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– Ven conmigo, pequeño bastardo.

Lo arrastró a la parte delantera de la casa y lo arrojó como un saco vacío a los pies de Bryan Jeffereau, que se quedó boquiabierto, con un par de tijeras de jardín abiertas en la mano.

– ¡Ten, Bryan, coge a este degenerado y marchaos ahora mismo de mi casa! ¡Y agradece que no lo acuse de intento de violación!

La furia de Nathan Parker no admitía réplicas, y Jeffereau lo sabía. Recogió en silencio a su hijo, a sus hombres y sus herramientas y se marchó.

Helena nunca más volvió a ver a Andrés Jeffereau.

Poco después comenzaron las «atenciones» de Nathan Parker hacia su hija.

Ahora, Helena atravesó la alcoba que se abría al pequeño balcón. Sobre la mitad de la cama caía un rayo de luz. Interpretó como un buen augurio que la parte soleada fuera aquella donde había dormido Frank, la única persona en el mundo a quien había tenido el valor de confesar su vergüenza.

Salió de la habitación y bajó a la planta inferior.

La evocación feliz de los pocos momentos pasados con Frank no bastaba para anular sus recuerdos, tan lejanos en el tiempo todavía tan hirientes, como si todo hubiera sucedido el día anterior

«No son muchas las muchachas que han perdido la virginidad a manos del propio padre -se dijo-. Espero que no seamos muchas; y me gustaría, por el bien del mundo, ser la única, aunque estoy segura de que no es así…»

El mundo estaba lleno de hombres como Nathan Parker, no lo dudaba. Y tampoco dudaba que el mundo estaba lleno de mujeres como ella, pobres muchachas asustadas que habían llorado lágrimas de humillación y asco en una cama con las sábanas sucias de sangre y del mismo semen que las había engendrado.

Su odio no tenía límites. Por el padre y por ella, por no haber logrado rebelarse cuando debió hacerlo. Ahora tenía la justificación de Stuart, el hijo al que amaba tanto como odiaba a su padre. El hijo por el que en una época habría pagado cualquier cosa con tal de perderlo, y al que ahora no quería perder a ningún precio. Ahora estaba él; pero antes, ¿quién estaba? Por mucho que se esforzara, no conseguía encontrar ninguna coartada a su debilidad frente a la violencia del padre.

A veces se preguntaba si en su interior no habría, adherido a su mente como un cáncer, un amor tan enfermizo como el de Nathan Parker. Quizá continuaba sufriendo esa tortura porque era su hija y por sus venas corría la misma sangre y la misma perversión de ese hombre. Se lo había preguntado muchas veces.

Aun así, solo una cosa la había salvado de enloquecer. Saber que nunca, ni una sola vez, lo que había tenido que soportar le había gustado.

Hanneke debió de sospechar algo, aunque Helena nunca lo sabría con certeza. Tal vez lo que ocurrió después solo fue producto de un fuego que ardía bajo su apariencia glacial y formal, un fuego del que nadie, quizá ni siquiera ella misma, se había dado cuenta nunca.

De un modo banal y prosaico, dejando una carta de la que Helena se enteró solo muchos años después, la alemana huyó con un maestro de equitación que frecuentaba la casa; abandonó sin añoranzas al marido y a las niñas. Y, desde luego, se llevó una considerable suma de dinero.

El general Parker tuvo en cuenta solo una cosa: la discreción con quesucedió todo. Hanneke sería una furcia, aunque con clase, pero estúpida. Si hubiera humillado públicamente a su marido, las consecuencias habrían sido dramáticas. Él la hubiera seguido hasta el fin de los tiempos y del mundo, hasta consumar su venganza.

Con toda probabilidad la carta, que Helena no había leído nunca, tenía esa finalidad: si la mujer sabía o sospechaba el comportamiento de su marido hacia Helena, debió de proponerle un acuerdo. Su libertad y su silencio a cambio de la misma libertad y el mismo silencio. El pacto fue tácitamente aceptado. Con el tiempo, y abogados de por medio, llegaron a un divorcio que puso las cosas en su lugar.

Nadie, como solía decirse, había salido perjudicado.

