– ¿Cómo dice?
– Lo entiendo perfectamente. Hablo de la mujer que se alojaba en la casa. Se trata de ella, ¿verdad? También yo, si hubiera subido hasta aquí con la perspectiva de ver a una mujer como ella y me hubiera encontrado la casa vacía, tendría esa expresión de desilusión. En mis tiempos, cuando era joven, esta casa vio tantas bellas mujeres como para llenar un par de libros…
Frank estaba sobre ascuas. Lo único que quería era librarse de Tavernier y de sus viejos recuerdos y correr al aeropuerto de Niza. Pero el hombre le retuvo cogiéndole de un brazo. Frank se lo habría roto con gusto. En general no soportaba a las personas que imponen un contacto físico, y menos aún en un momento en que oía tañer los segundos que pasaban como si tuviera la cabeza dentro de una campana.
El viejo se salvó de su enfado solo por lo que dijo a continuación:
– Yo sí he disfrutado de la vida, créame usted. No como mi hermano, que vivía en la casa de aquí al lado, esa de allí, la que tiene el techo que asoma por los cipreses.
Adoptó un aire de conspirador, como si le confiara un gran secreto. Algo difícil de creer.
– Es la casa que esa loca de mi cuñada dejó en herencia a un chaval cualquiera solo porque salvó a su perro. Un cuzco que no valía ni el árbol contra el cual levantaba la pata… No sé si habrá oído hablar alguna vez de esa locura. ¿Y sabe usted quién era el chaval?
Frank lo sabía, lo sabía muy bien. Y no tenía ganas ni tiempo de oírselo repetir. Tavernier, ignorando el riesgo que corría, volvió a cogerle del brazo.
– ¡Era un asesino! Un asesino en serie, el que ha matado a todas esas personas en Montecarlo y las ha desollado como si fueran bestias. Fíjese usted a qué clase de tío dejó mi cuñada una casa de tanto valor…
«¡Mientras que tú has alquilado la tuya a un benefactor de la humanidad! Si existiera el premio Nobel a la estupidez, este viejo Idiota lo ganaría todos los años.»
Ignorante de los pensamientos poco halagadores de su interlocutor, Tavernier dejó escapar un suspiro. Llegaba otra oleada de recuerdos.
– ¡Qué mujer! Le hizo la vida imposible a mi pobre hermano, No es que no fuera guapa… Era bonita como un pleno en la ruleta, si me permite usted la comparación, pero igual de peligrosa. Daba ganas de seguir jugando y jugando, no sé si me explico… Mi hermano y yo nos hicimos construir estas casas a mediados de los años sesenta. Casas gemelas, una al lado de la otra, pero nada más. Yo vivía aquí, y ellos, allá. Cada uno con su vida. Siempre he pensado que mi hermano era como un preso: encadenado y siempre a disposición para satisfacer los caprichos de su mujer. ¡Y vaya si tenía caprichos! Piense usted, sin ir más lejos…
Frank se preguntó por qué continuaba allí, escuchando los desvaríos de un ex libertino, en vez de subir al coche y partir a toda pastilla hacia el aeropuerto de Niza. Sin embargo, por un motivo que no lograba explicarse, tenía la impresión de que aquel hombre iba a decir algo importante. Y en efecto Tavernier lo dijo. En medio de la vacuidad de sus soliloquios, dijo algo tan importante que arrojó a Frank a la exaltación… y también al más profundo desaliento, al imaginar de pronto un gran avión que despegaba, con el rostro triste de Helena Parker contemplando por una ventanilla cómo Francia iba desapareciendo allá abajo.
Cerró los ojos. Había palidecido tanto que el viejo aspirante a gentilhombre se preocupó.
– ¿Qué tiene? ¿No se siente usted bien?
Frank volvió a mirarlo.
– No, al contrario. Me siento muy bien. Muy bien.
Tavernier subrayó su duda con la expresión adecuada. Frank le devolvió una sonrisa que el hombre no entendió. El viejo idiota jamás imaginaría que acababa de revelarle dónde se escondía Jean-Loup Verdier.
– Se lo agradezco mucho, señor Tavernier. Hasta pronto.
– Buena suerte, jovencito. Espero que logre alcanzarla… Pero si no, recuerde que el mundo está lleno de mujeres.
