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Se dio cuenta más tarde, en su casa, cuando se desnudó para ducharse y vio que los calzoncillos estaban manchados de esperma.

En aquel trágico momento que había causado la muerte de su amigo, él había tenido un orgasmo.

Desde entonces, desde el preciso instante de aquel descubrimiento, había seguido sin remordimientos el camino de su placer, del mismo modo que había seguido sin remordimientos el camino de la riqueza.

Sonrió. Su sonrisa fue como una telaraña luminosa en su rostro indescifrable. Era verdad que el dinero lo compraba todo. La complicidad, el silencio, el delito, la vida y la muerte. Por dinero los seres humanos estaban dispuestos a matar, a infligir sufrimiento y a recibirlo. Él lo sabía bien, cada vez que una nueva cinta se sumaba a su colección y él desembolsaba un precio exorbitante.

Las cintas contenían filmaciones de auténticas torturas y muertes; hombres, mujeres y a veces niños, recogidos de la calle, llevados a lugares seguros y filmados mientras eran sometidos a todo tipo de torturas antes de ser asesinados frente al ojo indiferente de una videocámara.

En su videoteca tenía auténticas «joyas». Una adolescente envuelta poco a poco en alambre de púas antes de ser quemada viva. Un negro literalmente desollado, hasta transformarse en una única mancha roja de sangre. Sus alaridos de dolor eran música para los oídos de Yoshida mientras bebía a sorbos el champán helado y esperaba consumar su placer.

Y era todo real.

La escalera desembocaba en un amplio recinto iluminado. A su izquierda dos billares Hermelin, uno tradicional y otro estadounidense, expresamente construidos y traídos de Italia. Colgados en la pared, los tacos y todo lo necesario para jugar. Sillones y sofás rodeaban un mueble que escondía un bar, uno de los tantos diseminados por la casa.

Atravesó la estancia y se detuvo ante la pared del frente, cubierta con un panel de raíz de madera fina. A su derecha, en un pedestal de madera de alrededor de un metro y medio de altura, había una escultura de mármol del período helénico que representaba una Venus jugando con Eros, iluminada por una lámpara halógena que pendía del techo.

No se entretuvo contemplando la delicadeza de la obra o la tensión entre los dos personajes que el artista había logrado transmitir con su arte. Posó las manos en la base de la escultura y empujó La tapa de madera rotó sobre sí misma y mostró el interior hueco de la cubierta de madera. Adosado al fondo se veía el panel de una cerradura de teclado.

Yoshida marcó el código alfanumérico, que solo él conocía, y la pared de caoba se deslizó suavemente hacia un costado; casi desapareció en el muro de la izquierda.

Del otro lado se abría su reino. El placer que le esperaba, secreto, como debía ser el placer para volverse absoluto.

Estaba a punto de cruzar el umbral cuando sintió un violento golpe en su espalda, un dolor agudo y, de inmediato, el alivio de la oscuridad.

Cuarto carnaval

Cuando Alien Yoshida vuelve en sí, tiene la mirada nublada y le duele la cabeza.

Trata de mover un brazo, pero no lo logra. Aprieta los párpados para recuperar la nitidez de la visión. Vuelve a abrir los ojos y descubre que se halla en un sillón, en medio de la estancia. Tiene las manos y las piernas atadas con alambre metálico. Su boca está cubierta con un pedazo de cinta adhesiva.

Frente a él, sentado en una silla, hay un hombre que le mira en silencio. Un hombre del que no se ve absolutamente nada.

Viste una especie de bata común de trabajo, de tela oscura, por lo menos cuatro o cinco tallas más grande que la que le corresponde. Tiene la cara oculta por un pasamontañas negro, y la parte descubierta, a la altura de los ojos, está protegida por un par de grandes gafas oscuras de espejo. En la cabeza, un sombrero negro de alas bajas. Las manos están cubiertas por guantes, también negros.

