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Frank, frente al muchacho, lo miró, pensando que a veces, con algunas personas, las palabras están de más.

– No tienes ni idea de lo que has hecho por nosotros y seguramente por muchas otras personas. ¿Hay algo que nosotros podamos hacer por ti?

Guillaume le dio la espalda, sin hablar; extrajo la cinta de la grabadora, se volvió y se la tendió a Frank, sosteniéndola firmemente en la mano, sin rehuir la mirada.

– Una sola cosa. Atrapad al hombre que ha hecho todo esto.

– Prometido. Y será también mérito tuyo.

Hulot cogió las fotos de la bandeja de la impresora. Por primera vez en mucho tiempo, su voz sonaba optimista.

– Bien, creo que ahora tenemos que hacer. Mucho que hacer. No te molestes en acompañarnos; tú también tienes trabajo. Conozco el camino.

– Por hoy, basta de trabajo. Lo cerraré todo y me iré a dar una vuelta en moto. Después de lo que he visto, no tengo ningunas ganas de quedarme aquí solo…

– Adiós, Guillaume, y gracias una vez más.

Fuera los acogió la languidez del crepúsculo en aquel jardín que parecía encantado después de la crudeza de las imágenes acababan de volver a ver. La brisa tibia del inicio del verano soplaba del mar, las manchas coloreadas de los macizos de flores el verde brillante de la hierba, el verde más oscuro del seto laureles.

Frank observó que, por una extraña casualidad cromática, no había ni una sola flor roja, el color de la sangre. Lo consideró un buen augurio y sonrió.

– ¿Por qué sonríes? -le preguntó Nicolás.

– Un pensamiento estúpido. No me hagas caso. Un leve ataque de optimismo, gracias a Guillaume.

– Buen chaval. El…

Frank calló. Sabía que su amigo no había terminado.

– Era el mejor amigo de mi hijo. Se parecían mucho. Cada vez que veo a Guillaume no puedo dejar de pensar que, si Stéphane estuviera vivo, muy probablemente habría sido como él. Una manera un poco retorcida de seguir sintiéndome orgulloso de mi hijo…

Frank evitó mirarlo, para no ver en los ojos de Nicolás el brillo de las lágrimas que notaba en su voz.

Recorrieron en silencio el breve camino hasta el coche. Una vez dentro, Frank cogió las hojas impresas que el comisario había apoyado en el salpicadero y se puso a mirarlas, para darle tiempo a recuperarse. Mientras Hulot encendía el motor, volvió a dejarlas donde estaban y se apoyó contra el respaldo.

Se abrochó el cinturón y reparó en que se sentía entusiasmado.

– Nicolás, ¿conoces Aix-en-Provence?

– No, no he ido nunca.

– Entonces será mejor que te compres un mapa. Creo que deberás hacer un pequeño viaje, amigo mío.

38

El automóvil de Hulot se detuvo en la esquina de las calles Princesse Florestine y Suffren Raymond, a pocos metros de la central de policía. Por una ironía del destino, al lado de ellos había un cartel publicitario que anunciaba: «Peugeot 206 – Enfant terrible».

Nicolás lo señaló con el mentón. En sus labios asomaba una sonrisa maliciosa.

– Mira, el coche justo para el hombre justo.

– Ya, ya, enfant terrible. A partir de este momento todo está en tus manos. Anda, ponte a trabajar.

– Si descubro algo, te llamaré enseguida.

Frank abrió la puerta y se apeó. Por la ventanilla abierta apuntó al comisario con un dedo acusador.

– Si encuentras algo, no. Cuando encuentres algo. ¿O te has creído realmente lo de las vacaciones?

Hulot lo saludó llevándose dos dedos a la frente. Frank cerró la puerta y se quedó un instante contemplando el coche que se alejaba y desaparecía en el tranco.

La imagen obtenida de la filmación había introducido un soplo de optimismo en el aire estancado de la investigación, pero era todavía demasiado leve para representar algo sustancioso. Por el momento, Frank solo podía cruzar los dedos.

