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Lo miró con atención antes de responder. Estudió aquel rostro largado y pálido, de exorcista, los ojos agudos y conscientes de la complejidad de ser a un tiempo un hombre de ciencia y de fe. Vestido de civil, podía pasar por un pariente de un paciente cualquiera.

– No estoy loco, si es eso lo que quiere oírme decir.

– Ya sé que no estás loco, y tú sabes muy bien que no es eso lo que quisiera oírte decir. Cuando te pregunto cómo estás, de veras quiero saber cómo estás.

Frank abrió los brazos en un gesto que abarcaba cualquier cosa o todo el mundo.

– ¿Cuándo podré irme de aquí?

– ¿Estás listo para marcharte?

El padre Kenneth había respondido a su pregunta con otra pregunta.

– Si me lo planteo, mi respuesta es que no lo estaré nunca por eso se lo he preguntado a usted.

– ¿Eres creyente, Frank?

Se volvió para mirarle con una sonrisa amarga.

– Por favor, padre, no caiga en esas banalidades, como «Mira hacia Dios, y Dios mirará hacia ti». Últimamente, cuando le he mirado, Dios ha desviado los ojos.

– No ofendas mi inteligencia, y sobre todo no ofendas la tuya Te obstinas en darme un papel que recitar, quizá porque también tú has decidido recitarme uno. Tengo un motivo para haberte preguntado si crees en Dios…

Frank se puso a observar a un jardinero que podaba un arce.

– No me interesa. Yo no creo en Dios, padre Kenneth. Y no es una ventaja, pese a lo que pueda pensar la gente.

Volvió a mirarlo.

– Significa que no hay nadie para perdonarme por el mal que hago.

«Y en efecto siempre he creído que no lo hacía -pensó-, y en cambio lo he hecho. Poco a poco le he quitado la vida a la persona a la que amaba, a quien debería haber protegido más que cualquier otra cosa.»

Mientras se ponía los zapatos, el sonido del teléfono lo devolvió al presente…

– Hola.

– Hola, Frank, soy Nicolás. ¿Estás despierto?

– Despierto y listo para la acción.

– Bien. Acabo de llamar a Guillaume Mercier, el chaval del que te hablé. Me está esperando. ¿Quieres venir?

– ¡Por supuesto! Me vendrá bien antes de enfrentarme a otra noche en Radio Montecarlo. ¿Ya has leído los periódicos?

– Sí. Y dicen de todo. Ya puedes imaginar con qué tono…

– Sic transit gloria mundi. Que no te importe un ardite. Tenernos otras cosas que hacer. Te espero.

– En dos minutos estoy allí.

Fue a escoger una camisa limpia. Mientras estaba desabrochando el botón del cuello sonó el interfono. Cruzó el salón para ir a responder.

– ¿Monsieur Ottobre? Le busca una persona.

Frank pensó que Nicolás, cuando decía «dos minutos», se lo tomaba al pie de la letra.

– Sí, ya sé, Pascal. Por favor, dígale que enseguida estoy listo. Si no quiere esperar abajo, hágale subir.

Mientras se ponía la camisa oyó que el ascensor se detenía en su planta.

Fue a abrir la puerta y se la encontró frente a frente. Helena Parker estaba allí, en el umbral, con aquellos ojos grises nacidos para reflejar las estrellas y no aquel dolor. De pie en la penumbra del pasillo, le miraba. Frank sostenía los bordes de la camisa abierta sobre el tórax desnudo.

A Frank le pareció la repetición de la escena con Dwight Durham, el cónsul, solo que los ojos de la mujer se detuvieron largamente en las cicatrices de su tórax antes de volver a su rostro. Se apresuró a cerrarse la camisa.

– Buenos días, señor Ottobre.

– Buenos días. Disculpe que la haya recibido así, pero creía que era un amigo.

– No hay problema. Ya lo había imaginado, por su respuesta al encargado. ¿Puedo pasar?

– Por supuesto.

Frank se apartó de la puerta; Helena entró rozándolo con un brazo y pudo oler su perfume delicado, sutil como un recuerdo. Por un instante pareció que la estancia se llenara solo con su presencia.

Su mirada cayó en la Glock que Frank había dejado sobre un mueble al lado del estéreo. El se apresuró a esconderla en un cajón.

