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Mientras decía estas palabras, Frank vio con claridad en su mente dos dedos de una mano que se cruzaban en un gesto de conjuro.

Roberts encendió un cigarrillo. Quizá inspirado por el humo que exhaló, propuso una solución.

– Si está allá abajo, tendrá que respirar, ¿no? Por lo tanto, si encontramos el sistema de aireación podemos intentar sacarlo con gases lacrimógenos.

Gavin meneó la cabeza.

– No creo que sea viable. Podemos probar, pero si las cosas son como ha dicho Frank y nuestro hombre ha mantenido en buen funcionamiento las estructuras, será imposible. Y ni hablar si por casualidad las ha actualizado con los avances tecnológicos. Los refugios antiatómicos modernos están dotados de un sistema de depuración del aire mediante filtros sobre la base de carbonos activos, normales o impregnados, que funcionan como absorbentes. Los carbonos activos se usan como agentes filtrantes, no solo en las máscaras antigás sino también en los sistemas de ventilación de los lugares de alto riesgo, como las centrales nucleares. Hay filtros parecidos también en los tanques y en los aviones militares. Pueden contener ácido cianhídrico, cloropicrina, arsina y fosfina. Así que un simple gas lacrimógeno…

Frank miró con cierta consideración al teniente Gavin. Si aquello eran simples nociones, resultaba imposible imaginar cuánto sabría sobre los temas que realmente dominaba.

Abrió los brazos en gesto conciliador.

– Pues bien. Estamos aquí para resolver un problema. A veces las soluciones se encuentran a fuerza de decir tonterías. Ahora diré la mía. Teniente, ¿qué probabilidades tenemos de abrirlo con explosivos?

Gavin se encogió de hombros, con la expresión desolada del que solo puede dar malas noticias.

– Mmmm… podría ser. No soy experto en explosivos, pero, siguiendo la lógica, un refugio así se construye para poder resistir las consecuencias de una explosión atómica. Creo que haría falta una buena carga para abrirlo. Sin embargo, tengamos presente, y esto nos beneficia, que se trata de una construcción hecha hace más de treinta años, por lo que no tendrá el alto grado de eficacia de instalaciones mucho más recientes. Yo diría que, a falta de una alternativa mejor, este me parece el camino más aceptable.

– Si optamos por los explosivos, ¿cuánto tiempo necesitaremos para poder hacerlo?

Esta vez la mueca del teniente fue positiva.

– No mucho. En el cuartel tenemos un artificiero, el brigadier Gachot. Si le pido que venga enseguida con su equipo, solo tardará el tiempo necesario para llegar hasta aquí con el C4 o algo semejante.

– Bien. Entonces procedamos -confirmó Frank.

Gavin se dirigió a uno de sus hombres:

– Llama al cuartel y comunícate con Gachot. Explícale la situación y dale las coordenadas del lugar. Lo quiero aquí dentro de quince minutos como máximo.

El policía se alejó a la carrera sin responder con el seco «sí, señor» que esperaba Frank después de haberle oído hablar en tan perfecto tono marcial.

Frank miró uno a uno a los hombres que se hallaban ante él.

– ¿Otras ideas?

Esperó una seña que no llegó. Decidió resolver las dudas que quedaran.

– Pues bien, las cosas están de este modo: nuestro hombre, si se encuentra allí, no puede escapar. Hipótesis tenemos a montones. Antes que nada, hallemos ese maldito refugio, y después decidiremos qué camino seguir. Andando.

El paso de las conjeturas a la acción transportó a los hombres de la unidad de intervención a un terreno mucho más familiar. Quitaron los sellos a la verja y, en cuanto la abrieron, bajaron a la carrera por la rampa que conducía al patio y el garaje. En pocos instantes ocuparon la casa según un esquema que formaba parte de su entrenamiento.

Eran silenciosos, rápidos, peligrosos.

Apenas una semana atrás, Frank habría desdeñado la presencia de todos aquellos hombres; lo hubiera considerado un ridículo exceso de prudencia. Después de diez muertes, no tenía más remedio que pensar que tales precauciones no eran en absoluto exageradas en vista de la trascendencia de su tarea.

