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– Un miembro de la tripulación del Try for the Sun, un velero que participa en la Grand Mistral, ha desaparecido.

Frank descruzó las manos detrás de la nuca y se inclinó hacia delante, esperando que continuara. Morelli prosiguió, sabiendo que había captado toda su atención.

– Anoche tenía una cita con una joven, en el muelle de Fontvieille. Cuando ella llegó a recogerlo, él no estaba. Esperó un rato y se fue. Por lo visto es una tía terca y esta mañana ha vuelto al barco del patrocinador, donde duerme la tripulación, para decirle a la cara lo que pensaba de él, que a una mujer como ella nadie la trata así, etcétera, etcétera… Ante semejante furia desencadenada, un marinero ha ido a llamarle a su camarote, pero no había nadie. La cama estaba hecha, lo que significa que el hombre no ha dormido allí.

– ¿No es posible que la haya hecho él mismo y que luego haya salido, esta mañana temprano?

– Es posible, pero muy difícil. Los marineros se levantan muy temprano, y seguro que alguien le habría visto. Además, han encontrado sobre la litera la ropa que llevaba puesta anoche, el uniforme oficial del Try for the Sun, prueba de que en algún momento subió a bordo para cambiarse…

– No son elementos concluyentes, pero por si acaso convendría comparar las huellas digitales del cadáver con las que haya en el camarote. Es el medio más seguro.

– Ya lo he ordenado. Le he pedido a un agente que aislé el camarote, y un hombre de la científica ya se dirige hacia Fontvieille.

– ¿Tú qué crees?

– La persona desaparecida corresponde a los parámetros de Ninguno. Un joven guapo, de treinta y tres años, con cierta fama en el mundo de la náutica… Es un estadounidense, un tal Hudson McCormack.

Al oír ese nombre, Frank dio un salto tan violento que Morelli temió que se cayera de la silla.

– ¿Qué nombre has dicho?

– Hudson McCormack. Es un abogado de Nueva York.

Frank se levantó de golpe.

– Sé muy bien quién es, Claude. Es decir, no lo conozco en absoluto, pero es la persona de la que te hablé ayer, el hombre al que quería poner bajo vigilancia.

Morelli metió una mano en el bolsillo posterior del pantalón y sacó el disquete que le había dado Frank el día anterior.

– Mira, aquí tengo el disquete todavía. Ayer no pude ocuparme. Tenía intención de hacerlo hoy…

Frank y Morelli pensaron lo mismo. Ambos sabían lo que significaba haber aplazado aquella medida. Si hubieran puesto a McCormack bajo vigilancia la víspera, tal vez ahora todavía estaría vivo, y Jean-Loup Verdier se encontraría tras las rejas de una prisión. Frank pensó que en aquella historia seguían amontonándose demasiados «si» y demasiados «quizá». Cada una de aquellas palabras era una pesada losa que podía transformarse en remordimientos.

– Vale, Claude. Compruébalo y mantenme al corriente.

Morelli dejó en el escritorio el disquete ya inútil y se retiró. Frank se quedó solo. Cogió el teléfono y llamó a Cooper a su casa en Estados Unidos, haciendo caso omiso de la diferencia horaria. Le respondió la voz de su amigo, sorprendentemente despierto a pesar de la hora.

– Diga.

– Coop, soy Frank. ¿Te he despertado?

– ¿Despertado? Todavía no me he ido a dormir. Acabo de llegar, mi chaqueta todavía se balancea en el perchero. ¿Qué sucede?

– Una locura, Coop; eso es lo que sucede. El hombre que estamos buscando, el asesino en serie, anoche liquidó a Hudson McCormack y lo desolló como a un antílope.

Un instante de silencio. Sin duda Cooper no conseguía creer lo que acababa de oír.

– Santo cielo, Frank, parece que el mundo se ha vuelto loco. También aquí estamos en un caos total. Llegan continuos avisos de atentados terroristas y debemos estar en alerta máxima. Y ayer por la tarde nos cayó encima otra desgracia imprevista: mataron a Osmond Larkin, en la cárcel, a la hora del recreo al aire libre. En una pelea entre presos.