Frank le dio la razón con un gesto distraído mientras se alejaba. Había llegado a la verja, cuando Tavernier lo llamó.
– Ah, escuche, joven.
Frank se dio la vuelta con el deseo de mandarlo a cagar. Le contuvo un sentimiento de gratitud, por lo que acababa de revelarle sin saberlo.
– Diga, señor Tavernier.
El viejo esbozó una amplia sonrisa.
– Si por casualidad necesitara una bonita casa en la costa…
Indicó con un gesto triunfal del dedo la casa a su espalda.
– ¡Aquí la tiene!
Sin responder, Frank cruzó la verja. Se quedó de pie junto al coche, con la cabeza inclinada, mirándose los zapatos, uno al lado del otro, sobre la grava. Debía tomar una decisión, y debía tomarla deprisa. Al final decidió hacer lo que le dictaba el sentido del deber, al menos como primera medida. Sin embargo, nada le impedía hacer un intento de apostar a un doble. Sacó el móvil y marcó el número de la policía de Niza. Cuando atendió un agente, le dijo quién era y pidió hablar con el comisario Froben. Poco después se lo pasaron.
– Hola, Frank, ¿cómo estás?
– ¡En fin…! ¿Y tú?
– En fin también yo. Cuéntame.
– Necesito un favor, grande como una casa.
– Lo que quieras, si puedo.
– En el aeropuerto de Niza debería haber unas personas a punto de partir. El general Nathan Parker, su hija Helena y el nieto, Stuart. Con ellos debe de haber otro personaje, un tal capitán Ryan Mosse.
– ¿Ese Ryan Mosse?
– Exacto. Debes detenerlos. No sé de qué modo, no sé con qué excusa, pero debes impedir que se vayan hasta que yo llegue allí. Llevan a Estados Unidos el cuerpo de una de las primeras víctimas de Ninguno, Arijane Parker. Quizá puedas valerte de ese pretexto, algún obstáculo burocrático o algo así… Es cuestión de vida o muerte. Para mí, al menos. ¿Crees que podrás?
– Para ti, eso y más.
– Gracias, hombre. Hablamos luego.
A continuación Frank marcó otro número, el de la central de la Süreté. Pidió hablar con Roncaille. Le pasaron con él casi de inmediato.
– Director, soy Frank Ottobre.
513
Roncaille, que sin duda estaba viviendo los días más penosos de su carrera, le asaltó como un tornado.
– Frank, ¿dónde mierda se había metido?
Semejante vocabulario en boca del jefe de policía no indicaba un simple tornado, sino la tempestad del siglo.
– ¿Aquí está sucediendo de todo y usted desaparece? Le hemos puesto a cargo de una investigación, y en lugar de llegar a algo encontramos más muertos por la calle que pájaros en los árboles. ¿Sabe que de la plantilla actual de la Süreté dentro de poco no quedará nadie en su puesto? Yo, personalmente, tendré suerte si encuentro un empleo de guardián nocturno…
– Tranquilícese usted, director. Si no ha perdido su empleo hasta ahora, ya no lo perderá. Todo ha terminado.
– ¿Qué quiere decir con «todo ha terminado»?
– Que todo ha terminado. Que sé dónde se esconde Jean-Loup Verdier.
Del otro lado, silencio. Pausa de reflexión. Frank casi podía sentir la magnitud de la duda de Roncaille. Ser o no ser, creer o no creer…
– ¿Está usted seguro?
– En un noventa y nueve por ciento.
– Con eso no basta. Necesito el cien por cien.
– El cien por cien no existe. Creo que el noventa y nueve es un porcentaje más que considerable.
– Vale. ¿Dónde está?
– Antes quiero algo a cambio.
– Frank, no tire demasiado de la cuerda.
– Señor director, voy a aclararle algo. A mí, mi carrera me resulta indiferente. Es a usted a quien le importa la suya. Si responde que no a lo que le pido, cuelgo el teléfono y subo al primer avión que despegue de Niza con destino al mismísimo infierno. Y usted, para ser explícitos, puede ir a hacerse ahorcar, junto con su amigo Durand, ¿me he explicado?
Silencio. Pausa, para no morir. Después, de nuevo la voz de Roncaille, llena de furia contenida.