Apaga la luz. De la otra habitación llega solo la claridad atenuada de los LED rojos y verdes de los aparatos electrónicos, furtivos como ojos de gato en un cementerio.
La música ha terminado.
En el silencio sepulcral, el hombre vivo se hunde en un sueño sin sueños, como el de los muertos.
22
Frank y Hulot llegaron a la plaza central de Eze Village, tras dejar atrás la fábrica de perfumes Fragonard. Frank recordó con el corazón compungido que Harriet había comprado algunos frascos de esencias en el viaje que realizaron ambos a Europa. Volvió a ver su cuerpo delgado y pleno bajo la tela del ligero vestido de verano mientras tendía la muñeca para recibir las gotas de agua de Colonia de muestra. Volvió a verla frotándose esa parte con la mano y esperar que el líquido se evaporara, antes de sentir, casi con sorpresa, el aroma combinado de la piel con el perfume.
Era uno de esos perfumes el que llevaba el día que…
– ¿Estás aquí, o debo ir a buscarte?
La voz de Nicolás apagó de golpe las imágenes que Frank tenía ante los ojos. Se dio cuenta de que estaba completamente abstraído.
– No, estoy aquí. Solo un poco cansado.
En realidad, el más cansado de los dos era Nicolás. Tenía los ojos inflamados y enrojecidos del que ha pasado una noche de insomnio y tiene la imperiosa necesidad de una ducha tibia y una cama fresca, en ese orden. Frank había subido al Pare Saint-Román y había dormido algunas horas por la tarde, pero él se había quedado en el despacho para terminar todo el trabajo burocrático que la investigación policial conlleva. Cuando lo dejó en la central, Frank había pensado que el día en que los policías ya no estuvieran obligados a perder la mitad de su tiempo rellenando papeles se salvarían a la vez las selvas amazónicas y muchas posibles víctimas de criminales.
Ahora iban a cenar a casa de Hulot y su mujer, Céline. Dejaron atrás el aparcamiento, los restaurantes y las tiendas de souvenirs, doblaron a la izquierda y cogieron la calle que llevaba a la parte más alta de la zona. Un poco más abajo de la iglesia que domina Eze se alzaba la casa de Nicolás Hulot; era un chalet de revoque claro y tejados oscuros, construido en equilibrio sobre el valle. Frank se había preguntado muchas veces de qué recursos habría echado mano el arquitecto para impedir que la fuerza de gravedad lo hiciera rodar cuesta abajo.
Aparcaron el Peugeot y Frank siguió a Nicolás mientras abría la puerta. Entraron en la casa. Frank se quedó de pie en el recibidor, mirando alrededor. Nicolás cerró la puerta a sus espaldas.
– Céline, hemos llegado.
La cabeza morena de la señora Hulot asomó por la puerta de la cocina, al final del pasillo.
– Hola, querido. Hola, Frank. Sigues tan guapo como siempre, por lo que veo. ¿Cómo estás?
– Hecho polvo. Lo único que puede reanimarme es tu cocina. Y a juzgar por el aroma, me parece que hay grandes probabilidades de curación.
La señora Hulot esbozó una sonrisa que iluminó su rostro bronceado. Salió de la cocina secándose las manos con un trapo.
– Ya está casi listo. Nic, ofrécele a Frank algo para beber mientras esperáis. Estoy un poco retrasada. He perdido mucho tiempo ordenando la habitación de Stephane. Le he dicho mil veces que trate de ser un poco más ordenado, pero no hace caso. Cuando sale siempre deja su cuarto hecho un desastre.
Volvió a la cocina con un revoloteo de faldas. Frank y Nicolás se miraron. En los ojos del comisario apareció la sombra de una pena que no terminaría jamás.
Stéphane, el hijo veinteañero de Céline y Nicolás Hulot, había muerto unos años atrás, a consecuencia de un accidente automovilístico, tras un largo coma. La mente de Céline se había negado a aceptar su muerte. Seguía siendo la mujer de siempre, dulce, inteligente y graciosa, sin que su personalidad se hubiera alterado en nada. Simplemente se comportaba como si Stéphane anduviera a diario por la casa, en vez de ser una foto y un nombre en la lápida de un cementerio. Tras visitarla algunas veces, los médicos consultados habían aconsejado a Hulot que siguiera el inofensivo juego de su esposa; creían que, en definitiva, aquello la protegía de daños psíquicos más graves.