– Bonito golpe.

– Ya. Así que, después de todo el trabajo que hemos hecho, nos hemos quedado sin apenas nada.

– Cada uno padece lo suyo, Coop. Aquí no estamos mejor. Esta mañana hemos encontrado otro cadáver.

– ¿Cuántos van hasta ahora?

– Agárrate fuerte. Diez.

Cooper no estaba al corriente de los últimos acontecimientos. Emitió un silbido mientras Frank le ponía al día del recuento de las víctimas.

– ¡Mierda! ¿Quiere establecer un nuevo récord en el libro Guinness?

– Sí, al parecer. Este hijo puta carga diez asesinatos en la conciencia. El problema es que yo también los cargo en la mía.

– Aguanta, Frank. Si te sirve de consuelo, a mí me ocurre lo mismo.

– No puedo hacer otra cosa en este momento.

Colgó. Pobre Cooper, cada uno con lo suyo. Frank se quedó pensando. Mientras esperaba la confirmación oficial de la desaparición de Hudson McCormack, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta y entrara Roncaille hecho una furia, no sabía qué hacer. Tal vez en ese momento el sobrio Roncaille estaba recibiendo un rapapolvo que a continuación repetiría a sus subalternos.

Cogió del escritorio el disquete, encendió el ordenador y lo deslizó en la unidad. Abrió uno de los dos archivos marcados con la extensión jpg.

En el monitor apareció una foto. La habían hecho en un local público, evidentemente sin que McCormack se diera cuenta. Se le veía en un bar bastante concurrido, uno de los tantos bares de Nueva York largos y estrechos, llenos de espejos para que parezcan más grandes, donde a la hora del almuerzo coinciden los empleados de las oficinas a comer un plato frío y que por la noche cambian la cara y se convierten en lugares donde los solitarios van a buscar compañía. El abogado Hudson McCormack se hallaba sentado a una mesa, hablando con una persona que estaba de espaldas y que llevaba un impermeable con la solapa levantada.

Abrió el otro archivo adjunto. Era un detalle ampliado de la misma foto, algo menos nítida que la anterior.

Frank observó la imagen de un guapo joven estadounidense, con el pelo corto según la moda neoyorquina, vestido con un traje azul muy adecuado para alguien que frecuenta los tribunales.

Con toda probabilidad, aquella era la cara del cadáver sin rostro que habían encontrado poco antes. La cara de un pobre joven que había llegado a Montecarlo con la perspectiva de una regata a mar abierto, sin siquiera imaginar que terminaría su vida en el estrecho espacio del maletero de un coche. Y que el último impermeable que llevaría sería una bolsa para cadáveres…

Frank se quedó mirando la foto. De pronto una idea descabellada se abrió paso en su cerebro, como la punta de un taladro que traspasa una pared demasiado fina.

¿Acaso era posible que…?

Abrió la agenda virtual que había encontrado en el ordenador de Nicolás. Su amigo no era un apasionado de la electrónica, pero hasta ahí llegaba. Esperaba encontrar el número que necesitaba Tecleó el apellido que buscaba y enseguida apareció en la pantalla el número correspondiente, junto al nombre completo y la dirección.

Antes de llamar preguntó a Morelli por el intercomunicador.

– Claude, ¿habéis grabado la llamada que hizo ayer Jean-Loup?

– Por supuesto.

– Necesito una copia, lo antes posible.

– Ya está hecha. Te la hago llegar enseguida.

– Gracias.

«Bien, Morelli.» Lacónico pero eficiente. Mientras marcaba el número de teléfono, Frank se preguntó cómo proseguiría la relación con Barbara, ahora que el inspector ya no frecuentaba la radio. Con ella no se había mostrado nada lacónico, aunque sí tan eficiente como siempre. Sus pensamientos se interrumpieron con la voz que le respondió al otro lado de la línea.

– ¿Diga?

Había tenido suerte. El hombre que había respondido era justo la persona con quien le interesaba hablar.

– Hola, Guillaume. Soy Frank Ottobre.

El muchacho no se sorprendió en absoluto por la llamada. Le respondió como si se hubieran visto por última vez hacía tan solo diez minutos.