Cada uno tiene sus drogas; esa era la suya.
Miró la fachada iluminada de Radio Montecarlo. Había algunos coches patrulla aparcados en la explanada frente a la entrada. Se encendió la luz azul de uno de los faros giratorios y un automóvil se puso en movimiento. Coletti se relajó. Era el coche escolta que todas las noches acompañaba a Jean-Loup Verdier a su casa. Los había seguido varias veces y ya sabía qué harían: subirían hasta la casa del locutor, se meterían por la verja y buenas noches a todos. Los agentes permanecerían de guardia y harían imposible cualquier tentativa de contacto.
Habría pagado la mitad de la fortuna de Bill Gates para poder entrevistar a ese hombre, pero era imposible, por el momento. El lugar estaba blindado, a la entrada y a la salida. Había vigilado esa casa lo suficiente para saber que era imposible.
Demasiadas cosas se habían revelado imposibles últimamente, Había tratado por todos los medios de que el periódico lo enviara a Afganistán a cubrir la guerra. Era una historia que él sentía en los huesos, y sabía que habría podido contarla mejor que cualquier otro, como ya había hecho con la ex Yugoslavia. Pero habían preferido a Rodin, quizá porque creían que era más joven y estaba más hambriento, más dispuesto a arriesgarse. Quizá había detrás algún chanchullo político, alguna recomendación de alguien, de la que él no estaba al tanto.
Abrió la guantera del salpicadero y sacó su cámara digital, una Nikon 990 Coolpix. La puso en el asiento del acompañante y Ia revisó como hace un soldado con su arma antes de una batalla. Las baterías estaban cargadas y tenía cuatro tarjetas de 128 megas. Podía fotografiar la tercera guerra mundial, de haber sido necesario. Bajó del Mazda sin preocuparse de echarle la llave. Escondió la cámara bajo la chaqueta, para que no se notara. Dejó atrás el coche y la Piscine y se encaminó en la dirección opuesta. Unos metros más adelante se encontró ante la escalera que conducía a la Promenade. Allí un coche normal pero con la luz intermitente de la policía en el techo salió de la Rascasse y pasó velozmente delante de él.
Coletti alcanzó a ver que en el interior iban dos personas. Imagino quiénes serían: el comisario Hulot y el inspector Morelli. O quizá ese tío moreno de cara sombría al que había visto salir aquella mañana de la casa de Jean-Loup Verdier y que le había miado al pasar en coche ante él. Cuando los ojos de ambos se cruzaron, Coletti había experimentado una sensación extraña.
Era un hombre que parecía llevar el diablo dentro. Coletti sabía mucho de demonios, y también sabía reconocer a quienes los acarreaban consigo. Quizá valiera la pena averiguar algo más de ese personaje…
Hacía tiempo que el periodista había renunciado a seguir a los coches patrulla. Los policías no eran estúpidos, y le habrían descubierto enseguida. Lo habrían detenido, y adiós a su exclusiva. No debía cometer ningún error.
Además, debido a la falsa alarma de la primera llamada, los polis debían de andar de muy mal talante. Coletti no habría querido estar en el lugar del que la había hecho, si le habían cogido. Y él no pensaba arrojarse de cabeza en una situación parecida.
Si la siguiente víctima de ese maníaco era realmente Roby Stricker, lo usarían de cebo, y el único lugar donde podían hacerlo era su casa. De modo que él solo debía encontrar un lugar adecuado donde colocarse, desde el cual poder ver sin ser visto. Si sus deducciones eran justas y atrapaban a Ninguno, sería el único testigo ocular y el único reportero que tendría la foto de la captura.
Si lo lograba, valdría su peso en oro.
En los alrededores no había casi nadie. Seguramente todo el mundo en la ciudad había escuchado el programa y oído la nueva llamada de Ninguno. Sabiendo que había un asesino suelto, no habría mucha gente que quisiera salir a dar un tranquilo paseo nocturno.
Coletti fue hacia la entrada iluminada de Les Caravelles. Cuando llegó delante de la puerta de cristal soltó un suspiro de alivio: la cerradura era normal, y no una de clave numérica. Hurgó en un bolsillo, como un inquilino cualquiera que busca las llaves.
