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– Eso excluye el móvil sexual, al menos en el sentido clásico.

Frank lo dijo con el tono de quien descubre una servilleta intacta entre los escombros de su casa incendiada.

– En cuanto a huellas y otros restos orgánicos que pudiera haber en el barco, hemos encontrado montones, como podrás imaginar. También los hemos enviado a análisis de ADN, pero no creo que aporten nada interesante.

Pasaron Beaulieu y sus hoteles de lujo a la orilla del mar; los aparcamientos estaban llenos de coches relucientes que debían de oler a piel y madera, y que descansaban plácidamente a la sombra de los árboles de los parques. Por todas partes había macizos de flores de mil colores que relucían a la luz de aquel día espléndido. Por un instante, Frank se dejó distraer por las flores rojas de un hibisco.

Más rojo. Más sangre.

Su mente volvió al coche. Pulsó el botón de ventilación y al instante un chorro de aire frío fue directamente a su rostro.

– O sea que no tenemos nada.

– Nada de nada.

– ¿Y las mediciones antropométricas a partir de las huellas dactilares?

– Tampoco eso ha aportado nada relevante. Solo sabemos que es un individuo alto, de alrededor de un metro ochenta y un peso cercano a los setenta y cinco kilos. Es decir, un físico común a miles de personas.

– Un atleta, podría decirse.

– Sí, un atleta. Y muy hábil con las manos.

Frank tenía muchas preguntas que le rondaban en la cabeza, pero no quería molestar a su amigo, que parecía esforzarse por extraer el mayor número posible de conclusiones de los escasos datos de que disponía. Aguardó en silencio.

– Lo que les ha hecho a los cadáveres no es obra de un asesino cualquiera. Lo ha hecho con conocimiento y pericia. Sin duda, no era la primera vez que lo intentaba. Quizá es alguien que trabaja en el campo de la medicina…

Frank, a su pesar, echó por tierra las esperanzas de su amigo.

– Vale la pena intentar encontrar algo por ese lado, nunca se sabe. Pero sería demasiada suerte, me parece. Incluso banal, diría. Por desgracia, en ciertos aspectos la anatomía humana no es tan distinta de la de cualquier mamífero. Probablemente al asesino le haya bastado practicar con un par de conejos para poder hacerlo también en un ser humano.

– ¿Con conejos, dices? Cortar a seres humanos como conejos…

– Ese hombre es muy listo, Nicolás. Es un loco furioso, pero frío como el hielo. Hay que tener mucha sangre fría para hacer lo que él ha hecho, y luego enviar el barco hacia el muelle y marcharse tan tranquilamente como había llegado. Además, tiene la clara intención de desafiarnos, de tomarnos el pelo.

– ¿Te refieres a la música?

– Sí. Finalizó la llamada a Verdier con un fragmento de la banda sonora de Un hombre y una mujer.

Hulot recordaba haber visto la película de Lelouch hacía años, al principio de su relación con Céline, su esposa. También recordaba que aquella hermosa historia de amor le había parecido un buen augurio para su futuro.

Frank continuó hablando; recordó un detalle en el que no se habían fijado hasta aquel momento.

– En la película, el protagonista masculino es piloto de carreras.

– ¡Tienes razón! Lo mismo que Jochen Welder. Pero entonces…

– Exacto. El asesino no solo anunció por radio su intención de matar, sino que dejó una pista sobre la identidad de sus víctimas. En mi opinión, esto no ha terminado. Se propone matar otra vez. Y depende de nosotros impedírselo. Cómo, no lo sé, pero debemos hacerlo a toda costa.

El coche se detuvo en otro semáforo en rojo, en la breve cuesta al final del bulevar Carnot. Delante de ellos se extendía Niza, ciudad marina, descolorida y humana, muy alejada de la limpieza impecable y vítrea de Montecarlo y de su población de pensionistas de lujo.

