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Mientras atravesaba Carnoux-en-Provence rumbo a Cassis, llegó la llamada de Morelli. El dispositivo electrónico del móvil interfirió con la radio, sintonizada en Europe 2, que comenzó a emitir por los altavoces un ligero repiqueteo. Un segundo después comenzó a sonar el móvil. Hulot lo cogió del asiento del acompañante y activó la recepción.
– Sí.
– Comisario, soy Morelli. He encontrado la dirección que busca. He tardado un poco porque tenía usted razón: el número ya no está en uso. Se trata de una numeración vieja. He tenido que retroceder bastante en el tiempo con France Télécom.
Hulot hizo un gesto de contrariedad.
– ¿Entonces?
– El número corresponde en realidad a una finca agrícola, Domaine La Patience, Chemin de l'Hiver, Cassis. Pero hay algo, sin embargo…
– ¿Qué?
– El teléfono ha sido cortado, pero nunca se ha dado de baja. En un momento dado se interrumpieron los pagos, y la empresa después de diversas reclamaciones que nunca tuvieron respuesta, decidió cortar la línea. La persona con la que hablé no ha podido decirme más. Para más detalles se necesitaría hacer una búsqueda más profunda, y no me ha parecido el caso…
– No hay problema, Claude. Está bien así. Gracias.
– No hay de qué, comisario.
Del otro lado, una leve vacilación. Hulot percibió que Morelli esperaba una señal de su parte.
– Dime.
– ¿Va todo bien?
– Sí, Morelli, va todo bien. Mañana podré informarte si va todavía mejor. Te llamaré por la mañana.
– Hasta mañana, entonces, comisario. Y cuídese.
Hulot dejó el móvil en el asiento del pasajero. No necesitaba apuntar los datos que acababa de proporcionarle Morelli; ya estaban grabados en su mente, y lo estarían durante mucho tiempo. Mientras salía de Carnoux, pequeña ciudad de la Provenza, moderna, limpia y ordenada, dejó que otros recuerdos acudieran libremente a la memoria.
Había hecho aquel mismo camino, directo a Cassis, con Céline y Stéphane, muchos años atrás, durante unas vacaciones en las que habían reído y bromeado y él se había sentido enormemente feliz, por no usar palabras más grandilocuentes. Comparada con su vida actual, la de aquella época era la felicidad auténtica, como jamás había vuelto a experimentar, tanta era la energía que había dedicado a añorar el pasado.
Su hijo, en aquel entonces, tenía siete años o poco menos. Llegaron a Cassis y Stéphane sintió inmediatamente la emoción que se apodera de todos los niños cuando llegan a un lugar de la costa. Aparcaron el coche en las afueras del pueblo y bajaron al mar por un estrecho callejón, mientras una fuerte brisa les hacía revolotear el pelo y la ropa.
En el puerto los recibió una multitud de mástiles de veleros. Al fondo se veía el faro con la cúpula pintada de verde; más allá del malecón de cemento que protegía el embarcadero, se divisaba el mar abierto.
Comieron un helado, dieron un paseo en barco para visitar las calamques, angostas ensenadas que caían a pique en el mar, pequeños fiordos que hablaban francés, de agua limpia y transparente. Durante la excursión él fingió sentirse mareado, y Céline y Stéphane rieron a más no poder con sus muecas, sus ojos en blanco y sus falsos ataques de vómito. Aquel día se olvidó completamente de que era un funcionario de la policía; únicamente era un marido, un padre y un payaso.
«Basta, papá, ¡me haces morir de la risa!»
Hulot pensó que, si la vida era una obra de teatro, el autor de los guiones tenía un extraño y a veces macabro sentido del humor Mientras vagaba por las calles del pequeño puerto, muchos años atrás, con su mujer y su hijo, feliz y despreocupado, tal vez en aquel preciso momento, en alguna parte, un hombre recibía la llamada del propietario de una tienda de discos en apuros que aceptaba venderle su copia de una grabación rarísima. Quizá mientras paseaban se lo habían cruzado. Quizá, al salir de Cassis, incluso habían seguido durante un tramo del camino su coche, que iba rumbo a Aix a buscar su disco.