– Lamento que esto sea lo primero que haya visto al entrar aquí.

– No hay problema. He crecido en medio de armas de fuego.

Frank tuvo una visión fugaz de Helena, de niña, en la casa de Nathan Parker, el soldado inflexible al que el destino había osado ofender con el nacimiento de dos hijas.

– Me lo imagino.

Terminó de arreglarse la camisa, contento de tener algo que hacer con las manos. La presencia de aquella mujer en su casa le planteaba una serie de preguntas imprevistas. Hasta el momento, era Nathan Parker y Ryan Mosse quienes le preocupaban, persona que tenían voz, peso, un andar que dejaba huellas, un cuchillo fuera y dentro de la funda, un brazo capaz de golpear. Helena, en cambio, había sido solo una presencia muda. El recuerdo conmovedor de una belleza triste. El porqué no tenía interés para Frank, y no quería que llegara a tenerlo.

Frank rompió el silencio. Su voz sonó más dura de lo que habría deseado.

– Supongo que habrá un motivo para su visita.

Helena Parker tenía ojos, pelo, rostro y perfume, y Frank le dio la espalda al tiempo que se ponía la camisa dentro del pantalón, como si ese gesto bastase para dar la espalda a todo lo que ella era. Su voz le llegó desde atrás, mientras se ponía la chaqueta.

– Sí. Necesito hablar con usted. Creo que necesito su ayuda, si es que alguien puede ayudarme.

Cuando se volvió, Frank ya había pedido y obtenido la complicidad de un par de gafas oscuras.

– ¿Mi ayuda? ¿Vive usted en casa de uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos y necesita mi ayuda?

Una sonrisa amarga asomó a los labios de Helena Parker.

– Yo no vivo en la casa de mi padre. Allí soy una prisionera.

– ¿Es por eso que le tiene miedo?

– Hay tantos motivos para tenerle miedo a Nathan Parker… No sabría por cuál empezar. Pero no es por mí que tengo miedo. Es por Stuart.

– ¿Stuart es su hijo?

Helena vaciló un instante.

– Sí, mi hijo. Es él mi problema.

– ¿Y yo qué tengo que ver?

Sin previo aviso, la mujer se acercó, levantó las manos y le sacó las Ray-Ban. Lo miró a los ojos con una intensidad que Frank sintió que le penetraba como un cuchillo mucho más afilado que de Ryan Mosse.

– Usted es la primera persona que he conocido capaz de hacer frente a mi padre. Si hay alguien que puede ayudarme, es usted…

Antes de que Frank consiguiera pronunciar una respuesta, el teléfono sonó otra vez. Cogió el inalámbrico con el alivio de quien encuentra un arma para defenderse de un enemigo.

– Sí.

– Nicolás. Estoy abajo.

– Vale. Bajo enseguida.

Helena le tendió las gafas.

– Quizá no he venido en el momento más oportuno.

– Ahora debo salir. No terminaré hasta tarde y no sé…

– Usted sabe dónde vivo. Puede encontrarme cuando quiera, incluso por la noche.

– ¿Le parece que Nathan Parker aceptaría una visita mía, en estas circunstancias?

– Mi padre está en París. Ha ido a hablar con el embajador y a buscar un abogado para el capitán Mosse.

Una breve pausa.

– Se ha llevado a Stuart, como… como compañía. Por eso he venido sola.

Por un instante, Frank había esperado que Helena pronunciara la palabra «rehén». Quizá era ese el significado que encerraba el término «compañía».

– De acuerdo. Ahora debo irme. No querría, por diversas razones, que la persona que me espera abajo nos viera salir juntos. ¿Podría esperar unos minutos antes de bajar?

Helena asintió. La última imagen que Frank tuvo de ella antes de cerrar la puerta fue la de sus ojos claros y la leve sonrisa que solo una pequeña esperanza puede provocar.

Mientras bajaba en el ascensor, Frank se miró al espejo. En sus ojos veía todavía el reflejo del rostro de su mujer. No había lugar. No había lugar para otros rostros, para otros ojos, para otro pelo, para otros dolores. Y soobre todo, él no podía ayudar a nadie, porque nadie podía ayudarle a él.