La mirada aterrorizada de Yoshida recorre la figura. Bajo la bata, los pantalones, negros como todo el resto, comparten la misma característica que las otras prendas: son mucho más grandes que el aparente tamaño del hombre. Caen, largos, sobre los zapatos de tela, formando pliegues, como los de los adolescentes que visten según la moda hip-hop.

Yoshida ve algo extraño: a la altura de las rodillas y de los codos hay unos rellenos que tensan la tela de la ropa, como si la persona sentada frente a él tuviera las piernas y los brazos más abultados de lo normal.

Permanecen en silencio durante un tiempo que a Yoshida le parece interminable; el hombre no se decide a hablar, y él no puede hacerlo.

¿Cómo lo ha hecho para entrar? Aunque Yoshida se hallaba solo en casa, la propiedad tiene un servicio de vigilancia infranqueable, compuesto por hombres armados, perros y cámaras. ¿Cómo ha logrado superar esas barreras?

Y, sobre todo, ¿qué quiere de él? ¿Dinero? Si este es el problema, puede darle cuanto quiera. Cualquier cosa que desee. No hay nada que el dinero no pueda comprar. Nada. Si al menos pudiera hablar…

El hombre continúa mirándole en silencio, sentado en la silla.

Yoshida emite un gemido indistinto, sofocado por la cinta adhesiva que le presiona la boca. La voz del hombre sale de esa mancha oscura que es su cuerpo.

– Hola, señor Yoshida.

La voz es cálida y armoniosa, pero, extrañamente, al hombre atado en el sillón le parece más dura y cortante que el hilo metálico que le aprieta las piernas y los brazos.

Abre de par en par los ojos y de nuevo emite un gemido indistinto.

– No se esfuerce por tratar de comunicarse mucho, no logro entenderle. Y en todo caso lo que podría decirme no reviste ningún interés para mí.

El hombre se levanta de la silla con movimientos antinaturales, a causa de la ropa enorme y las extrañas prótesis de las rodillas y los codos.

Se coloca a su espalda. Yoshida trata de girar la cabeza para vigilarle. Oye de nuevo la voz, que le llega desde un punto situado detrás de él.

– Tiene usted aquí un hermoso lugar, un lugar discreto, donde gozar de sus pequeños placeres privados. En la vida hay placeres que rara vez se pueden compartir con alguien. Yo le entiendo, señor Yoshida. Creo que nadie mejor que yo puede entenderle…

Mientras habla, el hombre vuelve frente a él. Señala con un gesto el espacio que los rodea.

La estancia rectangular en que se encuentran no tiene ventanas. La aireación está garantizada por un sistema de ventilación cuyas bocas se abren en los muros casi a la altura del techo. En el fondo, apoyada contra la pared, hay una cama con sábanas de seda, encima de la cual pende un cuadro, única concesión a la simplicidad casi monacal de la habitación. Las dos paredes laterales están cubiertas de espejos, para evitar la sensación de claustrofobia y dar la ilusión óptica de un espacio más grande.

Frente a la cama, una serie de pantallas de cristal líquido, dispuestas según un esquema de multivisión y conectadas a un grupo de videograbadoras VHS y DVD. De tal manera que al proyectar una película el espectador está rodeado por las imágenes y se siente en el centro de la acción.

Hay, además, videocámaras de filmación que captan todas las zonas de la estancia, de manera que no quede excluido ni un solo ángulo. También estas cámaras están conectadas al sistema de grabación y proyección.

– ¿Es aquí donde se relaja usted, señor Yoshida? ¿Es aquí donde se olvida del mundo cuando quiere que el mundo se olvide de usted?

La voz cálida del hombre poco a poco transmite frío. Yoshida lo siente en las piernas y los brazos, que van perdiendo sensibilidad por la escasa circulación. Nota que el alambre metálico se clava en su carne, exactamente como esa voz lo hace en su cabeza.

Con sus movimientos artificiales, el hombre se inclina hacia una bolsa de tela apoyada en el suelo, al lado de la silla en la que estaba sentado. Saca un disco, un viejo elepé con la cubierta protegida por una funda de nailon.