Frank, que conocía el problema de Céline Hulot, se había adaptado a la situación desde su primer viaje a Europa. Lo mismo hizo Harriet cuando ambos estuvieron de vacaciones en la Costa Azul.
Después de la muerte de Harriet, la amistad con Nicolás se había hecho más profunda. Cada uno conocía la pena del otro, y solo en virtud de ese vínculo Frank había aceptado volver al principado de Monaco.
Hulot se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero Thonet hecho con madera de haya curvada al vapor, situado contra la pared de la izquierda. Toda la casa estaba decorada con muebles de coleccionista, fruto de una cuidadosa búsqueda, que transportaban a la época en que se había construido la casa.
Hulot llevó a Frank al salón, que se abría a un amplio balcón terraza desde el cual se dominaba la costa.
Fuera, la mesa para la cena estaba puesta con gusto, adornada con un ramo de flores amarillas y violeta dispuestas en un florero en el centro del inmaculado mantel. Se respiraba un ambiente hogareño, de cosas sencillas pero bien elegidas, de amor por una vida tranquila, sin ostentaciones. Se notaba la unión indisoluble de Nicolás y su mujer, el dolor por lo que ya no estaba, la añoranza por todo lo que habría podido ser y no había sido.
Frank lo percibía con claridad en el aire. Era un estado de ánimo que conocía a la perfección; esa sensación de pérdida que la vida conlleva inevitablemente cuando toca a alguien con la mano dura del dolor. Sin embargo, en vez de sentirse asustado, encontraba cierta paz en los ojos vivos de Céline Hulot, que había tenido coraje de sobrevivir al hijo muerto refugiándose en su inocente locura.
Frank la envidiaba, y estaba seguro de que el marido experimentaba el mismo sentimiento. Para ella los días no eran números que una mano tachaba cada noche; para ella el tiempo no era esperar interminablemente a alguien que no llegaría nunca. Céline tenía la sonrisa feliz del que está en una casa vacía pero sabe que la persona amada regresará en unas horas.
– ¿Qué te apetece beber, Frank? -preguntó Hulot.
– El aroma habla de comida francesa. ¿Qué me dices de un aperitivo francés? Yo propondría un Pastis.
– Vale.
Nicolás fue al mueble bar a preparar las bebidas. Mientras tanto, Frank salió al balcón y se quedó mirando el panorama. Desde allí se dominaba una larga extensión de costa, ensenadas, bahías y cabos que avanzaban sobre el mar como dedos tendidos que indicaban el horizonte. El rojo del ocaso anunciaba otro día azul que a ellos les era negado.
Quizá aquella historia le había marcado definitivamente, pero a la mente de Frank acudió el título de un álbum de Neil Young, Rust Never Sleeps.
La herrumbre no duerme nunca.
Delante de sus ojos se extendían todos los colores del paraíso. Agua azul, montañas verdes que se hundían en el mar, el oro rojo del cielo… aquel ocaso tan dulce lastimaba el corazón.
Pero pisando el suelo estaban ellos, los hombres de esta tierra, iguales a los hombres de otros cientos de lugares, en guerra con todas las cosas y de acuerdo en una sola: el intento desesperado de destruirlo todo.
«Nosotros somos la herrumbre que no duerme nunca.»
A su espalda oyó llegar a Nicolás. Lo vio a su lado, con dos vasos en las manos, llenos de un líquido opaco y lechoso. El hielo tintineó contra el cristal cuando Nicolás le pasó el aperitivo.
– Ten, siéntete francés durante uno o dos sorbos; después vuelve a ser estadounidense, que por ahora me sirves así.
Frank se llevó el vaso a los labios y notó el sabor y el perfume punzante del anís en la boca y la nariz. Bebieron con calma, en silencio, el uno al lado del otro, solos y decididos ante algo que parecía no tener fin. Había pasado un día desde que encontraron el cadáver de Yoshida, y no había sucedido nada. Un día consumido inútilmente a la caza de un indicio, de una pista. Una actividad frenética, una carrera agotadora por un camino que se perdía en el horizonte. Tregua. Eso era lo que deseaban. Solo un breve instante de tregua. Sin embargo, también en ese momento en que estaban a solas, había otra presencia que no lograban exorcizar.