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Cogió el móvil y marcó el número de Morelli. Apenas Claude respondió, le asaltó con la fuerza de sus palabras.

– Claude, soy Frank. ¿Estás solo en el coche?

– Sí.

– Bien. Voy a casa de Roby Stricker. Reúnete conmigo allí sin decirle una palabra a nadie. Debo comprobar algunas cosas, y querría que me acompañaras mientras lo hago.

– ¿Hay algún problema?

– No creo. Solo una sospecha tan pequeña que es casi insignificante. Pero si estoy en lo cierto, puede que acabemos con toda esta historia.

– Quieres decir…

– Nos vemos en el piso de Stricker -lo cortó Frank.

Ahora lamentaba estar al volante de un coche particular y no de uno de la policía con todo tipo de dispositivos y conexiones. Lamentó no haber pedido una sirena para colocarla en el techo en caso de necesidad.

Mientras tanto, pronunció para sí mismo amargas recriminaciones. ¿Cómo había podido ser tan ciego? ¿Cómo había podido permitir que su resentimiento personal se impusiera sobre su lucidez? Había visto lo que había querido ver, oído lo que había querido oír, aceptado lo que se le había antojado aceptar.

Y todos habían pagado las consecuencias. Comenzando por Nicolás.

Si él hubiera usado el cerebro, quizá ahora Nicolás aún seguí vivo, y Ninguno ya estaría tras las rejas de una cárcel.

Cuando llegó a Les Caravelles, Morelli ya lo esperaba en la entrada del edificio.

Frank dejó el coche en la calle, sin preocuparse por buscar un lugar de aparcamiento autorizado, y pasó junto a Morelli como el viento entre las velas. Sin una palabra, el inspector lo siguió al interior. Se detuvieron ante la conserjería, donde el encargado lo vio llegar con viva preocupación. Frank se apoyó en la superficie de mármol.

– Las llaves del piso de Roby Stricker. Policía.

La aclaración era inútil. El hombre lo recordaba muy bien. El nudo de saliva que tragó era una confirmación más que evidente. Morelli mostró su placa, y con ello abrió del todo una puerta ya entreabierta. Mientras subían en el ascensor, Morelli encontró al fin el modo de introducir unas palabras en la furia del estadounidense.

– ¿Qué ocurre, Frank?

– Ocurre que soy un idiota, Claude. ¡Un grandísimo idiota! Si no hubiera estado tan ocupado en ser un hombre de mierda, tal vez hubiera recordado cómo ser policía, y mucho de lo que ha sucedido se habría podido evitar.

Morelli seguía sin entender nada cuando llegaron a la puerta de Stricker, que aún conservaba los precintos policiales de plástico amarillo. Frank los arrancó casi con rabia, abrió la puerta y entraron en el piso.

Flotaba en el aire esa sensación de ineluctabilidad que siempre hay en los lugares donde se ha cometido un crimen. El cuadro roto en el suelo, las marcas en la alfombra, las huellas del registro de la brigada científica, el olor metálico de la sangre coagulada recordaba la vana lucha de un hombre frente a la muerte, a la hoja de un cuchillo, a la determinación de su verdugo.

Frank se dirigió sin vacilar a la alcoba. Morelli vio cómo cruzaba el umbral y se detenía a observar la habitación. Habían limpiado la sangre en el suelo de mármol, pero en las paredes aún quedan algunas huellas, único testimonio del crimen que se había ^consumado allí.

Frank permaneció inmóvil durante unos instantes y después hizo algo que a Morelli le resultó incomprensible. Dio dos pasos, se acercó a la cama y se echó en el suelo en la posición exacta en que habían encontrado el cadáver de Stricker, posición cuya silueta había trazado en las baldosas de mármol la brigada científica antes de retirar el cadáver. Se quedó así un momento, sin apenas mover la cabeza. Luego alzó la mirada ante sí para ver algo que evidentemente, solo se podía distinguir desde el suelo.

– Mira, maldición. ¡Mira…!

– ¿Que mire qué, Frank?

– Estúpidos, todos hemos sido unos estúpidos, y yo más que nadie. Empeñados en ver las cosas desde arriba, cuando a veces la respuesta debe buscarse desde abajo.

