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– Disculpa. Continúa.

– Cuando entraron, encontraron un sillón completamente cubierto de sangre. También había sangre en el suelo y en las paredes. Un lago, como ha dicho literalmente el hombre de seguridad que nos llamó, y te aseguro que no exageraba. Estamos aquí desde hace un buen rato, y la brigada científica todavía sigue trabajando. Ya he comenzado a interrogar a algunos miembros del servicio, pero hasta ahora no he obtenido nada.

– Le ha matado allí, Claude. Llegó, mató a Yoshida, hizo su trabajo de mierda, lo cargó en el coche y después abandonó coche y cadáver en el aparcamiento del casino.

– El jefe de seguridad, un ex policía llamado Valmeere, me ha dicho que esta noche, alrededor de las cuatro, vio salir el coche de Yoshida.

– ¿Y no vio quién conducía?

– No. Dice que el coche tiene cristales ahumados y no se puede ver el interior. Además era de noche y con el reflejo de las luces es peor todavía.

– ¿Y no le ha parecido extraño que Yoshida saliera solo a esa hora de la madrugada?

– Lo mismo le he preguntado yo. Valmeere me ha respondido que Yoshida era un tío extraño. De vez en cuando salía solo. Valmeere le había advertido que no era seguro andar solo por ahí, pero no logró hacérselo entender. ¿Quieres saber hasta qué punto era extraño el señor Yoshida?

– Dime.

– En la habitación encontramos una colección de cintas snuff como para darte escalofríos. Con cosas que ni siquiera imaginas. Uno de mis muchachos las vio y tuvo que salir a vomitar. ¿Quieres que te diga algo?

Froben continuó sin esperar la respuesta.

– Si a Yoshida le gustaba ese tipo de películas, ha tenido el fin que merecía.

Las palabras de Froben reflejaban con claridad su repugnancia. Así era la vida de un policía. Siempre se creía haber tocado fondo, y cada vez sucedía algo que desbarataba esa convicción.

– Está bien, Claude. Hazme llegar cuanto antes los resultados del registro del lugar: fotos, huellas, si las hay, y todo lo demás. Y haz lo posible para que podamos efectuar una inspección más tarde. Te lo agradezco.

– No hay de qué. Nicolás…

– ¿Sí?

– El otro día solo lo pensé, pero ahora te lo confieso abiertamente. ¿Me creerías si te dijera que no querría estar en tu lugar?

– Te creo, amigo mío. Claro que te creo…

Hulot colgó el auricular como si fuera extremadamente frágil.

Frank, apoyado en el respaldo del sillón, miraba por la ventana un trozo de cielo azul, sin verlo. Su voz parecía llegar desde mil kilómetros y mil años de distancia.

– ¿Sabes, Nicolás? A veces, cuando pienso en las cosas que suceden en el mundo, cosas como esta, o como lo del World Trade Center, las guerras y todo lo demás, pienso en los dinosaurios.

El comisario lo miró sin hablar. No comprendía adonde quería llegar.

– Desde hace mucho, todos tratan de entender por qué se extinguieron. Se preguntan por qué unos animales que dominaban el mundo desaparecieron de golpe. Quizá de todas las explicaciones la más válida sea también la más simple. Quizá murieron porque todos enloquecieron. Igual que nosotros. Eso es lo que somos: solo pequeños dinosaurios. Y nuestra locura, tarde o temprano, será la causa de nuestro fin.

20

Morelli introdujo la cinta en el vídeo y casi de inmediato aparecieron en la pantalla las barras coloreadas del inicio de la grabación. Hulot bajó las persianas para eliminar los reflejos. Frank, sentado en su solitario sillón, miraba hacia el aparato, instalado en la pared frente al escritorio.

A su lado se hallaba Luc Roncaille, director de la Süreté Publique del principado de Monaco; había llegado de improviso al despacho de Hulot mientras Morelli y un agente montaban el televisor y el vídeo en una mesita con ruedas.

