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El cónsul lo entendió y pareció apreciarlo. Era difícil que Frank en ese momento de su vida, inspirara simpatía. Durham tuvo el pudor de no fingirla; sabía que la consideración y el respeto eran una alternativa suficientemente adecuada.

– Tome asiento, señor Durham.

– Dwight, llámeme solo Dwight. Y, por favor, tutéeme.

– Vale. Dwight, entonces. Lo mismo digo. ¿Te apetece tomar algo? Mi bar no está muy bien provisto, pero… -dijo, al tiempo que salía al balcón a recuperar la camisa.

– ¿Podría ser una Perrier?

Nada de alcohol. Bien. Mientras pasaba por delante de él camino a la cocina, Durham se sentó en el sofá. Frank observó que los calcetines eran de idéntico color que los pantalones. Un hombre ton-sur-ton. Cuidadoso, pero no obsesivo.

– Creo que sí. ¿Servicio «salvaje Oeste»?

Durham sonrió.

– Por supuesto. El servicio «salvaje Oeste» estará muy bien.

Volvió con una botella de Perrier y un vaso y se los dio sin ceremonias. Mientras Dwight se servía el agua con gas, Frank fue a sentarse en el otro sillón.

– Supongo que te preguntarás por qué he venido.

– No, ya te lo estás preguntando tú. Supongo que ahora me lo dirás.

Durham contempló las burbujas en su vaso como si fueran de champán.

– Tenemos un problema, Frank.

– ¿Tenemos?

– Sí, tenemos. Tú y yo. Yo soy cara y tú eres cruz. O viceversa. Pero en este momento somos dos caras de la misma moneda. Y estamos en el mismo bolsillo.

Bebió un sorbo de agua y dejó el vaso en la mesita baja de cristal que tenía delante.

– Antes que nada, querría aclararte que mi visita solo tiene oficial lo que tú quieras atribuirle. Yo la considero absolutamente extraoficial, una simple conversación entre dos civiles. Te confieso que esperaba encontrarme a otra clase de persona. No precisamente a Rarnbo, pero sí quizá a Elliot Ness. Me alegro de haberme equivocado.

Volvió a coger el vaso, como si se sintiera más seguro teniéndolo en la mano.

– ¿Quieres que te cuente la situación?

– No estaría mal. En este momento, un repaso general me resultaría útil.

– Bien. Puedo decirte que el homicidio de Alien Yoshida no ha hecho más que acelerar algo que ya empezó con la muerte de Arijane Parker. Estás al tanto de la presencia del general Parker en el principado, ¿verdad?

Frank hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Dwight prosiguió, aliviado y al mismo tiempo preocupado al ver que lo sabía.

– Ha sido una suerte que el azar te haya llevado donde estás ahora, porque eso me ha ahorrado la incomodidad de exigir la presencia de un representante nuestro en las investigaciones. Estados Unidos, en este momento, tiene un problema de imagen. Por ser un país que ha decidido asumir el liderazgo de la civilización moderna, por creerse la única y verdadera superpotencia mundial, hemos sufrido un fuerte golpe con lo ocurrido el 11 de septiembre. Nos han golpeado justo donde éramos más fuertes, donde nos sentíamos invulnerables, es decir, en nuestro propio país…

Miró por la ventana; su figura se reflejaba parcialmente en el cristal, que las primeras sombras de la tarde transformaban en espejo.

– Y en medio de esta situación llega este asunto… Dos estadounidenses asesinados, justo aquí, en el principado de Monaco, Uno de los estados más seguros del mundo. Cómico, ¿verdad? ¿No da la impresión de que la historia se repite? Con la complicación de que además hay un padre desolado que ha decidido actuar por su cuenta, un general del ejército de Estados Unidos que quiere utilizar para sus fines personales los mismos métodos terroristas que combatimos. Como comprenderás, hay razones para temer otro gran problema a escala internacional…

Frank miró a Durham, impasible.

– ¿Entonces?

