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Cogió a Durand por un brazo, quien opuso solo una aparente resistencia, y se lo llevó hacia la salida. Los dos se alejaron, protegidos por sus paraguas, dejándole solo.

Dio unos pasos y se encontró ante la tumba que contenía los restos mortales de Nicolás Hulot. Se quedó contemplando la lluvia, que ya comenzaba su trabajo de nivelar la tierra removida; sentía que Ia ira hervía en su interior como lava incandescente en la boca de un volcán.

Una breve ráfaga de viento agitó las ramas de un árbol cercano. El soplo del aire entre las ramas llevó a sus oídos una voz que ya había oído demasiadas veces desde el comienzo de todo aquello.

«Yo mato…»

Allí, a sus pies, bajo aquel montón de tierra recién excavada, yacía su mejor amigo. El hombre que lo había visto a la deriva y había tenido la fuerza de tenderle una mano cuando él más lo necesitaba. El hombre que había tenido el valor de confesarle todas sus debilidades y precisamente por ello se había vuelto todavía más grande a sus ojos. Si él, Frank Ottobre, estaba todavía en pie, si estaba todavía vivo, se lo debía exclusivamente a Nicolás Hulot.

Casi sin darse cuenta, comenzó a hablar con quien ya no podía responderle.

– Ha sido él, Nicolás, ¿verdad? No eras una víctima designada, no formabas parte de sus planes; eras solo un obstáculo que se cruzó por azar en su camino. Por eso se vio obligado a hacer lo que ha hecho. Antes de morir, tú descubriste quién es, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer para saberlo también yo, Nicolás? ¿Qué?

Frank Ottobre permaneció mucho rato ante una tumba muda, bajo una constante lluvia, repitiéndose de manera obsesiva esa pregunta. No hubo respuesta alguna, ni siquiera una palabra susurrada en la lengua del viento, ni un sonido que descifrar en el movimiento del aire en la copa de un árbol.

Noveno carnaval

En el cementerio hay solo paraguas negros.

En este día sin sol, parecen sombras invertidas, proyecciones de la tierra, pensamientos lúgubres que bailan sobre las personas que, ahora que la ceremonia ha terminado, se alejan despacio buscando poner, con cada paso, un poco más de distancia entre ellos y la idea de la muerte.

El hombre ha visto el ataúd descender en la fosa sin que ninguna expresión alterara su rostro. Es la primera vez que asiste al funeral de una persona a la que ha matado. Lo lamenta por ese hombre, lo lamenta por la reservada compostura de la mujer que le ha visto desaparecer en la tierra húmeda. La tumba que le ha acogido, junto a la del hijo, le ha recordado otro cementerio, otra hilera de tumbas, otras lágrimas, otros dolores.

Del cielo cae una lluvia sin cólera y sin viento.

El hombre piensa que las historias se repiten hasta el infinito. A veces parecen concluir, pero no, solo cambian los protagonistas. Los actores cambian, pero los papeles siguen siendo los mismos, el hombre que mata, el hombre que muere, el hombre que no sabe, el hombre que al fin comprende y está dispuesto a pagarlo con la vida para que ello suceda.

A su alrededor, una multitud anónima de comparsas, gente si importancia, estúpidos portadores de paraguas de colores, que sirven de amparo sino solo para mantener un precario equilibrio sobre un hilo tenso, tendido lo bastante alto para no ver que bajo sus pies la tierra está sembrada de tumbas.

El hombre cierra el paraguas y deja que la lluvia caiga sobre su cabeza. Se aleja hacia la entrada del cementerio y deja en el suelo la marca de sus pasos, huellas que se confunden con otras. Como todos los recuerdos, tarde o temprano se borrarán.

Envidia la paz y el silencio que permanecerán en ese lugar después de que todos se hayan ido. Piensa en todos esos muertos inmóviles en sus ataúdes, con los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho, los labios mudos, sin voces que interroguen al mundo de los vivos.

Piensa en el consuelo del silencio, de la oscuridad sin imágenes, de la eternidad sin futuro, del sueño sin sueños y sin despertares repentinos.

