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Todo lo que le rodeaba era una demostración de éxito y poderío. Sin embargo, Alien Yoshida no se hacía ilusiones. Recordaba todavía muy bien a su padre, que se rompía la espalda descargando de los vagones refrigerados las cajas de pescado fresco que llegaban de la costa, para después cargarlas en su camioneta y abastecer a los restaurantes japoneses de la ciudad. Recordaba cuando volvía a casa después del trabajo, precedido por un olor a pescado que, aunque se lavara, no lograba quitarse de las manos. Recordaba la deteriorada casa familiar, en aquel barrio igualmente deteriorado de Nueva York, en la que siempre había que arreglar el techo y la instalación sanitaria. Todavía conservaba en los oídos el borboteo de los viejos tubos cada vez que se abría un grifo, todavía veía el agua herrumbrosa que salía por ellos. Había que esperar un par de minutos antes de que se volviera transparente y pudiera lavarse.

Él había crecido allí; era hijo de un japonés y una estadounidense, a caballo entre las dos culturas, gaijin para la mentalidad estrecha de la comunidad japonesa y medio amarillo para los estadounidenses blancos. Para todos los demás, negros, puertorriqueños, italianos, era un chaval mestizo como tantos otros que andaban por las calles de la ciudad.

Sintió la sacudida de lucidez de la cocaína, que empezaba a hacerle efecto. Se pasó una mano por el pelo tupido y sedoso.

Hacía tiempo que no se hacía ilusiones. Nunca se las había hecho. Toda aquella gente que había estado allí esa noche ni siquiera le habría mirado si él no se hubiera convertido en lo que era ahora si no tuviera los miles de millones de dólares que poseía. Probablemente a ninguno de ellos le importaba saber si era en realidad un genio o no. Lo que les interesaba era que su genio le había hecho ganar una fortuna que le colocaba entre los diez hombres más ricos del mundo.

El resto contaba poco y no le importaba a nadie. Una vez alcanzado el resultado, no servía en absoluto saber cómo se había alcanzado. Para todos ellos, él era el brillante creador de Sacrifiles, el sistema operativo que disputaba a Microsoft el mercado mundial de la informática. Yoshida tenía dieciocho años cuando lo había lanzado y había creado Zen Electronics con la financiación de un banco que había creído en el proyecto, después de que él mostrara a un grupo de pasmados inversores la simplicidad operativa de su sistema.

Billy La Ruelle debería estar con él, compartiendo el éxito. Billy La Ruelle, su amigo del alma, estudiante, como él, de la escuela de informática, que un día había llegado a su casa con la idea genial de un sistema operativo revolucionario adaptable a MS-DOS. Ambos trabajaron en el secreto más absoluto durante meses, incluidas las noches, en sus dos ordenadores conectados en red. Desgraciadamente, Billy se cayó del tejado un día que subieron a arreglar la antena del televisor, antes del partido decisivo de desempate entre los 45 y los Lakers. Resbaló por las tejas inclinadas como un patín en el hielo y quedó colgando del canalón. Yoshida se quedó mirándole, inmóvil, sin hacer nada, mientras Billy le rogaba que le ayudara. Su cuerpo estaba suspendido en el vacío y se oía el crujido siniestro de la chapa que poco a poco cedía con el peso. Yoshida veía los nudillos de las manos blancos por el esfuerzo de agarrarse al borde cortante del canalón y, con ello, a la vida.

Billy se precipitó con un grito, mirándole desesperadamente, con los ojos muy abiertos. Se estrelló con un ruido sordo contra el asfalto del garaje y quedó inmóvil, el cuello doblado en un ángulo antinatural. El pedazo de canalón desprendido voló sarcásticamente y quedó encajado en la canasta de baloncesto fijada al muro del patio donde él y Billy se enfrentaban en las pausas del trabajo.

Mientras la madre de Billy salía de la casa corriendo y gritando, Yoshida fue a la habitación de su amigo, cogió en unos disquetes todo lo que contenía el ordenador y borró el disco duro de manera que no quedara ningún rastro.