Luego echó a andar por la calle Suffren Raymond, rumbo a central. Mientras regresaban de Eze-sur-Mer, le había llamad Roncaille para convocarlo a su despacho a una reunión en la que se tomarían «decisiones importantes». Por su tono, ya imaginaba el tenor de la conversación. Aun a pesar de la destitución de Nicolás Hulot, tras el fracaso de la noche anterior, con una nueva víctima -mejor dicho, dos nuevas víctimas-, hasta Roncaille y Durand debían de pensar que peligraban sus puestos.

Cuando llegó ante la puerta del despacho de Roncaille llamó; desde el interior, la voz del director lo invitó a entrar.

Frank abrió la puerta y no le extrañó encontrar al procurador general Durand. Sí le sorprendió, en cambio, la presencia de Dwight Durham, el cónsul estadounidense. No porque fuera injustificada, sino porque creía que las negociaciones diplomáticas se trataban a otro nivel, muy superior al que su condición de investigador que colaboraba en las investigaciones permitía presuponer. El hecho de que Durham se hallara en aquella sala era una señal evidente de la intervención del gobierno de Estados Unidos, ya se debiera a los hilos que pudiera haber movido Nathan Parker, de manera extraoficial, entre sus conocidos personales, o al asesinato de ciudadanos estadounidenses en el territorio del principado. Además, la nada halagüeña situación de un capitán del ejército de Estados Unidos acusado de homicidio y detenido en una cárcel monegasca complicaba todavía más las cosas.

Cuando lo vio entrar, Roncaille se puso de pie, como hacía siempre con cualquiera, por otra parte.

– Pase usted, Frank; me alegro de verlo. Imagino que, después de la noche que ha pasado, le habrá costado dormir, como a todos nosotros.

Frank estrechó las manos que le tendieron. La rápida mirada que le dirigió Durham encerraba muchos mensajes, que no le costo captar. Se sentó en un sillón de cuero. El despacho era algo más amplio que el de Hulot y contaba con un sofá, aparte de los sillones pero no era sustancialmente distinto de la mayoría de los despachos de la central. Como única concesión al cargo de director de la Sureté, había un par de cuadros en las paredes, sin duda auténticos pero cuyo valor Frank no supo evaluar. Roncaille volvió a sentarse.

– También imagino que habrá visto usted los periódicos y lo que han escrito después de los últimos acontecimientos.

Frank se encogió de hombros.

– No, confieso que no he tenido esa necesidad. Los medíos tienen una lógica propia, que normalmente trata de satisfacer a los ciudadanos y a los editores; rara vez resultan útiles para los investigadores. No es mi trabajo leer los periódicos. Ni procurarles a toda costa algo sobre lo que escribir…

Durham se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa Durand interpretó que las palabras de Frank aludían a la destitución de Hulot, y se sintió en el deber de aclarar aquella cuestión.

– Frank, sé que se siente afectado por la destitución del comisario Hulot. Tampoco a mí me ha gustado tener que tomar una medida que juzgo impopular. Sé que Hulot es muy estimado en el cuerpo de policía, pero debe usted comprender…

Frank lo interrumpió, con una leve sonrisa dibujada en los labios.

– Por supuesto que lo comprendo. Perfectamente. Y no es mi intención hacer un problema de eso.

Roncaille, consciente de que la conversación adquiría un tono que podía ser peligroso, se apresuró a calmar la situación según una precisa predisposición personal.

– No hay ni debe haber ningún problema entre nosotros, Frank. La demanda y el ofrecimiento de colaboración son sinceros y bienintencionados. El señor Durham está aquí para confirmárselo.

El cónsul se apoyó en el respaldo del sillón y se pasó el dedo índice por la punta de la nariz. La suya era una posición de privilegio y se esforzaba por no hacerla demasiado evidente, pero al mismo tiempo logró transmitir a Frank la positiva impresión de que no estaba solo. Frank sintió por él una renovada simpatía y mayor respeto aún que durante la breve visita al Pare Saint-Román.