El hombre de uniforme ha entrado en la casa con un pretexto cualquiera, vencido por el aburrimiento de un deber que quizá considera inútil, y ha dejado a los otros dos en la calle, aburridos y pensando igual que él. Ha quedado fascinado por la cantidad de discos que ha encontrado en las estanterías y se ha puesto a hablar de música aparentando unos conocimientos que no han encontrado confirmación en sus palabras.
Ahora el hombre de pie observa, hipnotizado, el cuello indefenso del hombre sentado en el sofá.
«Sigue sentado, escuchando música. La música no traiciona. La música es el viaje y la meta del viaje. La música es el principio y el fin de todo.»
El hombre abre lentamente un cajón del mueble sobre el que está apoyado el teléfono. Dentro hay un cuchillo, afilado como una navaja. La hoja refleja la luz que llega de una ventana. Lo empuña con firmeza y comienza a acercarse al hombre sentado de espaldas.
Su cabeza inclinada se mueve lentamente, siguiendo el ritmo de la música. Su boca cerrada emite un sonido que pretendía acompañar a la voz del cantante de blues.
Cuando le tapa la boca con la mano, el tarareo cambia de tono y se vuelve más agudo; deja de ser un intento de canto para volver se un coro mudo de sorpresa y miedo.
La música es el fin de todo…
Cuando le corta la garganta, salta un chorro rojo con tanta fuerza que llega hasta el estéreo y lo mancha. El cuerpo sin vida del hombre de uniforme se afloja, su cabeza se inclina a un lado.
Oye ruidos que provienen de la entrada. Son pasos de hombres que se acercan caminando con prudencia, pero sus sentidos vigilantes y entrenados los han intuido, más que oído.
Mientras limpia la hoja del cuchillo en el respaldo del sofá, el hombre sonríe de nuevo. El blues, melancólico e indiferente, continúa saliendo de los altavoces, cubiertos de herrumbre y sangre.
47
Frank y Morelli salieron de la Rascasse a toda velocidad por el bulevar Albert Premier y vieron, casi delante del Mégane, una fila de vehículos policiales que llegaban de la calle Suffren Raymond, con las sirenas aullando. Además de los coches patrulla había un furgón azul con cristales polarizados que transportaba a los agentes de la unidad especial, en uniforme de asalto.
Frank, a pesar suyo, se vio obligado a admirar la eficacia de la Süreté Publique monegasca. Habían pasado escasos minutos desde que Morelli había dado la alarma, y la máquina se había puesto en movimiento con una celeridad impresionante.
Doblaron a la derecha en la subida de Sainte-Dévote y bordearon el puerto hasta el túnel, recorriendo a la inversa el itinerario del Gran Premio. Frank pensó que nunca un piloto lo había recorrido con más motivación.
Salieron del túnel como balas de cañón, dejaron atrás las playas de Larvotto para coger la calle que pasaba delante del Country Club y seguía hacia Beausoleil.
Frank veía confusamente cabezas de curiosos que se volvían a su paso. No era frecuente ver tantos coches de policía en una operación conjunta por las calles de Montecarlo. En la historia del principado podían contarse con los dedos de una mano las ocasiones en que se había cometido un crimen que requiriera semejante despliegue de fuerzas. Montecarlo cuenta con una única calle de acceso y otra de salida, muy fáciles de cerrar de un lado y del otro, una trampa en la que no caería ningún delincuente con un poco de cerebro.
Al oír las sirenas, los coches civiles se detenían para cederles el paso. A pesar de la velocidad a la que iban, a Frank le parecía que avanzaban a paso de tortuga.
Querría poder volar; querría…
Sonó la radio del salpicadero. Morelli se inclinó para descolgar el micrófono.
– Morelli.
A través del altavoz, Roncaille se metió en el coche.
– Aquí Roncaille. ¿Dónde están?
– Detrás de ustedes, señor. Voy con Frank Ottobre, los estamos siguiendo.
