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Frank se detuvo en la plazoleta central de Eze, al lado de un cartel que prometía la llegada de un taxi. En la parada no se veía ningún vehículo. Miró a su alrededor. A pesar de ser casi medianoche, había mucho movimiento. Llegaba el verano y los turistas comenzaban a afluir a la costa, a la caza de vistas pintorescas que pudieran llevarse a casa esmeradamente registradas en un carrete de fotos.

Vio que una gran berlina oscura atravesaba despacio la plaza y se dirigía hacia él. El coche se detuvo a su altura. Se abrió la puerta del conductor y bajó un hombre. Era al menos un palmo más alto que Frank, de complexión robusta pero de movimientos ágiles. Tenía la cara cuadrada y el pelo castaño cortado al estilo militar. El hombre rodeó el coche y se detuvo ante él. Sin motivo aparente, Frank tuvo la impresión de que bajo la chaqueta de buen corte llevaba una pistola. No sabía quién era, pero de inmediato pensó que era un tío peligroso.

El hombre lo miró con unos inexpresivos ojos de color avellana. Frank calculó que debía de tener más o menos su edad, algunos años más, quizá.

– Buenas noches, señor Ottobre -dijo en inglés.

Frank no mostró sorpresa alguna. Una señal de respeto cruzó los ojos del hombre, pero enseguida se volvieron neutros.

– Buenas noches. Veo que ya sabe mi nombre.

– El mío es Ryan Mosse y soy estadounidense, como usted.

Frank le pareció reconocer el acento de Texas.

– Encantado.

La afirmación contenía una pregunta implícita. Con la mano, Mosse le indicó el automóvil.

– Si tiene usted la gentileza de aceptar dar un paseo por Montecarlo, en el coche hay una persona que quisiera hablarle.

Sin esperar la respuesta, fue a abrir la puerta posterior. Frank observó que en el interior había una persona. Vio unas piernas de hombre con pantalón oscuro, pero no le fue posible distinguir el rostro.

Frank miró a Mosse a los ojos. También él podía ser un tipo peligroso, y era mejor que el otro lo supiera.

– ¿Existe alguna razón particular por la que debería aceptar su invitación?

– La primera es que se evitaría una caminata de varios kilómetros hasta su casa, visto que los taxis son difíciles de encontrar a esta hora. La segunda es que la persona que querría hablar con usted es un general del ejército de Estados Unidos. La tercera, que esta conversación podría ayudarle a resolver un problema que le tiene a mal traer en este momento…

Sin mostrar la menor emoción, Frank dio un paso hacia la puerta abierta y subió al coche. El hombre sentado dentro era bastante mayor, pero parecía cortado por el mismo patrón. Su físico era más pesado, a causa de la edad, pero transmitía la misma sensación de fuerza que el otro. El pelo, completamente canoso, aunque todavía tupido, lucía el mismo corte militar. En la tenue luz del coche, Frank vio que le observaban un par de ojos azules que destacaban, extrañamente juveniles, en el rostro bronceado y arrugado. Le recordaron a los de Homer Woods, su jefe. Pensó que si ese hombre le hubiera dicho que era su hermano no se habría sorprendido en absoluto. Llevaba una camisa clara, abierta en el cuello, arremangada. En el asiento delantero, Frank vio una chaqueta del mismo color que los pantalones.

Fuera, Mosse cerró la puerta.

– Buenas noches, señor Ottobre. ¿Puedo llamarle Frank?

– Por ahora creo que bastará con «señor Ottobre», ¿monsieur…? -Frank usó adrede esta palabra en francés.

El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa.

– Veo que la información que me han dado sobre usted era correcta. Puedes arrancar, Ryan.

Mosse, mientras tanto, había vuelto al volante del coche. El automóvil se puso en marcha con suavidad, y el viejo volvió a dirigirse a Frank.

– Disculpe la grosería con la que lo hemos abordado. Me llamo Nathan Parker y soy general del ejército de Estados Unidos.

Frank estrechó la mano que le tendía. El apretón del hombre era decidido, pese a su edad. Frank imaginó que debía de hacer ejercicio diariamente para tener ese físico y esa fuerza. Guardó silencio, esperando.

