Paralelo a la cama, a más o menos un metro de distancia, hay un cofre de cristal de un par de metros de largo, apoyado sobre dos caballetes de madera parecidos a los que sostienen la mesa de la otra habitación. El fondo del cofre está conectado mediante un agujero a un tubo de goma de juntas herméticas que termina en una pequeña máquina apoyada en el suelo, entre las piernas del caballete más cercano a la puerta. De la máquina sale un cable de electricidad que termina en una toma de corriente.
Tendido en el cofre hay un cuerpo momificado. Es el cadáver de un hombre de aproximadamente un metro ochenta de estatura, cornpletamente desnudo. Los miembros resecos revelan una complexión muy parecida a la del hombre, aunque ahora la piel apergaminada se ha retirado y deja ver las costillas; las articulaciones de las rodillas y los codos sobresalen como en los miembros de algunos de animales.
El hombre se acerca y apoya la mano en el cristal. El calor dibuja un leve halo en el vidrio limpísimo.
Su sonrisa se hace más amplia. Levanta la caja y la mantiene suspendida sobre el cadáver, a la altura del rostro apergaminado.
«Anda, Vibo, dime qué es.»
El hombre contempla el cuerpo con afecto. Recorre con la mirada el rostro descarnado de ese ser al que alguien, con habilidad quirúrgica, ha extirpado por completo la piel y el cuero cabelludo. El hombre devuelve con una sonrisa misteriosa la sonrisa del cadáver, busca con los ojos sus ojos apagados, escruta con ansia la fijeza de su expresión, como si percibiera algún movimiento en los músculos resecos, que tienen el color de la cera gris.
– Ya verás, ya verás. ¿Te apetece oír un poco de música?
«Sí. No. No, después. Enséñame qué hay ahí dentro. Déjame ver qué me has traído.»
El hombre da un paso atrás, como si jugara con un niño al que es preciso refrenar para defenderlo de su propia impaciencia.
– No, es un momento importante, Paso. Hace falta un poco de música. Espérame, vuelvo enseguida.
«No, anda, Vibo, después. Ahora hazme…»
– Tardaré solo un segundo. Espera.
El hombre apoya la caja en una silla plegable de madera, abierto junto al cofre transparente y desaparece por la puerta. El cadáver se queda solo, inmóvil en su pequeña eternidad, mirando el techo. Poco después se oyen las notas dolorosas del «Instrumental Solo» de Jimi Hendrix en Woodstock. El himno estadounidense, traducido por la guitarra distorsionada, ha perdido sus ecos triunfales. No están en él los héroes ni sus banderas; solo la añoranza del que ha partido a una estúpida guerra cualquiera y el llanto de quien, por esa misma estúpida guerra jamás le ha visto regresar.
La luz en la otra habitación se apaga y el hombre reaparece en el hueco oscuro de la puerta.
– ¿Te gusta esta, Paso?
«Claro. Sabes que siempre me ha gustado. Pero ahora, anda, déjame ver qué me has traído…»
El hombre se acerca a la caja colocada sobre la silla. La sonrisa no ha abandonado su cara ni un solo instante. Levanta la tapa con gesto solemne y la apoya en el suelo, al lado de la silla. Coge la caja y la apoya en el cofre, a la altura del pecho del cuerpo que está tendido dentro.
– Ya verás, te gustará. Estoy seguro de que te quedará muy bien.
Extrae de la caja, con movimientos cuidadosos, el rostro de Alien Yoshida pegado a la cabeza de maniquí como una máscara de plástico. La cabellera se mueve como si aún tuviera vida, como si la agitara un viento que allí, bajo tierra, no podrá llegar jamás.
– Aquí tienes, Paso. Mira.
«Oh, Vibo, de veras es hermoso. ¿Es para mí?»
– Por supuesto que es para ti. Ahora mismo te lo pongo.
Con la máscara en la mano izquierda, el hombre oprime con la derecha un botón que hay en la parte superior del cofre. Se oye el leve silbido del aire que llena el ataúd transparente. Ahora el hombre puede levantar la tapa, que se abre mediante una bisagra dispuesta en el lado derecho del cofre.
