Выбрать главу

– ¿Quieres decir que este loco es capaz de sentir piedad?

– No lo sé. Tal vez he dicho una estupidez, pero es lo que he pensado al entrar aquí.

Frank apoyó una mano en el hombro de Morelli.

– Tienes razón. La escena es distinta de las de los otros crírnenes. No creo que hayas dicho una estupidez. Y aunque así fuera solo sería una más entre las muchas que hemos dicho y hecho esta noche.

Echaron una última ojeada al cuerpo de Gregor Yatzimin, el etéreo bailarín, el cygnus olor, como le había apodado la crítica de todo el mundo. Incluso en aquella posición y horrendamente desfigurado transmitía una sensación de gracia, como si ni siquiera la muerte pudiera alterar su talento.

Los tres siguieron a Coudin fuera de la habitación.

– ¿Y bien? -preguntó Hulot, sin muchas esperanzas.

El médico forense se encogió de hombros.

– Nada revelador, aparte de la cara desollada, tal vez con un instrumento muy afilado, como un bisturí. El examen de las heridas se efectuará en un lugar más apropiado, aunque puedo decir, a primera vista, que el trabajo se ha hecho con gran pericia.

– Sí. Nuestro amigo ya tiene cierta práctica.

– La causa de la muerte ha sido un disparo de arma de fuego, a corta distancia. De momento solo puedo conjeturar que era un arma de gran calibre, como una 9 mm. La bala ha ido directamente al corazón, y la muerte ha sido casi instantánea. Por la temperatura del cuerpo, diría que ha sucedido hace unas dos horas.

– Justo cuando nosotros estábamos perdiendo el tiempo con ese cabrón de Stricker -gruñó Frank a media voz.

Hulot lo miró para confirmar que había expresado el pensamiento de todos.

– Yo ya he terminado -dijo Coudin-. En lo que a mí concierne, podéis llevaros el cuerpo. Os haré llegar cuanto antes el informe de la autopsia.

Hulot no lo dudaba. Con toda probabilidad las autoridades también habían presionado a Coudin. Y eso no era nada comparado con lo que le esperaba a él.

– Gracias, doctor. Buenos días.

El médico miró al comisario en busca de un rastro de ironía pero solo vio la mirada opaca de un hombre derrotado.

. -También a usted, comisario. Buena suerte.

Los dos sabían cuánto la necesitarían.

Mientras Coudin se marchaba, llegaron los encargados de llevarse el cuerpo. Hulot les hizo una seña con la cabeza y los hombres entraron en la alcoba y desplegaron una bolsa para transportar el cadáver.

– Vayamos a hablar con ese secretario, Morelli.

– Mientras tanto, yo echaré un vistazo por el piso -dijo Frank, absorto.

Hulot siguió a Morelli hasta el final del pasillo, a la derecha de la alcoba. El piso estaba dividido en una zona nocturna y otra diurna. Hulot y Morelli cruzaron unas habitaciones cuyas paredes se hallaban cubiertas con carteles y fotos del desdichado dueño de la casa. El secretario de Gregor Yatzimin estaba sentado en la cocina, en compañía de un agente.

Por los ojos enrojecidos se notaba que había llorado. Era poco más que un muchacho, de cuerpo frágil, con una piel muy clara y el cabello de color arena. En la mesa que tenía delante había una caja de pañuelos de papel y un vaso con un líquido ambarino, tal vez coñac. Cuando los vio entrar se puso de pie.

– Soy el comisario Nicolás Hulot. No se levante, señor…

– Boris Devchenko. Soy el secretario de Gregor. Yo…

Hablaba francés con un fuerte acento eslavo. Mientras volvía a sentarse sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas. Bajó la cabeza y cogió a ciegas un pañuelito.

– Discúlpeme, pero lo que ha sucedido es tan espantoso…

Hulot cogió una silla y se colocó frente a él.

– No tiene por qué disculparse, señor Devchenko. Trate de calmarse. Necesito hacerle unas preguntas.

Devchenko levantó de repente el rostro bañado en lágrimas.

– No he sido yo, señor comisario. Yo estaba fuera, con unos amigos; me han visto todos. Yo quería a Gregor, nunca habría sido capaz de hacer algo… algo como esto.