– Entonces debes atrapar a ese asesino, Frank. Debes atraparlo tú. Antes que Parker, antes que la policía de aquí. A pesar de la policía de aquí, de ser necesario. En Washington quieren que esta investigación sea un trofeo para Estados Unidos. Lo quieras o no, debes ser más que Elliot Ness, debes quitarte la camisa y convertirte en Rambo.

Frank pensó que, en una situación distinta, él y Durham habrían podido ser grandes amigos. En el poco rato transcurrido en su compañía se había confirmado su simpatía por ese hombre.

– Sabes que lo atraparé, Dwight. Pero por ninguno de los motivos que acabas de decirme. Quizá seamos la cara y la cruz, pero solo por azar estamos en la misma moneda y en el mismo bolsillo. Yo atraparé a ese asesino, y vosotros podéis dar a ese hecho el significado que queráis. Os pido una sola cosa.

– ¿Qué?

– Que no me obliguéis de ningún modo a aceptar vuestros motivos como si fueran también los míos.

Dwight Durham, cónsul de Estados Unidos, no dijo nada. Tal vez no había entendido, o tal vez había entendido demasiado bien. Pero, al parecer, estaba conforme. Se levantó del sillón y con las manos se alisó los pantalones. La conversación había terminado.

– Muy bien, Frank. Creo que nos lo hemos dicho todo.

Frank se levantó a su vez. Los dos se dieron la mano al contraluz de aquella tarde de verano. Fuera el sol se ponía. Pronto caería la noche; una noche llena de voces y de asesinos en la sombra. Y cada uno buscaría a tientas, en la oscuridad, su escondite.

– No te molestes en acompañarme; conozco el camino. Adiós, Frank. Buena suerte. Sé que sabrás coger el toro por los cuernos-

– Este toro tiene muchos cuernos, Dwight. No será fácil abatirlo.

Durham fue hasta la entrada y abrió la puerta. Frank entrevió la silueta de Malcolm, de pie en el pasillo, mientras volvía a cerrarse.

De nuevo solo, cogió otra cerveza del frigorífico y volvió al sillón que había ocupado su huésped.

«Somos la misma moneda… ¿Cara o cruz, Dwight?»

Se relajó y trató de olvidarse de Durham y de su conversación. La diplomacia, las guerras y las maniobras políticas. Bebió un sorbo de cerveza.

Intentó un ejercicio que no practicaba desde hacía algún tiempo y que él llamaba «la apertura». Cuando una investigación llegaba a un punto muerto, se sentaba a solas y trataba de liberar la mente, de dejar que cada pensamiento pudiera unirse libremente a los otros, como un rompecabezas mental en el que las piezas encajaban de manera casi automática. Sin una voluntad precisa, sino dejándose guiar por el inconsciente. Una suerte de pensamiento paralelo mediante imágenes, que a veces le había dado buenos frutos. Cerró los ojos.

«Arijane Parker y Jochen Welder.

La embarcación, encajada en el muelle, los mástiles levemente inclinados hacia la derecha. Los dos muertos tendidos en la cama, desollados, los dientes al descubierto en una risa sin odio.

La voz por la radio.

La inscripción, roja como la sangre.

"Yo mato…"

Jean-Loup Verdier. Sus ojos extraviados.

El rostro de Harriet.»

¡No, eso no, ahora no!

«De nuevo la voz por la radio.

La música. La cubierta del disco de Santana.

Alien Yoshida.

Su cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla.

El asiento claro, de nuevo la inscripción roja.

La mano, el cuchillo, la sangre.

Las imágenes de la película.

El hombre de negro y Alien Yoshida.

Las fotos de la habitación, sin ellos.

La película. Las fotos. La película. Las fotos. La pe…»

De golpe, con un salto casi involuntario, Frank Ottobre se encontró de pie frente al sillón. Era un detalle tan pequeño que su mente lo había grabado y archivado corno algo secundario. Tenía que volver de inmediato a la central de policía para comprobar si lo que había recordado era cierto. Quizá fuera una simple ilusión pero tenía que agarrarse a esa pequeñísima esperanza. En aquel momento deseó tener mil dedos para poder cruzarlos todos.