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– ¿Crees que esta noche te dignarás honrarnos con tu presencia, o debemos prescindir de nuestra estrella?

– Hola, Laurent. Ya llego, estoy en camino.

– Estupendo. Ya sabes que a Robert se le altera el marcapasos cuando un locutor no está en la radio por lo menos una hora antes del comienzo de la emisión. Ya está echando humo por los cojones.

– ¿También por los cojones? ¿No le bastaba con el de los cigarrillos?

– Según parece, no.

Mientras tanto, el bulevar d'Italie se había convertido en el bulevardes Moulins. Los escaparates iluminados, a ambos lados de la calle, se abrían a un sinfín de promesas, como las miradas provocadoras de las prostitutas de lujo. Y, del mismo modo, bastaba un poco de dinero para convertirlas en realidad…

El ligero silbido electrónico del móvil, que se acoplaba con las ondas de la radio del coche, interrumpió la conversación. Jean-Loup se lo pasó a la otra oreja y el ruido cesó. Como si hubiera sido una señal convenida, Laurent cambió de tono.

– Bromas aparte, a ver si te das prisa, hombre. He tenido un par…

– Espera un momento. Los polis -le interrumpió Jean-Loup.

Bajó de golpe la mano y puso su mejor cara de póquer. Había llegado a un semáforo, en el cruce con la avenida de la Madone, y se había detenido a la izquierda. En la esquina, un policía de uniforme controlaba que los automovilistas siguieran al pie de la letra las instrucciones de su colega luminoso. Jean-Loup esperaba haber ocultado su teléfono con la rapidez suficiente para que no lo hubiera visto. En Montecarlo eran muy rigurosos con respecto al uso del móvil mientras se conducía. En aquel momento él no tenía ganas de perder tiempo en discusiones con un inflexible policía del principado.

Cuando la luz cambió a verde, Jean-Loup giró a la izquierda ante la mirada desconfiada del agente. Le vio volver la cabeza y seguir con los ojos el SLK mientras desaparecía por la corta bajada que pasaba ante el hotel Metropole. En cuanto se aseguró de hallarse fuera de su alcance, Jean-Loup volvió a acercar el móvil a la oreja.

– Ya ha pasado el peligro. Disculpa, Laurent. ¿Me decías?

– Te decía que he tenido un par de ideas razonables y quiero comentarlas contigo antes de salir al aire. Anda, apresúrate.

– ¿Plausibles, cómo? ¿Como el treinta y dos o el veintisiete?

– Vete al carajo, capullo -replicó Laurent, irónico pero un poco enfadado.

– Como decía no sé quién, no me deis consejos, sino orientación.

– Deja de decir estupideces y más bien apresúrate.

– Recibido. Ya estoy entrando en el túnel -mintió Jean-Loup. El otro cortó la comunicación. Jean-Loup sonrió. Laurent siempre definía sus nuevas ideas de aquel modo: razonables. Para hacerle justicia, debía admitir que en general lo eran. Lamentablemente para él, definía de la misma manera los números que intuía que saldrían en la ruleta, cosa que no sucedía casi nunca.

En el cruce giró a la izquierda para bajar por la avenida des Spelugues. A la derecha entrevió el reflejo de las luces de la plaza, con el hotel de París y el café de París uno frente al otro, como centinelas a ambos lados del casino, compartiendo las luces. Las barreras y las tribunas móviles que se erigían en aquel punto con motivo del Gran Premio se habían desmontado en un tiempo récord. Nada debía perturbar durante demasiado tiempo la sacralizad pagana de aquel lugar, por entero dedicado al culto al juego, el dinero y la apariencia.

Dejó atrás la plaza del Casino y emprendió a velocidad moderada la bajada que pocos días antes los Ferrari, los Williams y los McLaren habían recorrido a una velocidad absurda. Después de la curva del Portier sintió en la cara la brisa que venía del mar y vio las luces amarillas del túnel. Mientras lo atravesaba notó que el aire se volvía más fresco, inmerso en aquella luminosidad antinatural que mezclaba los colores y los volvía todos iguales. A la salida se encontró con el espectáculo del puerto iluminado, donde en aquel momento flotaban, con toda probabilidad, un centenar de millones de euros en barcos. En lo alto, a la izquierda, la Roca, con el palacio envuelto en luces difusas, parecía controlar con elegancia que nada perturbara el sueño del príncipe y su familia.