Era un hombre alto, bronceado, con las sienes canosas, una versión europea de Stewart Granger. Frank lo había mirado con instintiva desconfianza. El hombre tenía más aspecto de político que de policía. Un bello rostro que reflejaba una carrera basada más en las relaciones públicas que en la práctica sobre el terreno. Cuando Hulot lo presentó, él y Frank se estudiaron un instante, evaluándose mutuamente. Al mirarlo a los ojos, el estadounidense llegó a la conclusión de que Roncaille no era estúpido. Quizá un oportunista, pero desde luego no era estúpido. Frank tuvo la clara sensación e que, si tuviera que arrojar a alguien al mar para no ahogarse él, lo haría sin el menor problema. O, en todo caso, no se ahogaría solo, apenas se había enterado del hallazgo del cadáver de Yoshida, se les había echado encima. Por el momento no había causado dificultades, pero sin duda había acudido allí con la intención de obtener información suficiente para quedar bien parado ante sus superiores. El principado de Monaco era un pañuelo, sí, pero no era un país de opereta. Había reglas estrictas que respetar y una buena organización estatal que era la envidia de muchas otras naciones.

Lo confirmaba el hecho de que su policía era considerada una de las mejores del mundo.

Por fin aparecieron las imágenes en la pantalla. Primero vieron al hombre atado al sillón, la boca tapada con cinta adhesiva, los ojos abiertos de par en par por el miedo; miraba algo a su izquierda. Todos reconocieron de inmediato en ese rostro desencajado a Alien Yoshida; su foto había aparecido muchas veces en las primeras planas de los periódicos de medio mundo. Después entró en escena una persona de negro. Hulot se quedó sin aliento. Al mirar al hombre y su vestimenta, por un instante Frank pensó en un defecto de la cinta o de la filmación, a causa de las protuberancias de los codos y las rodillas. Después se dio cuenta de que formaban parte del camuflaje, y de golpe se dio cuenta de la clase de persona que estaban viendo.

– ¡Grandísimo hijo puta! -exclamó entre dientes.

Los presentes se dieron la vuelta instintivamente para mirarlo. Frank hizo un gesto, excusándose por haber perturbado la visión, y todos volvieron a concentrarse en las imágenes. Con los ojos desmesuradamente abiertos por el horror, vieron cómo la figura de negro apuñalaba de forma científica a la persona inmovilizada en el sillón, de modo que ninguna de las puñaladas fuera letal. Vieron sus movimientos, antinaturales a causa de la ropa, con los que abría heridas que no cicatrizarían nunca; vieron la sangre que se extendía a cámara lenta por la tela de la camisa blanca de Yoshida, como flores que necesitaran nutrirse de su vida para poder abrirse.

Vieron la muerte en persona, bailando alrededor de un hombre, saboreando su dolor y su terror a la espera de llevárselo consigo por toda la eternidad.

Después de un rato que pareció durar siglos, la figura de negro se quedó quieta. El rostro de Yoshida estaba empapado de sudor. El hombre extendió un brazo y se lo enjugó con la manga de su bata. En la frente del prisionero quedó un rastro rojizo, una coma de vida en aquel ritual de muerte.

Había sangre por todas partes. En el mármol del suelo, en Ia ropa, en las paredes. El hombre de negro fue hacia los aparatos de audio dispuestos a lo largo de la pared de su derecha y extendió la mano hacia una de las máquinas. De pronto se detuvo y ladeó la cabeza, como si hubiera tenido un pensamiento inesperado. Después se volvió hacia la cámara que había a su espalda y se inclinó, indicando con un ademán delicado al hombre que agonizaba en el sillón.

Giró de nuevo, pulsó un botón, y en el vídeo cayó la nieve del invierno y del infierno.

En el despacho, el silencio tenía una voz distinta para cada uno de los presentes.

Frank fue transportado de golpe al pasado, a una casa a la orilla del mar, a imágenes que nunca habían dejado de pasar, como una interminable cinta de vídeo, ante sus ojos. El recuerdo, de nuevo, provocó dolor, y el dolor se volvió odio, que Frank repartió a partes iguales entre él mismo y aquel asesino.