezar. Empieza; así sabrás al menos por dónde terminar.

La vez que Su Excelencia cayó del caballo durante la tormenta, y ya camina el tiempo a un mes de aquel maligno día, sucedió que mientras Vuecencia estuvo internado en el Cuartel del Hospital, entraron en la ciudad dos hombres, una mujer y una criatura. Venían al parecer en busca de limosna. Eso dijeron cuando se les tomó declaración. Lo que ya resultaba extraño, puesto que en nuestro país no hay más mendigos, pordioseros ni limosneros desde que Su Excelencia tomó las riendas del Supremo Gobierno. ¿De dónde vienen?, fue lo primero que les pregunté. En seguida recordé que Vuecencia suele decir cuando habla de que todas las cosas se retiran hacia su figura. Pero de esa cosa o gente que yo veía allí no recordaba ninguna figura conocida. ¿De dónde vienen?, volví a preguntarles algo boleado por la hediondez que salía de ellos. No supieron o no quisieron decirlo. Únicamente hamacaban la cabeza, con movimientos de sordomudos. ¿Eran mudos? ¿No eran mudos? ¿Eran sordos? ¿No eran sordos? Por las dudas les pregunté: ¿No son ustedes por un casual del Tevegó? Se quedaron callados. Uno de ellos, el que después agarró y dijo ser el padre, empezó a rascarse con ganas todo el cuerpo. Ustedes saben que pedir limosna está castigado con la pena de veinticinco azotes. No sabemos, señor, contestó el hombre que después agarró y dijo ser el tío. No tenemos nada, garganteó la mujer que después agarró y dijo ser la tía de la criatura, y señalándola: No tenemos más que esto para ganarnos la vida, porque lo que tenemos es hambre y hace tres días que no comemos ni un triste pedazo de mandioca. Nadie quiere darnos nada. Se asustan, nos cierran las puertas, corren de nosotros, nos echan los perros, nos tiran piedras los grandes y los chicos, como si tuviéramos el mal-de-san-lázaro, o más que eso, un mal mucho más mal, señor.

Al principio pensé que estaban queriendo engañar a la autoridad. La criatura parecía en todo de forma ordinaria. Se sostenía sobre los dos pies muy chotos, las piernas muy arqueadas. Pero andaba como las demás criaturas de su edad. Cabellos albinos, de tan blancos casi no se veían al sol. Los ojos sin vista, al parecer, aunque la vista no nació antes que los ojos. Pero que veían era seguro porque cuando la tía-machú se inclinaba para calmar los llantitos de la criatura, ésta se le prendía a la teta. Llévenlos, ordené a los soldados, y remédienlos en la guardia.

La criatura se echó al suelo y empezó a gatear, a lloriquear con una voz muy usada, muy vieja, que no parecía de criatura sino de una iguana asustada o de cualquier otro animal de los montes. Me acerqué, le puse en la boca mi mascada de tabaco. Lo probó un poco y lo tiró escupiendo el jugo negro. ¡Nákore!, dijo. Siguió llorando cada vez mas fuerte y grueso. La tía-machú se arrodilló y le dio de mamar otra vez. ¿Qué edad tiene?, pregunté. Va a cerrar dos años, cabal-eté, el próximo cumpleaños de nuestro Karaí Guasú, dijo el padre. Nació el mismo día de los Tres Reyes, dijo el tío.

Vino un guardia. Quiso levantarla en brazos. No pudo. Pesa más que una piedra de cinco arrobas, dijo queriendo recoger la gorra que se le había caído sobre la cabeza de la criatura. Tiró de la gorra con todas sus fuerzas y no pudo arrancarla. Vino otro guardia y tampoco pudo levantarla. Pesa como diez arrobas, dijo. Entre los cinco guardias no pudieron alzar a la criatura, que ahora gritaba y se lamentaba por dos. En los tironazos los guardias le arrancaron los andrajos de ropa. Entonces vimos de golpe la laya de esa criatura. Bajo la tetilla estaba pegada a otro muchachito, sin cabeza, que tenía cerrado el conducto trasero. El resto del cuerpo, cabal. Únicamente un brazo más corto que el otro. Se le quebró al nacer, dijo la tía desde el suelo. Las dos criaturas estaban unidas frente a frente, como si el muchachuelo más pequeño quisiera abrazar a la niña más grandecita. La juntura que los prendía uno en un par tendría menos de un jeme, de modo que levantada la criatura imperfecta se hubiera visto el ombligo de la otra. Los brazos, muslos y piernas, que no estaban pegados, colgaban de la niña como hasta la mitad de su altor.

La tía nos dijo que la criatura sin órganos hacía sus necesidades por los conductos de la niña y así los dos se alimentaban y vivían de lo mismo. Cuando les pregunté dónde estaba la madre, dijeron que no sabían. El padre sólo atinó a contar vagamente que el día que nació la doble criatura, la madre había desaparecido. Mejor dicho, dijo rectificándose en la declaración, cuando volví de la chacra al anochecer, la doble criatura estaba allí pero la madre había desaparecido. Con mi hermano y mi hermana, que sigue dando de mamar a los dos sin que nunca se le acabe la leche, fuimos a ver a un curandero de Lambaré, el Payé payaguá que cría chanchos de monte. Él nos dijo que viniéramos a ver a nuestro Karaí Guasú, porque en algún tiempo y lugar estos mellizos contra natura iban a ser adivinos y podían resultar útiles al Supremo Gobierno adelantándole favorables pronósticos para mantener la unión de sus leyes y las diversas partes de nuestro Estado.