El hombre siente que la piedad por sí mismo y por el mundo le llega como un soplo de viento, mientras alguna lágrima sale al fin también de sus ojos y se mezcla con la lluvia. No son lágrimas por la muerte de otro hombre. Son lágrimas saladas de añoranza por el sol de otro tiempo, por los pocos relámpagos de emoción de un verano que pasó en un santiamén, por los únicos momentos felices que recuerda, tan lejanos en su memoria que parecen no haber existido nunca.

El hombre cruza la verja del camposanto como si temiera oír, de un momento a otro, una voz, más voces, que le llaman, como si más allá de este muro existiera un mundo de personas vivas al que el no tiene derecho a pertenecer.

De golpe, presa de un pensamiento súbito, vuelve la cabeza para mirar atrás. Abajo, hacia el fondo del cementerio, encuadrado en la perspectiva de la verja de acceso como en una diapositiva, solo ante una tumba recién excavada, hay un hombre vestido de oscuro.

Le reconoce. Es uno de los que le persiguen, uno de los perros de boca humeante, enardecidos por su carrera y sus ladridos desafiantes. Imagina que ahora estará todavía más decidido, todavía más feroz. Querría poder volver atrás, acercársele y explicárselo todo, decirle que en él no hay ferocidad, no hay venganza, sino solo justicia. Y el sentimiento de absoluta certeza que únicamente la muerte puede dar.

Mientras sube al coche que le llevará lejos de allí, se pasa una mano por el pelo mojado por la lluvia.

Querría explicar, pero no puede. Su tarea no ha terminado.

Él es uno y ninguno, y su tarea no terminará nunca.

Sin embargo, mientras mira por el cristal de la ventanilla a toda esa gente que se aleja de un lugar de dolor, mientras mira esos rostros compuestos en necias caras de circunstancia, se hace una pregunta que es producto de su cansancio, no de su curiosidad. Se pregunta quién será, entre todos ellos, el hombre que irá a anunciarle que por fin todo ha terminado.

46

Cuando Frank salió del cementerio ya no había nadie fuera.

También la lluvia había cesado. Arriba, en el cielo, ningún dios misericordioso. Solo un movimiento de nubes blancas y grises, entre las cuales el viento cavaba un tímido pedazo de azul.

Llegó al coche siguiendo el leve crujir de sus pasos sobre la grava. Subió y puso en marcha el motor. Los limpiaparabrisas del Mégane se pusieron en movimiento con un rumor morboso y comenzaron a despejar los restos de lluvia. Como un homenaje a la memoria de Nicolás Hulot, se abrochó el cinturón de seguridad. En el asiento del pasajero había un ejemplar de Nice Matin, en cuya primera plana había un titular: «El gobierno de Estados Unidos pide la extradición del capitán Ryan Mosse».

La noticia de la muerte de Nicolás figuraba en el interior, en la tercera página. La desaparición de un simple comisario de policía no merecía los honores de la primera.

Cogió el periódico y lo arrojó con desprecio en el asiento de atrás. Puso la primera y miró instintivamente por el espejo retrovisor antes de poner el coche en movimiento. Su mirada cayó en el diario, que había quedado vertical, apoyado contra el respaldo.

Frank permaneció un instante sin aliento. De golpe se sintió como uno de esos locos que practican bunjee-jumping. Estaba volando en el vacío y veía que la tierra se acercaba a una velocidad vertiginosa, sin tener la certeza absoluta de que el elástico fuera de la largada apropiada. Dentro de él se elevó una plegaria muda dirigida a quien pudiera concedérsela, pidiendo que lo que acababa de intuir no fuera una de las tantas ilusiones que solo los espejos, pueden dar.

Permaneció algunos segundos pensando. Después, llegó el diluvio. Una cascada de hipótesis a la espera de confirmación se derramó en su interior, del mismo modo en que el agua agranda con su fuerza un agujero minúsculo en un dique hasta transformarlo en un chorro enorme. Porque, a la luz de lo que acababa de pensar, muchas pequeñas incongruencias encontraban de pronto una explicación, muchos detalles pasados por alto adquirían una forma que se adaptaba perfectamente al espacio asignado a ellos.