Frank esbozó una sonrisa al oír que el jefe de la policía en persona iba en uno de los coches que los precedían. Por nada del mundo ese hombre se perdería la posibilidad de estar presente en el momento del arresto de Ninguno. Se preguntó si también Durand iría en el mismo coche. Probablemente no. Roncaille no era tonto. De ser posible, no compartiría con nadie el mérito de la captura del asesino que daba que hablar a media Europa.
– ¿Me escucha también usted, Frank?
– Sí, lo escucha. Está conduciendo el coche, pero lo escucha. Es él quien ha descubierto la identidad de Ninguno.
Morelli se sintió en el deber de confirmar los méritos de Frank en aquella carrera desenfrenada hacia la casa de Jean-Loup Verdier. Después hizo algo de lo que Frank nunca le habría creído capaz. Mientras sostenía el micrófono con la mano izquierda, mostró el dedo mayor de la mano derecha al receptor, en el mismo momento en que la voz de Roncaille se hacía oír otra vez.
– Bien. Muy bien. También vienen los de Mentón. He tenido que avisarles porque la casa de Jean-Loup está en territorio francés y es su jurisdicción. Necesitamos su presencia para confirmar el arresto. No quiero que ningún abogado de tres al cuarto nos ponga trabas con el pretexto de una irregularidad de procedimiento… Frank, ¿me oye?
Un chisporroteo de estática. Frank cogió el micrófono de manos de Morelli, al tiempo que seguía sujetando el volante con una mano.
– Dígame, Roncaille.
– Espero, por el bien de todos, que sepa usted lo que está haciendo.
– Esté tranquilo. Tenemos pruebas suficientes para estar seguros de que es él.
– Otro paso en falso, después de los últimos acontecimientos sería imperdonable.
«Claro, en especial ahora que el primer nombre de la lista de ceses ha pasado a ser el tuyo…»
La preocupación del director parecía no detenerse allí. Se podía percibir también en la voz levemente distorsionada que salía por el receptor de la radio.
– Frank, hay una cosa que no consigo explicarme.
«¿Una solo?»
– ¿Cómo ha conseguido ese hombre cometer los asesinatos si estaba prácticamente atrincherado en la casa bajo el constante control de nuestros agentes?
Frank ya se había hecho la misma pregunta; dio a Roncaille la respuesta que se había dado a sí mismo.
– Es un detalle que no sé explicar. Creo que deberá decírnoslo él, una vez que le hayamos puesto las manos encima.
Mientras se desarrollaba esta conversación, casi habían llegado a la casa de Jean-Loup. Sin embargo, aún no habían tenido noticias de los tres policías que montaban guardia allí. A Frank le pareció muy mala señal. Si habían entrado en acción, ya deberían haber comunicado el resultado de sus movimientos.
Se abstuvo de comentar esta preocupación con Morelli, que no era estúpido y sin duda estaba pensando lo mismo.
Como si lo hubieran ensayado, frenaron delante de la verja de entrada de la casa de Jean-Loup en el mismo momento en que llegaban los coches de la comisaría de Mentón. Frank observó que no había periodistas; en otras circunstancias, le habría hecho gracia. Habían vigilado continuamente aquella casa, y ahora la habían abandonado justo cuando ocurría un hecho jugoso como un bistec en el que clavar los dientes.
Con toda seguridad, en un rato los reporteros llegarían en masa pero los detendrían los coches patrulla que ya estaban organizando puestos de control en los dos sentidos de la calle. Algunos agentes ya se habían apostado más abajo, a la altura de la casa de Helena, para bloquear toda posibilidad de fuga por la empinada cuesta que bajaba hacia la costa y el mar.
Todavía no se había detenido completamente cuando las puertas posteriores del furgón se abrieron. Bajaron una docena de hombres de la unidad de intervención, agentes vestidos con monos azules, con cascos, chalecos antibalas y fusiles M-16, y se prepararon para irrumpir en la vivienda.