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Frank no tuvo tiempo de responder. Todavía estaba tratando de asimilar aquella nueva demostración de la perfidia y el poder de Nathan Parker, cuando el móvil, sobre la mesita de noche, comenzó a vibrar. Frank logró cogerlo antes de que comenzara a sonar Miró la hora. Las agujas del reloj anunciaban problemas. Abrió la tapa del teléfono.

– ¿Diga?

– Frank, habla Morelli.

Helena, tendida a su lado, vio que se le contraía el semblante.

– Dime, Claude. ¿Malas noticias?

– Sí, Frank, pero no las que imaginas. El comisario Hulot ha sufrido un accidente.

– ¿Cuándo?

– Aún no lo sabemos con exactitud. Acaba de avisarnos un agente de la policía de tráfico francesa. Han encontrado el coche por la zona de Auriol, en Provenza, en un camino rural, al fondo de una hondonada. Le encontró un cazador que había salido a adiestrar a sus perros.

– ¿Y cómo está él?

El silencio de Morelli fue elocuente. Frank sintió que el desconsuelo se apoderaba de su corazón.

«¡No, Nicolás, tú no, ahora no! No de esta forma de mierda, y en un momento en que tu vida se iba a pique. Así no, enfant terrible…»

– Ha muerto, Frank.

Frank apretó las mandíbulas con tanta fuerza que le rechinaron los dientes. Los nudillos se le pusieron blancos alrededor del móvil. Por un instante Helena creyó que el teléfono se haría pedazos en su mano.

– ¿Han avisado a su mujer?

– No, todavía no. Pensé que quizá prefirieras hacerlo tú.

– Gracias, Claude. Has hecho bien.

– Habría preferido no recibir ese cumplido.

– Lo sé, y te lo agradezco también en nombre de Céline Hulot.

Helena lo vio ir hasta el sillón sobre el cual habían dejado la ropa. Frank comenzó a ponerse el pantalón.

Ella se sentó en la cama, cubriéndose el pecho con la sábana. Frank no reparó en ese gesto de pudor instintivo ante una desnudez que Helena todavía no sentía del todo como un hecho natural.

– ¿Qué pasa, Frank? ¿Adonde vas?

Frank la miró, y Helena leyó en su semblante un dolor amargo, Él se sentó en la cama para ponerse los calcetines. Su voz le llegó desde detrás de una espalda cubierta de cicatrices.

– Al peor lugar del mundo, Helena. Voy a despertar a una mujer en plena noche para explicarle por qué su marido nunca más volverá a casa.

45

El día del funeral de Nicolás Hulot llovía.

Parecía que el tiempo hubiera decidido interrumpir aquel luminoso verano y derramar del cielo las mismas lágrimas que se derramaban por él en la tierra. Una lluvia recta y sin concesiones, como recta y sin concesiones había sido también la vida de un anónimo comisario de policía, dedicada a su pequeña misión de hombre común.

Ahora conseguía, quizá sin saberlo, la única recompensa que había deseado en vida: la de descender a la misma tierra que acogía el cuerpo de su hijo, acompañado por palabras de esperanza pronunciadas para consolar a quienes siguen vivos.

Céline se hallaba de pie al lado de la fosa, junto al cura, el rostro compuesto en la firmeza del dolor, despojada ya de voluntad ante las tumbas del marido y el hijo. Cerca de ella, la hermana y el marido, llegados precipitadamente de Carcasona tras la noticia de la muerte del cuñado.

Las exequias se llevarían a cabo en privado, según había sido siempre la voluntad de Nicolás. Aun así, un pequeño gentío había subido hasta el cementerio de Eze para asistir al rito fúnebre. A cierta distancia y un poco más arriba del lugar donde se había cavado la fosa, Frank observaba a la gente que rodeaba al joven sacerdote que oficiaba la ceremonia, con la cabeza descubierta a pesar de lluvia.

Estaban los amigos, los conocidos, algunos habitantes de Eze todas las personas que habían apreciado la honradez y la bondad del hombre al que saludaban por última vez. Quizá también había algunos curiosos.

