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«Yo mato…»

Frank se mordió el interior de la mejilla hasta que el dolor fue insoportable. Sintió en la boca el sabor dulzón de su sangre. Allí estaba lo que Jean-Loup le había anunciado durante la brevísima llamada del día anterior. No habría más indicios, pero sí cadáveres. Ahora, ese pobre ser humano que yacía en el maletero de un coche era la confirmación de que la guerra continuaba y de que también esta nueva batalla se había perdido. Aparcando el coche justo allí, ante la central de policía, con su macabra carga, Ninguno se burlaba, por enésima vez, de todos sus esfuerzos. Frank recordó la voz de Jean-Loup, al fin libre, sin distorsiones, contra un fondo de ruido de tráfico. Había llamado desde un móvil con tarjeta, comprado para la ocasión en cualquier tienda de electrónica de segunda Después había abandonado el aparato en un banco. Al pasar por allí, el muchachito al que habían detenido lo había encontrado y mientras llamaba al hermano mayor para contarle lo que tenía en la mano, la policía lo había localizado. El pequeño no había visto a la persona que había abandonado el móvil, y el aparato no tenía más huellas que las suyas.

Frank volvió a mirar el cuerpo acurrucado en el maletero. Por mucho que se esforzara, no conseguía imaginar cuál sería la reacción de los medios esta vez. Sería una hazaña encontrar las palabras adecuadas para referirse al nuevo crimen.

Las reacciones de Durand y Roncaille, francamente, le importaban un bledo. Y también su destino. Solo deseaba que no lo retiraran de la investigación antes de haber podido capturar a Ninguno.

– ¿Sabemos quién es este desdichado?

Morelli, que estaba del otro lado del coche, dio la vuelta y se detuvo a su lado.

– No, Frank. No llevaba documentos encima. Nada de nada.

– Sin duda lo descubriremos pronto. Por la piel se ve que era joven. Si este hijo puta ha seguido sus esquemas habituales, será un tío conocido, de unos treinta o treinta y cinco años, y bien parecido. Un pobre tipo cuya única culpa ha sido la de estar en el lugar equivocado. Y con el hombre equivocado. Dentro de poco seguramente aparecerá alguien, denunciará la desaparición y entonces sabremos quién es. Tratemos de descubrirlo antes de que suceda…

Se aproximó un agente.

– Inspector…

– ¿Qué hay, Bertrand?

– Una idea. Tal vez sea una estupidez, pero…

– Dila de todos modos.

– El calzado, inspector.

– ¿Qué tiene que ver el calzado?

El agente se encogió de hombros.

– Es calzado náutico. Lo sé porque yo también lo uso.

– Hay montones de zapatos así, y no creo…

Frank, que comenzaba a entender adónde intentaba llegar el agente, interrumpió a Morelli.

– Déjale terminar, Claude. Sigue adelante, Bertrand.

– Sí, pero en este caso, además de la marca del fabricante, hay también el logo de una marca de cigarrillos. Podría ser el nombre de un patrocinador. Y dado que estos días…

De golpe Frank recordó la regata. Puso las manos en los hombros del agente.

– … Dado que estos días se corre la Grand Mistral, o como se llame, podría tratarse de alguien relacionado con ese acontecimiento. Bravo, muchacho, buen trabajo.

Frank hizo este comentario en voz lo bastante alta para que lo oyeran los otros agentes. Bertrand se volvió hacia sus compañeros como si fuera el marinero de Cristóbal Colón que había gritado «¡Tierra, tierra!».

Frank llevó aparte a Morelli.

– Claude, el razonamiento de Bertrand me parece verosímil. Por otro lado, es la única pista que tenemos. Hagamos averiguaciones en esa dirección. Ya nos hemos jugado todo lo que podíamos jugarnos. A estas alturas, no tenemos nada que perder.

El furgón azul de la brigada científica apareció de repente por la calle Raymond. Un agente se apresuró a retirar las vallas y abrirle paso.

Frank indicó el furgón con la cabeza.