Cuando llegó a los alrededores de la ciudad, detuvo junto con el coche los recuerdos de un pasado feliz. Desde la última planta del aparcamiento en que había dejado el 206, y que un cartel azul bautizaba como «Parking de la Viguerie – 310 plazas», miró a su alrededor.
Cassis no parecía muy distinta de como la recordaba. Habían reforzado los malecones del puerto, restaurado alguna casa, otras se habían deteriorado, pero había cal y pintura suficientes para hacer olvidar a los turistas el paso del tiempo.
En el fondo, ese era el sentido de las vacaciones: olvidar…
Se preguntó cómo debía proceder. Lo más simple sería pedir información a la policía, pero la suya se había transformado en una especie de investigación privada, por lo que no quería atraer la atención más de lo necesario. Por otra parte, un tío que andaba de aquí para allá haciendo preguntas, aunque lo hiciera en un pueblo atestado de turistas, tarde o temprano dejaba de pasar inadvertido. Cassis era, en esencia, un pueblo pequeño donde todos se conocían, y él iría a cavar justo en medio del parterre.
Bajó al puerto por el mismo callejón que había recorrido en otro tiempo con su familia. Un viejo que llevaba un cesto de mimbre lleno de erizos de mar subía despacio en sentido contrario Hulot se detuvo y le habló. Al contrario de lo que cabría esperar, viejo no mostraba el menor signo de cansancio.
– Disculpe…
– ¿Qué pasa? -preguntó con brusquedad el viejo.
– Necesito una información, por favor.
El hombre apoyó el cesto en el suelo y lo miró como si temiera que los erizos se escaparan. Luego miró de mala gana a Hulot.
– Diga.
– ¿Conoce usted una finca llamada La Patience?
– Sí.
Hulot pensó un instante si su respeto por las personas mayores era realmente mayor que la profunda irritación que le provocaban los imbéciles, fueran jóvenes o viejos. Con un suspiro, decidió conservar la calma.
– ¿Sería usted tan amable de indicarme dónde queda?
El viejo señaló vagamente con la mano un lugar más allá de las casas.
– Fuera de la ciudad.
– Lo suponía…
Hulot tuvo que esforzarse para no cogerlo por el cuello. Esperó pacientemente, aunque la expresión de su rostro aconsejaba a su interlocutor que no tirara demasiado de la cuerda.
– ¿Tiene coche?
– Sí.
– Entonces salga del pueblo siguiendo la circunvalación. En el semáforo doble a la derecha, en dirección a Roquefort. Cuando llegue a una rotonda encontrará, siempre a la derecha, la indicación Les Janots. Por ese camino, a la izquierda, verá enseguida un camino de tierra que pasa por un puente de piedra que atraviesa la vía férrea. Siga por allí, y cuando se bifurque doble a la derecha. El camino termina en La Patience.
– Gracias.
Sin una palabra, el viejo recogió su cesto de frutos de mar y prosiguió su camino.
Hulot sentía otra vez la emoción de seguir una pista. Subió el callejón a buen paso; cuando llegó al coche, notó que estaba agitado. Siguió las indicaciones del viejo -que, aunque dadas de mala eran precisas- y enfiló por el camino de tierra que subía hacia el macizo rocoso que dominaba Cassis. La vegetación mediterránea, compuesta de alerces y olivos, escondía casi por completo una especie de cañada por donde corrían las vías férreas. Mientras pasaba por el puente de piedra que le había indicado el viejo, un perro de color castaño claro, vagamente parecido a un labrado corrió al lado del Peugeot durante un rato, ladrando. Cuando llegaron a la bifurcación, creyendo probablemente que ya había cumplido con su deber, dejó de perseguirlo y de ladrar y se marchó al trote hacia una granja que había a la izquierda.
Hulot continuó por el camino que subía cada vez más, bordeado por una tupida arboleda que en algunos tramos ocultaba la vista del mar. Las manchas coloridas de las flores habían ido desapareciendo a medida que salía de la ciudad, reemplazadas por el verde de las coniferas y los arbustos y el perfume penetrante del sotobosque mezclado con el olor del mar.