Estaba Morelli, cuyo rostro expresaba un sufrimiento tan intenso que sorprendió a Frank. Estaban Roncaille y Durand, en representación de las autoridades del principado, y todos los hombres de la Süreté que no estaban de servicio. Frank vio a Froben, al otro lado, también con la cabeza descubierta. Cerca, Bikjalo, Laurent, Jean-Loup, Barbara y gran parte del personal de Radio Montecarlo. Incluso estaban, algo apartados, Pierrot y su madre.

La avidez sensacionalista de los pocos periodistas presentes se había quedado en el exterior, gracias a los agentes del orden, aunque sin dificultades. La muerte de un hombre en un accidente de automóvil era algo demasiado banal para resultar interesante, aun cuando se tratara del comisario que se había encargado, hasta hacía poco tiempo, de la investigación de Ninguno y que posteriormente había sido suspendido del cargo.

Frank miró el ataúd de Nicolás Hulot. Bajaba poco a poco a la fosa cavada como una herida en la tierra, acompañado por agua de lluvia mezclada con agua bendita, como una bendición conjunta del cielo y de los seres humanos. Dos sepultureros con un impermeable verde comenzaron a echarle paletadas de tierra, que tenía el mismo color de la madera del ataúd.

Frank permaneció allí hasta que la última paletada cayó sobre la fosa ya llena. Pronto la tierra se aplanaría y alguien que cobraría por hacerlo pondría sobre ella una lápida de mármol, igual a la que había al lado, con una inscripción que indicaría que Stéphane Hulot y su padre Nicolás, de algún modo se habían reencontrado.

El sacerdote dio la última bendición y todos hicieron la señal de la cruz.

A pesar de todo, Frank no logró pronunciar la palabra «amén».

Rápidamente la gente comenzó a dispersarse. Los más cercanos a la familia cumplieron con el ritual de los saludos a la viuda y se alejaron. Mientras recibía el abrazo de los Mercier, Céline lo vio. Saludó a Guillaume y a sus padres, recibió las apresuradas condolías de Durand y Roncaille, se volvió y susurró algo a la hermana que la dejó sola y se encaminó con el marido hacia la entrada del cementerio. Frank contempló la figura agraciada de Céline que avanzaba hacia él, con paso tranquilo, con los ojos enrojecidos a los que había negado el consuelo de un par de gafas oscuras.

Sin una palabra, Céline se refugió en su abrazo. Notaba en el hombro su llanto silencioso, mientras se concedía finalmente una pausa de lágrimas que no podría reconstruir su pequeño mundo hecho pedazos.

Céline se separó de él y lo miró. En sus ojos brillaba como un sol incandescente la estrella del dolor.

– Gracias, Frank. Gracias por estar aquí. Gracias por haber sido tú quien me lo dijo. Sé cuánto te ha costado.

Frank no respondió. Después de la llamada de Morelli, había dejado a Helena, subido hasta Eze y llegado a casa de Nicolás. Se quedó cinco largos minutos delante de la puerta de los Hulot antes de reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando Céline le abrió, mientras cerraba los bordes de una bata ligera sobre el camisón, lo entendió todo solo con verlo. Al fin y al cabo, era la esposa de un policía. Ya debía de haber imaginado aquella escena muchas veces, como una posibilidad funesta, y siempre la habría expulsado de su mente como un pensamiento de mal agüero. Ahora Frank estaba allí, en el umbral de su casa, con expresión dolida y su silencio era la confirmación de que también su marido, después de su hijo, de ahora en adelante estaría en otro lugar.

– Le ha sucedido algo a Nicolás, ¿verdad?

Frank asintió en silencio.

– ¿Está…?

– Sí, Céline. Está muerto.

Céline cerró un instante los ojos y su rostro adquirió una palidez mortal. Se balanceó un poco, y él temió que fuera a desmayarse. Dio un paso adelante para sostenerla, pero ella se recobró enseguida. Frank vio que le temblaba una vena en la sien mientras pedía detalles que habría preferido ignorar.

– ¿Cómo ha ocurrido?

– Un accidente de carretera. No sé mucho. El coche se salio del camino y se precipitó por una hondonada. Debió de morir el acto. Si te sirve de consuelo, no ha sufrido.