Ciertamente en nada salió perjudicado Nathan Parker, cuya indiferencia hacia su mujer era total en los últimos tiempos, así como su poder sobre Helena. Y menos aún salió perjudicada Hanneke, que ahora disfrutaba de dinero, de amantes y viajaba por el mundo.

Quedaban dos muchachas, como rehenes del destino, para pagar errores que no habían cometido. Arijane, poco después de alcanzar la mayoría de edad, se fue de casa y, tras vagabundear un tiempo, terminó viviendo en Boston. Sus conflictos con el padre se habían multiplicado en progresión geométrica a medida que crecía. Helena vivía, por un lado, aterrorizada de que le sucediera lo mismo que a ella. A veces espiaba el rostro de su padre mientras hablaba con Arijane para ver si en sus ojos se encendía esa luz que había aprendido a reconocer y a temer. Por otro lado -y se había maldecido por ello-, rogaba que sucediera, para no oír más los pasos del padre al acercarse a su alcoba en plena noche, para no sentir su mano que levantaba la sábana y el peso de su cuerpo en la cama, para no sentir…

Cerró los ojos y se estremeció. Ahora que había conocido a Frank y sabía cuál era el verdadero mensaje que dos personas podían intercambiar con una relación física, era plenamente consciente del horror y la repugnancia que había vivido durante todos aquellos años.

Frank era el segundo hombre de su vida con el que se había acostado, y el primero con el que había hecho el amor.

En la planta baja, la casa estaba llena de luz. En ningún lugar de mundo había una luz semejante. En alguna parte, en esa ciudad; Frank estaba viendo la misma luz, y quizá estaba sintiendo el mismo vacío. Era como si una máquina le aspirara el aire y la piel se adhiriera con ferocidad a los huesos, en una tentativa antinatural de implosión. Y todo eso mientras en ella comenzaba a actuar una fuerza exactamente opuesta, el deseo desenfrenado de hacer estallar todo lo que llevaba dentro.

Helena atravesó el pasillo que llevaba a la puerta del jardín. Pasó ante la habitación en la que Mosse había encerrado los teléfonos. Se detuvo. Justo en la puerta ante la que se hallaba ahora, ella y Frank habían intercambiado una larga mirada la noche en que habían arrestado a Ryan. Ella, exactamente en ese momento, lo había entendido. ¿Tal vez a él le había sucedido lo mismo? En sus ojos no había habido ninguna señal de emoción, pero Helena, con esa intuición que solo las mujeres tienen, estaba segura de que ese había sido el momento exacto en que había comenzado todo entre ambos.

Deseaba más que cualquier otra cosa que él estuviera allí, para poder preguntárselo.

Luego sacó del bolsillo el móvil que le había dado Frank la segunda noche, cuando había tenido que marcharse para ir a comunicarle a Céline la muerte de su amigo, el comisario. Reflexionó sobre su extraña situación, que le imponía guardar como un secreto precioso lo que el mundo entero consideraba ya un objeto de uso corriente.

Probó llamar al número de Frank, que él había grabado en la memoria. Una voz automática le anunció que el móvil del abonado estaba apagado y le aconsejó probar más tarde.

«No, te lo ruego, Frank, no me rehúyas justo ahora. No sé cuánto tiempo me queda. Muero de solo pensar en no poder verte; al menos quiero hablarte…»

Pulsó otro botón, que correspondía al número de la central de policía. Le respondió la voz del operador.

– Süreté Publique, bonjour.

– ¿Habla usted inglés? -preguntó Helena con cierto temor.

– Pues claro, madame. ¿En qué puedo ayudarla?

Dio la respuesta en inglés, pero dijo la palabra «madame» en francés. Noblesse obligue. Helena soltó un suspiro de alivio. Salvada de hacer acrobacias en un idioma que no dominaba. Hanneke les había enseñado -o, mejor dicho, impuesto- alemán a ella y a Arijane, pero sentía horror por el francés, que definía como un idioma de homosexuales.

– Querría hablar con el agente Frank Ottobre, por favor…

– Un instante, madame. ¿A quién debo anunciar?