Se guardó los disquetes en el bolsillo posterior de los vaqueros y corrió al patio, junto al cuerpo sin vida de Billy.

La madre estaba sentada en el suelo, con la cabeza del hijo sobre las piernas, y le hablaba acariciándole el pelo. Alien Yoshida derramó lágrimas de cocodrilo. Se inclinó y notó la consistencia dura de los disquetes que abultaban el bolsillo. Un vecino llamó a una ambulancia, que llegó enseguida, precedida por un sonido de sirena extrañamente similar al lamento de la madre de Billy. Los hombres bajaron y se llevaron sin prisa el cuerpo de su amigo cubierto por una sábana blanca.

Una vieja historia. Una historia para olvidar. Ahora sus padres vivían en Florida y su padre había logrado al fin quitarse el hedor a pescado de las manos. De todas formas, gracias a los dólares del hijo, ahora todos estaban dispuestos a definirlo como perfume. Yoshida había pagado el tratamiento de desintoxicación alcohólica de la madre de Billy y les había procurado, a ella y a su marido, una casa en un barrio residencial, donde vivían sin problemas gracias al dinero que les hacía llegar cada mes. La madre de su amigo, en una ocasión en que se habían encontrado, le había besado las manos. Aunque él se las lavó, durante mucho tiempo sintió que aquel beso le quemaba la piel.

Se levantó de la tumbona y volvió a la casa. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, sosteniéndola con un dedo. Sintió la humedad de la noche que impregnaba el tejido ligero de la camisa y lo adhería a la piel.

Cortó una gardenia blanca y se la llevó a la nariz. Pese a tenerla anestesiada por la cocaína, consiguió percibir la delicada fragancia.

En el salón, sacó del bolsillo de la chaqueta el mando a distancia. Pulsó un botón y las cristaleras blindadas se cerraron sin ruido, deslizándose sobre rieles perfectamente engrasados. También apagó las luces; solo dejó la claridad suave de algunos apliques.

Ahora estaba solo, al fin. Había llegado el momento de dedicar un poco de tiempo a sí mismo y a su placer. A su placer secreto.

Las modelos, los banqueros, las estrellas de rock, los actores que se apiñaban en sus fiestas no eran más que salpicaduras de color en un muro blanco, rostros y palabras que se olvidaban con el mismo desparpajo con que buscaban hacerse notar. Alien Yoshida era un hombre guapo. Había heredado de su madre estadounidense las proporciones y el físico alto y esbelto de los yanquis, y del padre, el cuerpo delgado y fibroso de los orientales. Su rostro era una mezcla de las dos razas, con una armonía refinada de rasgos, con el encanto arrogante del mestizaje. Su dinero y su aspecto atraían a la gente. Su soledad despertaba curiosidad.

Las mujeres, en especial, exhibían senos, miradas y cuerpos cargados de promesas, muy simples de verificar, en esa búsqueda obsesiva de contratos que era la vida. Rostros tan abiertos y tan fáciles de leer que aun antes de comenzar ya se leía la palabra «fin».

Para Alien Yoshida el sexo era el placer de los estúpidos.

Del salón pasó a un corto pasillo que llevaba a la cocina y al comedor. Se detuvo ante una superficie de caoba. Pulsó un botón a su derecha y la pared se deslizó.

Frente a él, apareció una escalera.

La bajó con cierta impaciencia. Tenía una cinta nueva para ver, un vídeo inédito que le habían entregado el día anterior. Todavía no había tenido tiempo para hacerlo como le gustaba, cómodamente sentado en su salita de proyección con pantalla líquida, saboreando cada instante del rodaje mientras tomaba una copa de champán helado.

El día que había dejado que Billy La Ruelle cayera del tejado, Alien Yoshida no solo se había vuelto uno de los hombres más ricos del mundo, había descubierto, además, otra cosa, que cambiaría su vida. Ver los ojos desmesuradamente abiertos y el rostro aterrorizado de su amigo mientras pendía en el vacío, sentir la desesperaron en su voz mientras le pedía ayuda, le había gustado.