Sosteniendo la máscara con las dos manos, la apoya con cuidado sobre el rostro del cadáver y la mueve delicadamente para hacer encajar las aberturas de los ojos en los ojos vidriosos del muerto, la nariz en la nariz, la boca en la boca. Pasa con precaución infinita una mano detrás de la nuca del cadáver, para levantarla y adherir la máscara también por la parte posterior, alisando los bordes para que no se formen pliegues.
La voz es impaciente y temerosa a la vez.
«¿Cómo me queda, Vibo? ¿Me dejas ver?»
El hombre se aleja un paso y contempla, inseguro, el resultado de su trabajo.
– Espera. Espera solo un instante. Falta algo…
El hombre se acerca a la mesa de noche, abre el cajón y retira un peine y un pequeño espejo. Regresa junto al muerto con la ansiedad de un pintor que vuelve a un cuadro incompleto, al que solo falta una última y definitiva pincelada de color para convertirse en una obra maestra.
Con el peine arregla la cabellera de la máscara, ya opaca, sin brillo como para darle un toque de la vida que ya no tiene. El hombre es padre y madre en este momento. Es la abnegación sin tiempo y sin límite. En sus gestos hay una ternura y un afecto infinitos, como si albergara dentro de sí vida y calor suficientes para los dos, como si la sangre de sus venas y el aire de sus pulmones alcanzaran para él y el cuerpo sin memoria que está tendido en el ataúd de cristal.
Levanta el espejo ante el rostro del muerto, con expresión de triunfo.
– ¡Listo!
Un instante de silencio, de estupefacción. La guitarra deshilachada de Jimi Hendrix evoca el campo de batalla recorrido por el silencio de la muerte. Evoca las heridas de todas las guerras y la búsqueda de sentido de todos los que han muerto por valores sin valor.
Una lágrima de emoción cae del rostro del hombre sobre el rostro del cadáver cubierto por la máscara. Parece una lágrima de alegría del muerto.
«Vibo, ahora también yo soy guapo. Tengo cara, como todos los demás.»
Sí. Paso, eres verdaderamente guapo, mucho más que todos los demás.
«No sé cómo agradecértelo, Vibo. No sé qué habría hecho sin ti. Primero…»
Hay emoción en la voz. Hay gratitud y añoranza. Hay el mismo afecto y la misma abnegación que en los ojos del hombre.
«Primero me has liberado de mi mal y ahora me has regalado… me has regalado esto, un rostro nuevo, un rostro guapísimo. ¿Cómo podré recompensarte?»
No debes ni siquiera decirlo, ¿entendido? No debes decirlo jamás. Lo he hecho por ti, por nosotros, porque los demás están en deuda con nosotros y deben restituirnos todo lo que nos han robado. Haré lo que sea para resarcirte por lo que te han hecho, te lo prometo…
Como si quisiera subrayar toda la amenaza contenida en esta promesa, la música se transforma de golpe en la energía arrasadora de «Purple Haze»; la mano de Hendrix atormenta las cuerdas de metal en su carrera ruidosa hacia la libertad y la aniquilación.
El hombre baja la tapa, que se cierra sin ruido sobre la guía de goma. Se acerca al compresor apoyado en el suelo y pulsa el botón. Con un zumbido la máquina se pone en marcha y comienza a aspirar el aire del interior del ataúd. Por efecto del vacío, la máscara se adhiere aún mejor al rostro del muerto y provoca una leve arruga a un lado, que da al cadáver la expresión de una sonrisa satisfecha.
El hombre se dirige hacia la cama, se quita la camiseta negra que lleva y la arroja sobre una banqueta apoyada contra la estructura de hierro de la cama. Continúa desvistiéndose hasta quedar desnudo. Desliza el cuerpo atlético entre las sábanas, apoya la cabeza en la almohada y permanece tendido boca arriba mirando el techo, en la misma posición que el cuerpo tendido en el ataúd iluminado.