El policía que había mencionado el lavadero donde tal vez se hallara el acceso al bunker los precedió a través del patio. Levantó la persiana metálica y entraron en el garaje vacío. La luz invadió la habitación, de paredes blancas. A la derecha, colgada en un soporte fijado al muro, había una bicicleta de montaña, y en un rincón, un porta esquís hecho adrede para el modelo de coche de Jean-Loup. Al lado, un par de esquís y sus bastones, sujetos con una goma elástica. Nadie hizo comentarios sobre la inclinación al deporte del dueño de la casa. Sabían que en la planta de arriba había también una habitación equipada como un pequeño gimnasio. A la luz de los hechos, el hombre había demostrado ampliamente que todo el tiempo empleado en la práctica del ejercicio físico no había sido en vano.

Por la puerta del fondo del garaje accedieron a un pasillo que doblaba en ángulo recto hacia la derecha. Frente a ellos, la puerta abierta de un pequeño cuarto de baño. Se dispusieron en fila india. El agente de la fuerza especial iba delante con el M-16 apuntado al frente.

Frank, Gavin y el inspector Morelli empuñaban sus pistolas, apuntadas hacia arriba. Cerraba la fila Roberts, con ese andar suyo, como el de un gato que no quiere ensuciarse las patas; de momento no había sacado su arma, pero se había desabrochado la chaqueta para poder cogerla en caso de necesidad.

Llegaron a una habitación destinada a diversas funciones. Parecía el reino de la mujer de la limpieza: había una lavadora y una secadora y todo lo necesario para planchar. A la izquierda, del lado opuesto, un gran armario lacado de blanco ocupaba toda la pared. En el rincón junto a la puerta de entrada, una escalera llevaba a la planta superior. Otro de los hombres, que venía del piso superior, la estaba bajando justo en ese momento.

Junto a la pared opuesta a la puerta de acceso había un mueble de madera con anaqueles.

– Debe de ser ese -observó el agente en voz baja, señalándolo con el cañón del fusil.

Frank asintió en silencio y apartó la pistola. Se acercó al mueble. Comenzó a examinar con atención la parte derecha, mientras Morelli hacía lo mismo del otro lado.

Gavin y sus dos hombres permanecieron delante de ellos, armas en mano, como si de detrás de aquel mueble pudiera surgir un peligro de un momento a otro. Ahora también Roberts empuñó una gran Beretta, que en sus manos flacas parecía todavía más grande y amenazadora.

Frank asió un estante e intentó desplazar la estantería hacia él; luego probó a empujarlo a un lado. No sucedió nada. Deslizó las manos por la madera de la pared lateral y no encontró nada. Levantó la cabeza para mirar hacia lo alto de la estantería, que era unos treinta centímetros más alta que él. Miró alrededor, cogió una silla de metal con asiento de fórmica que estaba colgada en la pared de al lado y la arrastró cerca del mueble. Subió y pudo atisbar el estante superior. Enseguida observó que en la madera, de su lado, no había ni una pizca de polvo. A continuación vio, cerca del ángulo, en una ranura en la madera, una pequeña palanca metálica que parecía pasar por una bisagra. El mecanismo de deslizamiento estaba bien engrasado, sin huellas de óxido. Daba la impresión de hallarse en perfecto estado.

– ¡Lo encontramos! -exclamó Frank.

Morelli se giró para mirarlo. Vio que durante unos instantes estudiaba con atención algo que él no veía sobre la superficie del mueble.

– Claude, ¿ves alguna bisagra de tu lado?

– No. Si las hay, las disimula el mueble.

Frank miró el suelo. En las baldosas del suelo no había señales de deslizamiento. Debía de abrirse de atrás hacia delante. Si el mueble se deslizaba en forma lateral, le haría caer de la silla. Pensó en Nicolás Hulot y en las otras víctimas de Ninguno, y decidió que era un riesgo insignificante en comparación con lo que les había sucedido a ellos. Se dirigió a los hombres que permanecían de pie delante del mueble con las pistolas apuntadas.