Hulot sintió una ternura infinita por aquel muchacho. Tenía razón Morelli; sin duda eran amantes. Pero ello no cambiaba en su consideración. El amor es el amor, en cualquier modo que se manifieste. Él mismo había conocido a muchas parejas de homosexuales que vivían historias de amor de una delicadeza de sentimientos difícil de encontrar en otras relaciones más convencionales.

Le sonrió.

– Tranquilícese, Boris. Nadie le está acusando de nada. Solo quería unas aclaraciones que me ayuden a entender qué ha sucedido aquí esta noche.

Boris Devchenko pareció calmarse un poco al ver que nadie lo acusaba.

– Ayer por la tarde llegaron unos amigos de Londres. Debía venir también Roger Darling, el coreógrafo, pero en el último momento lo retuvieron en Inglaterra. Al principio estaba previsto que Gregor bailara interpretando el papel de Billy Elliot, pero después se agravaron muchos sus problemas de vista…

Hulot recordó que había visto esa película en el cine, con Céline.

– Fui a buscarlos al aeropuerto de Niza. Luego vinimos aquí y cenamos en casa. Cociné yo. Después propusimos a Gregor que nos acompañara, pero él no quería. Estaba muy cambiado desde que sus ojos habían empeorado.

Miró al comisario, que con un movimiento de cabeza le confirmó que conocía la historia del bailarín. La exposición a las radiaciones de Chernobil le había causado una degeneración irreversible del nervio óptico que le había llevado a una ceguera total. Su carrera terminó cuando resultó evidente que nunca más lograría moverse sin ayuda sobre un escenario.

– Nosotros salimos y él se quedó solo. Quizá, si también yo me hubiera quedado, todavía estaría vivo.

– No se culpe. No hay nada que hubiera podido hacer en un caso como este.

Hulot no creyó oportuno mencionar que, de haber permanecido en el piso, muy probablemente ahora habría dos cadáveres en vez de uno.

– ¿No ha notado usted nada extraño estos días? ¿Alguna persona que han encontrado por casualidad más de una vez, una llama da extraña, algún detalle insólito, algo…?

El propio Devchenko estaba demasiado desesperado para admitir la nota de desesperación en la voz de Hulot.

– No, nada. Pero tenga usted en cuenta que yo me ocupaba de Gregor todo el tiempo. Cuidar a un hombre casi ciego requiere total dedicación.

– ¿Tienen personal de servicio?

– Nadie fijo. Hay una mujer que viene todos los días a hacer la limpieza, pero se va a media tarde.

Hulot miró a Morelli.

– Apunte el nombre de esa persona, aunque estoy seguro de que no sacaremos nada. Señor Devchenko…

El tono de voz del comisario se suavizó cuando se dirigió de nuevo al muchacho.

– Le pediremos que pase por la comisaría para firmar la declaración; también confío en su disponibilidad para ayudarnos a resolver este asunto. Y le agradeceremos que no salga usted de la ciudad.

– Pues claro, comisario. Cualquier cosa con tal de castigar al que ha matado a Gregor de este modo.

Por el tono con que habló, Hulot no tuvo dudas que, de haber estado en el piso, Boris Devchenko habría arriesgado su vida para salvar la de Gregor Yatzimin. Y la habría perdido.

Hulot se levantó y dejó a Morelli hablando con Devchenko. Volvió a la sala, donde la brigada científica terminaba su registro. Se le acercaron dos agentes.

– Comisario…

– ¿Sí?

– Hemos interrogado a los vecinos. Nadie ha visto ni oído nada.

– Sin embargo, hubo un disparo.

– En la planta de abajo viven dos ancianos, que toman sedantes para dormir. Me han dicho que no oyeron siquiera los fuegos artificiales del Campeonato del Mundo, así que mucho menos un disparo. En el piso de enfrente vive una señora sola, también baste mayor. En este momento está de viaje, y ha dejado aquí a su nieto de París, un muchacho de unos veintidós o veintitrés años, ha pasado toda la noche en discotecas. Llegaba cuando estaba llamando a la puerta. Obviamente no ha visto ni oído nada.