Morelli no conseguía comprender. Frank se levantó de un salto.

– Ven conmigo. Hay algo más que debemos comprobar.

– ¿Adonde vamos?

– A Radio Montecarlo. Si he visto bien, la respuesta definitiva está allí.

Salieron del piso. Morelli lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. El estadounidense parecía presa de un frenesí que nada en el mundo habría podido calmar.

Recorrieron casi a la carrera el elegante vestíbulo después de haber arrojado las llaves al encargado, que se mostró visiblemente aliviado de ver que se marchaban. Salieron y subieron al coche de Frank, que un agente de uniforme ya tenía en su mira. El policía estaba de pie delante del coche con la libreta de multas abierta en la mano.

– Suelta el hueso, Leduc; estamos de servicio.

El agente reconoció a Morelli.

– Ah, es usted, inspector. Está bien.

Los saludó llevándose la mano al quepis, un instante antes que el coche partiera con un chirrido de neumáticos y se metiera en el tráfico sin dar excesiva importancia a las reglas de prioridad. Cogieron a gran velocidad la calle que bajaba a la derecha, pasaron por la iglesia de Sainte-Dévote y bordearon el puerto, donde se había iniciado todo, en una embarcación con una fúnebre carga que se había encajado en el muelle como un buque fantasma.

Si había visto bien, aquella historia concluiría exactamente donde había comenzado. Llegaba el fin de la caza de las sombras sin rostro. Ahora era el tiempo de la caza de los hombres que, como tales, tenían un rostro y un nombre.

Recorrieron a toda velocidad la distancia que los separaba de la sede de Radio Montecarlo, del otro lado del puerto, haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto, que un pálido sol entre las nubes ya empezaba a secar.

Detuvieron el coche junto a una barca apoyada en un andamio, a la espera de ser botada. Morelli parecía contagiado de la fiebre que se había apoderado de Frank, que hablaba solo, movía en silencio los labios y decía frases entrecortadas que solo él lograba entender. El inspector solo podía seguirlo, con la esperanza de que aquellos murmullos sin sentido cobraran algún significado.

Llamaron al timbre y, en cuanto la secretaria les abrió la puerta, se precipitaron como un rayo hasta el gran ascensor montacargas, que afortunadamente se hallaba en la planta baja.

Bikjalo los esperaba ya en el umbral, con la puerta abierta.

– ¿Qué pasa, Frank? A esta hora…

Frank lo apartó con un gesto brusco y siguió adelante. Morelli se encogió de hombros pidiéndole disculpas por el comportamiento del estadounidense. Frank pasó delante del puesto de la secretaria. Raquel estaba sentada a su escritorio, y Pierrot, de pie al otro lado, recogía una pila de CD que debía ir al archivo. Frank se detuvo en la pared opuesta a la entrada, donde, detrás de las puertas de dos hojas de cristal, estaban los cables de las conexiones telefónicas y los empalmes con el satélite e internet. Se volvió entonces hacia Bikjalo, que, con Morelli, lo había seguido sin entender nada.

– Abra esta puerta.

– Pero…

– ¡Haga lo que le digo!

El tono de Frank no admitía réplica. Bikjalo abrió las puertas y un soplo de aire fresco invadió la habitación. Frank permaneció un instante, perplejo, ante el enredo de hilos. Metió las manos y pasó las yemas bajo las placas metálicas que sostenían las conexiones de las líneas telefónicas.

– ¿Qué ocurre, Frank? ¿Qué estás buscando?

– Ahora te diré qué estoy buscando, Claude. Nos hemos vuelto locos, en vano, intentando interceptar las llamadas de ese cabrón No lo habríamos logrado nunca, ni aunque lo hubiéramos continuado probando toda una vida, ¿y sabes por qué?

Parecía que había encontrado algo. Sus manos se detuvieron en una de las placas. Se puso a tirar con fuerza, para extraer algo que estaba fijado allí dentro. Al fin lo consiguió; cuando se volvió sostenía en la mano una especie de caja plana de metal, del doble de tamaño de una cajetilla de cigarrillos, de la que salía un hilo que terminaba en una ficha de teléfono. La caja estaba enteramente envuelta en cinta aislante oscura. Frank la mostró a los dos hombres, que lo miraban atónitos.