Pese a la costumbre, era un espectáculo que no podía dejar a nadie indiferente. Jean-Loup comprendía que un habitante de Osaka, de Austin o de Johanesburgo, ante una imagen como aquella, se quedara sin aliento y acabara, con codo de tenista de tanto hacer fotografías.

Ya casi había llegado. Bordeó el puerto, donde las tareas de desmontar las barreras procedían con mucha más calma, pasó ante las Piscinas y, después de la Rascasse, cogió la rampa del aparcamiento subterráneo, que descendía tres plantas bajo el gran edificio de la emisora.

Aparcó el coche en el primer lugar vacío que encontró y subió por la escalera. El eco de la música del Stars 'n Bars le llegó por las puertas abiertas del local. Era un lugar de encuentro obligado para los noctámbulos de Monaco, un vídeo-pub donde beber una cerveza o saborear algún plato de cocina tex-mex mientras se esperaba que la noche estuviera lo bastante avanzada para acudir a las discotecas y los locales de la costa.

Bajo la arcada de la gran construcción que albergaba a Radio Montecarlo, sobre el Quai Antoine Premier, había una gran cantidad de actividades heterogéneas: restaurantes, concesionarias de astilleros, galerías de arte, los estudios de Tele Montecarlo.

Jean-Loup llegó ante la puerta de cristal y accionó la campanilla del videoteléfono. Se puso frente a la telecámara de modo que abarcara solo un primerísimo plano de su ojo derecho.

La voz de Raquel, la secretaria, salió del aparato tan amenazadora como se proponía.

– ¿Quién es?

– Buenas noches, soy el señor Ojo por Ojo. ¿Puede abrirme, por favor?

Retrocedió para que la muchacha le reconociera. Por el videoteléfono sonó primero una risita ahogada, luego una voz condescendiente.

– Suba, señor Ojo por Ojo…

– Gracias. Venía a venderle una enciclopedia, pero a estas alturas me bastaría con un poco de colirio…

Poco después oyó el chasquido seco de la cerradura. Cuando llegó a la cuarta planta, la puerta automática del ascensor se deslizó hacia un lado y se encontró ante la cara mofletuda de Pierrot, de pie en el rellano con una pila de CD en las manos.

Pierrot era una especie de mascota de la radio. Tenía veintidós años pero el cerebro de un niño. Era un poco más bajo de lo común, tenía la cara redonda y los cabellos lacios. A Jean-Loup le daba la cómica impresión de que el muchacho sonreía constantemente a través de una piña.

Pierrot era el ser vivo más incorruptible que existía sobre la faz de la tierra. Tenía el don, que solo poseen ciertas personas simples, de inspirar simpatía a primera vista y de demostrarla solo a aquellos a quienes juzgaba que la merecían. Y su instinto fallaba muy rara vez.

Adoraba la música, y cuando hablaba de ella su mente -que solía perderse en los razonamientos más elementales- de pronto se volvía analítica y clara. Tenía una memoria de elefante en todo lo concerniente al inmenso archivo de la radio y a la música en general. Bastaba indicarle el título o tararear la melodía de una canción para verle salir como un cohete y volver poco después con el disco o el CD en las manos. Por su semejanza con el personaje de la película, en la radio le habían apodado «Rain Boy».

– Hola, Jean-Loup.

– Pierrot, ¿qué haces aquí todavía a esta hora?

– Esta noche mi mamá trabaja hasta tarde. Los señores tienen una cena. Pasará a buscarme «un poco más después».

Jean-Loup sonrió para sí. Ciertas expresiones de Pierrot pertenecían a un idioma enteramente propio, un lenguaje aparte, de cuyos candidos errores y absoluta inocencia con que los pronunciaba a veces surgían graciosas ocurrencias. La madre, que llegaría a buscarlo «un poco más después», trabajaba de empleada doméstica de una familia italiana residente en Montecarlo.