– No creo que haga falta decírtelo, pero recuérdales a los de la científica que necesitamos enseguida las huellas digitales del muerto. En el estado en que se encuentra, es el único modo de identificarlo. Es muy probable que no podamos encontrar a su dentista, de momento…

La cara de Morelli mostraba duda y cansancio. Después de todos aquellos crímenes, no resultaba fácil soportar los golpes sin tambalearse. Frank le dejó dando instrucciones a los técnicos que bajaban del furgón y subió a su despacho. De nuevo pensó en Helena. Volvió a oír su voz en el teléfono, asustada y sin embargo muy segura cuando le dijo que lo amaba.

También allí, otro fracaso.

A pocos kilómetros lo esperaba una mujer que podía ser su salvación y para la cual él podía ser su única esperanza. Tenía el mundo al alcance de la mano, pero dos hombres le obstruían el camino.

Por un lado, Ninguno, cuya furia homicida le empujaba a matar a personas inocentes hasta que alguien le detuviera. Por el otro, el general Parker, cuya aberración le empujaba a matar todo lo bueno que encontraba en su camino, hasta que alguien hiciera lo mismo con él.

Y Frank quería ser ese alguien.

No creía que tuviera otras deudas. Ser policía significaba eso, en última instancia. Las verdaderas motivaciones yacían ocultas en una caja fuerte interior que cada uno abría únicamente si quería.

Durand, Roncaille, el ministro del Interior, el príncipe y también el presidente de Estados Unidos podían pensar lo que quisieran. Frank se sentía un simple peón, muy lejos de las salas donde se diseñaban los proyectos. Era él quien se encontraba delante de los muros que había que demoler y reconstruir, entre el polvo del cemento y el olor de la argamasa. Era él quien se veía obligado a mirar cuerpos mutilados y desollados, en medio del olor acre de la pólvora y la sangre. No pretendía escribir páginas inmortales; solo deseaba redactar un informe que explicara cómo y por qué había mandado a la cárcel al responsable de aquellos asesinatos.

Después se ocuparía de Parker. Ninguno, en su delirio, le había enseñado algo. A ser implacable mientras perseguía sus propios fines. Y exactamente así sería él al enfrentarse con el general. Actuaría con una ferocidad de la que el propio Parker, un maestro de la crueldad, se asustaría.

Ya en su despacho, se sentó al escritorio y marcó el número del móvil que le había dado a Helena. Estaba apagado. Quizá ya no estaba sola y no quería correr el riesgo de que el aparato comenzara a sonar y delatara su secreto. La imaginó en la casa, con Stuart como único consuelo entre sus carceleros, Nathan Parker y Ryan Mosse.

Se quedó reflexionando durante un cuarto de hora, con las manos detrás de la nuca y los ojos fijos en el techo. Adondequiera que lo llevara su mente, encontraba una puerta cerrada.

Sin embargo, presentía que la solución estaba cerca, en la palma de la mano. Sobre el esfuerzo de sus hombres no tenía dudas, ni sobre su capacidad. Cada uno de los que participaban en la investigación tenía un historial que daba fe de ello. Faltaba solo una pequeña ayuda de la suerte, que sin embargo es un importante componente del éxito. Era irónico que esa constante falta de suerte se manifestara allí, en el principado de Monaco, una ciudad llena de casinos grandes y pequeños en cada una de cuyas máquinas tragaperras estaba escrito «Winning is easy», ganar es fácil. Frank habría querido meterse delante de una de esas máquinas e introducir la suma necesaria para hacer girar la rueda hasta que en las tres líneas apareciera, en vez de un triple bar, la indicación del lugar donde se escondía Jean-Loup Verdier.

Se abrió la puerta y entró Morelli, tan nervioso que olvidó llamar.

– Frank, un pequeño golpe de suerte.

«Hablando del rey de Roma… Esperemos que sea él.»

– Dime.

– Han venido un par de personas a hacer una denuncia. O, más bien, a dar parte de su inquietud…

– ¿Es decir…?