– Pues sí. Me preguntaba si por casualidad sería posible echar una ojeada a las tumbas.
– ¿Es usted policía?
Nicolás, desconcertado, miró al hombre como si de golpe le hubiera salido una segunda nariz. Por su expresión, el otro supo que había acertado, y sonrió.
– No se preocupe; no es que lo lleve escrito en la frente. Pero fui bastante pillo en mi juventud, y tuve algunos encuentros con la policía, por lo que sé reconocerlos…
Hulot ni confirmó ni desmintió nada.
– Así que quiere usted ver las tumbas de los Legrand, ¿eh? Venga conmigo.
No hizo preguntas. Si ese hombre tenía un pasado turbio que lo había llevado a vivir allí, en un pequeño pueblo donde hay gente que quiere saberlo todo y gente que no quiere saber nada, resultaba bastante claro de qué parte había decidido estar.
Lo siguió hasta la escalera que iba a las terrazas. Subieron unos escalones y, llegados al primer nivel, el guardián dobló a la izquierda Y se detuvo ante una hilera de tumbas. Hulot recorrió con la mirada las lápidas apoyadas en el suelo, levemente inclinadas. Cada una llevaba una inscripción muy simple, un nombre y una fecha esculpidos en la piedra.
Laura de Dominicis 1943-1971
Daniel Legrand 1970-1992
Marcel Legrand 1992
Franqoise Mautisse 1992
En las tumbas no había fotografías; había observado que había otras que tampoco las tenían. No lo encontró extraño, pero hubiera preferido tener caras para recordar y guardar como referencia.
Pareció que el guardián le hubiera leído el pensamiento.
– En las lápidas no hay fotos porque se quemaron todas en el incendio.
– ¿Y por qué solo dos tienen la fecha de nacimiento?
– Son de la madre y el hijo. Las otras dos, creo que no las tuvieron a tiempo para el entierro. Y después…
Hizo un gesto que daba a entender que después ya no hubo nadie a quien le interesara añadirlas.
– ¿Cómo sucedió? -preguntó el comisario, sin levantar los ojos de las losas de mármol.
– Una historia fea, y no solo por el hecho en sí. Legrand era un tío raro, un solitario. Llegó al pueblo después de comprar esa finca, La Patience, con la mujer embarazada y una especie de ama de llaves. Se instaló, y enseguida quedó claro cuál iba a ser su actitud: total aislamiento. La mujer parió en la casa, sola, seguramente asistida por él y el ama de llaves.
Señaló la tumba con un gesto.
– La mujer murió unos meses después del parto. Quizá, si hubiera parido en un hospital, no habría sucedido. Por lo menos es lo que dijo el médico que determinó su muerte. Pero ese hombre era así. Parecía que odiaba a la gente. Al hijo no se lo veía casi nunca, no lo bautizaron, no iba al colegio. Debía de tener profesores particulares, tal vez el mismo padre, porque aprobaba los exámenes final de cada curso.
– ¿Usted lo vio alguna vez?
El guardián asintió con la cabeza.
– Muy de vez en cuando venía con el padre a dejar flores n la tumbal de la madre. En general era la mujer de la casa la que se ocupaba. Una vez sucedió algo…
– ¿Qué?
– Algo insignificante, pero que daba mucho que pensar sobre cómo debía de ser la relación entre padre e hijo. Yo estaba allí dentro…
Señaló con un gesto de la mano la pequeña construcción de donde Hulot le había visto salir.
– Cuando salí, lo vi… al padre, me refiero… de pie delante de la tumba, vuelto de espaldas. El niño estaba al lado, apoyado en el muro, mirando hacia abajo, a los niños que jugaban al fútbol. Cuando me oyó salir, volvió la cabeza hacia mí. Era un niño normal, bastante guapo, diría, pero tenía unos ojos extraños, no sé cómo decirlo… unos ojos tristes. Sí, eso, tristes, diría. Los ojos más tristes que había visto nunca. Debió de haber aprovechado un momento de distracción del padre para llegar hasta allí, atraído por las voces de los otros niños. Me acerqué a hablarle, pero el padre vino hecho una furia. Gritó el nombre del niño y… ¿Me permite decirle algo?