Seguí creyendo que lúnico que querían era salvarse de los azotes que correspondían a los pordioseros. Capaz que gente enseñada por los pasquineros o por los de las veinte doradas para joder la paciencia. Ustedes creen, les dije, que aunque sea cierto el embuste y las criaturas acollaradas llegaran a ser los mejores adivinos del mundo, nuestro Supremo Dictador va a querer pordiosear los pronósticos, maravillas o adivinanzas de estos mellizos contra natura. Les dije que usted, Señor, estaba contra todas las brujerías, restos de la influencia de los Paí sobre la ignorancia de la gente.

El padre, el tío y la tía-nodriza no dijeron más nada. No demostraron ningún susto, ninguna aflicción. ¡Al cepo y veinticinco azotes a cada uno!, grité a los guardias. La doble criatura también dejó de lloriquear. La tía la levantó sin esfuerzo, la puso a caballo en una de sus caderas y siguió a los guardias que se llevaban a los hombres. Por el camino sacó la gorra de la cabeza de la chica y la devolvió al guardia. Ordené al sargento que, una vez aplicado el castigo, los guardaran en el cepo y los tuvieran ahí hasta cuando Vuecencia se restableciera y ordenara lo que había que hacer con ellos.

Yo estaba tomando mate en mi casa la mañana del día siguiente, cuando apareció el sargento con cara de otro. Hablando racheado, todavía dentro del susto disfrazado de coraje que un soldado siempre debe tener aunque ya esté muerto, me contó lo sucedido. Susto es mal consejero. ¿Sabe lo que pasó, señor Patiño? Si no hablas como sordomudo tal vez algún día lo sepa, le dije. ¿Qué ha pasado, sargento? Los dos hombres y la mujer fueron desnudados para el castigo, señor secretario del Gobierno. Los tres no presentaban rastros de sus partes de macho o hembra. Nada. Sólo tres agujeros por donde orinaban continuamente. Los látigos se pudrían tras tocar esos cuerpos húmedos. Tuvimos que cambiar hasta cinco veces los látigos más duros trenzados en verga de toro. Los indios no quisieron seguir pegando. Mandé poner a los reos en el cepo. También a los mellizos. Esta madrugada ya no estaban. No había más que un charco de orina en el calabozo de los infractores. Las garganteras de los cepos estaban negras, quemadas. Calientes todavía. Es algo que quería contar a Vuecencia. Yo querría entender estas cosas sin segundo, pero únicamente usted, Señor, podría comprehender el suceso sucedido con su entendimiento y sabiduría. Tal vez lo que nosotros, ignorantes, llamamos monstruos como aquellos otros del Tevegó, no son monstruos a sus ojos. Capaz que estos seres de carne y hueso no son más que figuras de un mundo desconocido para el hombre común; obras perdidas de algún mundo anterior al nuestro; cosas contadas en libros perdidos para nosotros. Capaz que se relacionan con algunos otros seres sin nombre, pero que existen y son más poderosos que el cristiano. Nunca sabrás lo que es suficiente, si primero no sabes lo que es más que suficiente, me suele usted decir, Señor, cuando hago burradas.

Leí toda la Biblia buscando un hecho igual para encontrar comparancia. Isaías me dijo que ninguna obra, ningún libro de valor se había perdido en este mundo ni en los otros. Pregunté al profeta Ezequiel por qué comió excremento y permaneció tanto tiempo yaciendo sobre su costado derecho y también sobre el izquierdo. Me respondió: El deseo de elevar a los demás hasta la percepción de lo infinito. No sé qué quieren decir estas dos palabras.

Yo sé que lo que cuento lo estoy contando mal, Señor. Pero no es para hacerle perder tiempo ni por disfrazar mi pensamiento. Ni vaya a pensar esto. Lo que pasa es que no sé contarlo de otra manera. Usted mismo, Señor, dice que los hechos no son narrables, y usted sin embargo es capaz de pensar el pensamiento de los otros como si fuera suyo, aunque sea el pensamiento de un hombre ignorante como yo.

Tengo mi reverencia, Supremo Señor, mi respeto firme, firmado. Usted gasta su tiempo y paciencia en oírme. Lo que mucho agradezco es su fineza de atención. Hasta ha cerrado los ojos para oírme mejor. Yo envidio su instrucción; lo que yo más envidio es su inteligencia, su ciencia, su experiencia. Muchas de las cosas que usted dice por lo alto, yo no lo entiendo por lo bajo, aunque sé sin saber que son la verdad misma. Usted es más que bueno, muy bondadoso demasiado, en escuchar mis idioteces, las idiolatrías que me salen por la boca nada más que porque la tengo agujereada y usted me escucha con paciencia de santo.