Sacó un llavero que le había regalado un informador, un tío listo al que en una ocasión había ayudado a salir de un aprieto. Era un hombre que adoraba el dinero, viniera de donde viniera, ya fuera el que el periodista le daba por los datos que le pasaba, o el que él mismo que se procuraba entrando a robar en pisos sin vigilancia.
Metió el utensilio en la cerradura y la puerta se abrió. Coletti entró en el vestíbulo del edificio de lujo y echó una mirada a su alrededor. Espejos, sillones de piel, alfombras persas en el suelo de mármol. A esa hora no había vigilancia, pero durante el día debía de haber un encargado inflexible.
Sintió que el corazón se le aceleraba.
No era miedo.
Era adrenalina pura. Era el paraíso en la tierra. Era su trabajo.
A su derecha había dos puertas de madera. Una tenía una placa de latón en la que ponía: «Conserje». La otra, en el ángulo opuesto, debía de llevar al subterráneo. Ignoraba en qué piso vivía Roby Stricker, y despertar al encargado a esa hora para preguntárselo no le parecía la mejor táctica. Pero podía coger el ascensor de servicio, ir hasta la última planta y desde allí bajar por la escalera hasta identificar el piso que buscaba. Después encontraría un buen lugar desde donde observar, aunque tuviera que colgarse del exterior de una ventana, como ya había hecho en alguna ocasión.
Las Reebok que calzaba no hicieron ningún ruido mientras alcanzaba la puerta del subterráneo. La empujó, rogando que no estuviera cerrada. Tenía su utensilio, es cierto, pero cada segundo ahorrado era un segundo ganado. Lanzó un suspiro de alivio. La puerta estaba entornada. Del otro lado, oscuridad total. Bajo el reflejo de las luces del vestíbulo se veía la escalera que bajaba hacia las sombras. Dispuestas a intervalos regulares, brillaban como ojos de gato las pequeñas luces rojas de los interruptores eléctricos.
No podía encender la luz. Bajó los dos primeros escalones a tiempo que acompañaba la puerta que se cerraba. Agradeció mentalmente la eficiencia del que mantenía tan bien engrasadas las bisagras. Giró sobre sí mismo y se movió a tientas, buscando la pared con la mano. Comenzó a bajar despacio, prestando atención par no tropezar. El corazón le latía tan fuerte que no le habría sorprendido que resonara en todo el edificio. Extendió el pie y se dio cuenta que había llegado al final de la escalera. Tanteando con una mano la pared de revoque áspero, comenzó a avanzar con lentitud. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta y se dio cuenta de que, con el nerviosismo, se había olvidado en el coche, junto con los cigarrillos, el mechero Bic de dos liras, que ahora habría podido serle muy útil. Confirmó una vez más que la prisa es siempre mala consejera. Continuó avanzando a tientas. Apenas había dado algunos pasos en aquella oscuridad absoluta cuando sintió que una mano de hierro le apretaba la garganta y su cuerpo golpeaba con violencia contra la pared.
Séptimo carnaval
En el gran piso silencioso hay un hombre sentado en un sillón en la oscuridad.
Ha pedido quedarse solo, él, que siempre ha tenido terror a la soledad, a las habitaciones vacías, a la penumbra. Los otros se han ido después de haberle preguntado una última vez, antes de salir, con una nota de ansiedad en la voz, sí estaba realmente seguro de querer quedarse allí, sin nadie que lo cuidara.
Ha respondido que sí, tranquilizador. Conoce tan bien esa gran casa que puede moverse libremente, sin nada que temer.
Las voces se han disuelto en los ruidos de los pasos que se alejan, de una puerta que se cierra, de un ascensor que baja. Poco a poco esos ruidos se transforman en silencio.
Así que ahora está solo, y piensa.
En la calma de esta noche de finales de mayo piensa en el vigor de los años pasados. Piensa en su breve verano, que se precipita hacia el otoño de los años que vendrán, que ya no recorrerá sobre las puntas de los pies, sino con las plantas firmemente asentadas sobre el suelo, aprovechando cualquier sólido asidero para no caer.