El guardián hizo una pausa. Lo miró fijamente como si no lo estuviera viendo a él sino reviviendo aquel momento.
– Cuando ese hombre gritó: «¡Daniel!», lo hizo con la voz con que uno grita: «¡Fuego!» a un pelotón de fusilamiento. El niño se volvió hacia el padre y se puso a temblar. Temblaba como una hoja. Legrand no dijo nada. Se limitó a mirar a su hijo con los ojos muy abiertos, como loco. Temblaba de rabia casi tanto como su hijo temblaba de terror. No sé qué sucedía en aquella casa; solo sé que en ese momento ¡el niño se meó encima!
El guardián bajó por un instante la mirada al suelo.
– Como imaginará usted, años después, cuando pasó lo que paso, no me sorprendió en absoluto saber que Legrand había cometido aquella matanza. ¿Entiende lo que le quiero decir…?
– Según me han dicho, se suicidó después de matar al ama de llaves y al hijo y prender fuego a la casa.
– Así fue, sí. O por lo menos esa fue la conclusión de la policía. No había motivos para sospechar otra cosa, y el comportamiento de ese hombre apoyaba sobradamente esa hipótesis. Pero aquellos ojos…
Miró al vacío sacudiendo la cabeza.
– Aquellos ojos de loco no lograré quitármelos nunca de la cabeza.
– ¿Hay alguna otra cosa que pueda decirme? ¿Recuerda algún otro detalle?
– Pues sí, han sucedido cosas extrañas desde entonces. Bastantes, diría.
– ¿Como cuáles?
– El robo del cuerpo, por ejemplo. Después, el asunto de las flores…
Por un instante Hulot creyó haber entendido mal.
– ¿Qué cuerpo?
– El suyo.
El hombre indicó con un dedo la lápida de Daniel Legrand.
– Aproximadamente un año después de la tragedia, una noche profanaron la tumba. Cuando llegué, por la mañana, encontré la verja forzada, la lápida suelta y el ataúd abierto. Del cuerpo del chaval no había ni rastro. La policía pensó en un maníaco necrófilo que…
– Ha hecho usted referencia también a unas flores… -lo interrumpió Nicolás.
– Ya, también está eso. Un par de meses después del entierro recibí una carta escrita a máquina. Me la entregaron aquí porque estaba dirigida al guardián del cementerio de Cassis. Dentro había dinero. No un cheque, sino billetes envueltos en la hoja de la carta.
– ¿Y qué decía la carta?
– Que el dinero era mi remuneración por el cuidado de la tumba de Daniel Legrand y la madre. Ni una palabra sobre el padre o el ama de llaves. El que escribió la carta me pedía que mantuviera siempre limpias las lápidas y que no faltaran nunca flores frescas. El dinero ha seguido llegando aun después del robo del cuerpo.
– ¿Hasta ahora?
– La última la recibí el mes pasado. La próxima debería llegar dentro de poco.
– ¿Ha conservado la carta? ¿O alguno de los sobres?
El guardián se encogió de hombros y meneó la cabeza.
– No creo. De la carta han pasado muchos años. Debería mirar en casa, pero no creo. Los sobres, no sé… quizá todavía tenga alguno. En todo caso, puedo hacerle llegar el que recibiré dentro de poco, si lo recibo.
– Se lo agradecería. Y le agradecería también si no hablara usted con nadie de nuestra conversación.
El guardián hizo un gesto dando a entender que eso se sobrentendía.
– No se preocupe.
Mientras ellos hablaban, una mujer vestida de oscuro, con un pañuelo en la cabeza, subió la escalera con un ramo de flores en la mano. Con pequeños pasos llegó a una tumba de piedra, en la misma fila que las de los Legrand. Se inclinó, acarició con gesto afectuoso el mármol de la lápida y se puso a hablar en voz baja.
– Discúlpame si hoy he llegado tarde, pero he tenido algunos problemas en casa. Ahora iré a buscar agua y luego te explico.
Dejó el ramo sobre la piedra, quitó del florero las flores marchitas y extrajo el recipiente de la tumba. Se alejó para ir a llenarlo. El guardián siguió la mirada de Nicolás y se anticipó a su pregunta. Había pena en su rostro.