Mientras conducía hacia la plaza Masséna, Hulot se volvió hacia Frank, sentado a su lado. Ottobre miraba fijamente hacia delante como Ulises a la espera del canto de las sirenas.

11

Nicolás Hulot detuvo su Peugeot 206 ante la verja de la central de policía de Auvare, en la calle de Roquebilliére.

Un agente de uniforme, que se hallaba de pie ante la caseta, avanzó con expresión seca para alejar a aquellos dos intrusos de la entrada reservada al personal de la policía. Desde la ventanilla del coche el comisario le mostró su credencial.

– Comisario Hulot, Süreté Publique de Monaco. Tengo una cita con el comisario Froben.

– Disculpe, comisario, no le había reconocido. A sus órdenes.

– ¿Puede avisarle, por favor?

– Enseguida. Pase.

– Gracias, agente.

Hulot avanzó unos metros y detuvo el coche a la sombra. Frank bajó y miró alrededor. El cuartel de Auvare era un complejo de construcciones de dos plantas, con muros de color cemento y techos rojos; los marcos de las puertas y las ventanas eran de madera oscura. Estaba formado por una serie de edificios rectangulares dispuestos en forma de damero, sin ninguna conexión entre ellos. En el lado más corto, el que daba a la calle, cada uno tenía una escalera exterior que llevaba a la planta superior.

El comisario se preguntó cómo veía el estadounidense todo lo que los rodeaba. Niza era una ciudad distinta, en un mundo diferente; quizá incluso otro planeta, cuya lengua él comprendía pero cuya mentalidad formaba parte solo de su cultura, no de su vida.

Casas pequeñas, cafés pequeños, personas pequeñas.

Ningún «sueño americano», ningún rascacielos que derribar; solo sueños pequeños, cuando los había, a veces descoloridos por el aire del mar, como los muros de algunas casas. Sueños pequeños, si pero que cuando se rompían provocaban grandes dolores.

Frente a la verja de entrada del centro, alguien había colgado un cartel contra la globalización. Unos se esforzaban por homogeneizar el mundo, mientras otros luchaban para no perder su identidad Europa, América, China, Asia… No eran más que manchas coloreadas en los mapas, siglas en los tableros de las agencias de cambio, nombres en los volúmenes de las bibliotecas. Ahora existía internet, existían los medios, las noticias en tiempo real. Señales de un mundo que se ampliaba o se reducía según quien lo mirara.

Lo único que acortaba verdaderamente las distancias era el mal, presente en todas partes, que hablaba un único lenguaje y escribía sus mensajes siempre con la misma tinta.

Frank cerró la portezuela y se volvió hacia Hulot.

El comisario vio a un hombre de treinta y ocho años que tenía los ojos de un viejo a quien la vida había negado la sabiduría. Vio un rostro moreno, latino, cubierto por una sombra más oscura que sus ojos, su pelo, la barba incipiente de sus mejillas. Un hombre de cuerpo atlético, fuerte, un hombre que había matado a otros hombres, protegido por una credencial y por la justificación de estar del lado de la justicia. Tal vez no existía cura ni antídoto para el mal. Pero había hombres como Frank Ottobre, que se habían vuelto inmunes a él.

La guerra no terminaba nunca.

Mientras Hulot cerraba el coche, vieron que el comisario Froben, de la brigada de homicidios -que colaboraba en las investigaciones-, salía por la puerta de la oficina de enfrente e iba hacia ellos.

Dirigió a Hulot una amplia sonrisa que mostró sus dientes grandes y regulares e iluminó su rostro de facciones marcadas. Tenia una complexión maciza, que tensaba la chaqueta de su traje de Galerías Lafayette, y la nariz rota de un aficionado al boxeo. Las pequeñas cicatrices alrededor de las cejas confirmaban esta hipótesis.

Froben estrechó la mano de Hulot. Su sonrisa se acentuó y sus ojos grises se volvieron dos grietas que hicieron que las cicatrices se fundieran en una telaraña de pequeñas arrugas.