– Y soy el padre de Arijane Parker.

Los ojos del general buscaron en los de Frank una muestra de sorpresa, sin encontrarla. Pareció satisfecho. Se apoyó en el respaldo del asiento y cruzó las piernas en el limitado espacio del vehículo.

– Adivinará usted por qué estoy aquí.

Apartó un instante la mirada, como si observara algo por la ventanilla. Fuera lo que fuese, quizá solo él lo veía.

– He venido a encerrar el cuerpo de mi hija en un ataúd y a llevarla de nuevo a Estados Unidos. El cuerpo de una mujer degollada como un animal en el matadero.

Nathan Parker se volvió otra vez hacia él. A la luz huidiza de los faros de los coches con que se cruzaban, Frank distinguió el centelleo de sus ojos. Se preguntó si los encendía la ira o el dolor.

– No sé si habrá perdido usted a un ser querido, señor Ottobre…

De pronto Frank lo odió. Evidentemente la información que había obtenido sobre él incluía lo ocurrido a Harriet. Y supo que el general no lo veía como un dolor que tenían en común, sino simplemente como una moneda de cambio. Parker prosiguió como si nada.

– No he venido hasta aquí a llorar a mi hija. Soy un soldado, Señor Ottobre. Y un soldado no llora. Un soldado se venga.

La Voz del general era tranquila, pero transmitía una furia letal.

– Ningún maniático hijo de puta puede hacer lo que ha hecho y quedar impune.

– Hay hombres trabajando e investigando por ese mismo motivo -dijo Frank con tranquilidad.

Nathan Parker se volvió con brusquedad hacia él.

– Frank, excepto usted, esta gente no sabría dónde ponerse un supositorio aunque les hicieran un dibujo. Y, además, usted sabe muy bien cómo son las cosas en Europa. No quiero que este asesino termine encerrado en una institución mental y lo dejen en libertad al cabo de un par de años; quizá incluso hasta se disculpan.

Hizo una breve pausa y miró otra vez por la ventanilla. El coche recorrió el final de la calle que bajaba de Eze y dobló a la izquierda para tomar la basse corniche hacia Montecarlo.

– Le propongo lo siguiente: Organizaremos un equipo de hombres competentes y proseguiremos las investigaciones por nuestra cuenta. Puedo contar con toda la colaboración que quiera: FBI, Interpol, incluso la CÍA, si hace falta. Puedo hacer venir un grupo de hombres mejor preparados y adiestrados que cualquier policía. Jóvenes despiertos que no hacen preguntas y se limitan a obedecer. Usted podría dirigir ese grupo…

Señaló con la cabeza al hombre que conducía el coche.

– El capitán Mosse colaborará con usted. La investigación proseguirá hasta que cojan al asesino. Y cuando le cojan, me lo entregarán a mí.

Mientras tanto el coche había entrado en la ciudad. Tras dejar atrás el Jardín Exotique, iban por el bulevar Charles III, pasando por la calle Princesse Caroline hasta el puerto.

El viejo soldado miró por la ventanilla el lugar donde habían encontrado el cuerpo mutilado de su hija. Apretó los ojos como si le costara ver. Frank pensó que no tenía nada que ver con su vista, sino que era un gesto instintivo, producto de la violenta cólera que se agitaba en ese hombre. Parker siguió sin volverse. Quizá no lograba despegar los ojos del puerto, donde los yates iluminados esperaban tranquilamente un nuevo día de mar.

– Allí es donde encontraron a Arijane. Era hermosa como el sol y muy inteligente. Era una muchacha extraordinaria. Una rebelde. Distinta de su hermana, pero extraordinaria. No estábamos siempre de acuerdo, pero nos respetábamos, porque éramos iguales Y me la han matado como a un animal.

La voz del militar tembló levemente. Frank permaneció en silencio, dejando que el padre de Arijane siguiera con sus pensamientos.

El coche bordeó el puerto y se dirigió a la entrada del túnel. Nathan Parker se apoyó en el respaldo. Las luces amarillas del túnel pintaron en sus rostros colores antinaturales.