Ben afirmó con la cabeza.
– Sí. Muy mal asunto, ya lo creo.
Russell tomó aire antes de seguir. No podía hacerlo con la mano, pero en su mente había cruzado los dedos. Miró a Ben a los ojos.
– Después de vuestro último encuentro, Matt Corey se mudó a Nueva York y durante toda su vida siguió trabajando en la construcción.
El viejo se mostró complacido.
– Era más que bueno. Había nacido para ese oficio. A su edad sabía más que mucha gente que había estudiado. -Hubo afecto y añoranza en su expresión.
En cambio, Russell estaba ansioso por distender la suya. Puso cuidado en que lo que estaba por decir pareciera una compasiva constatación y no un agravio.
– Matt era una persona muy enferma, Ben. Y después de lo que le sucedió, la soledad en que vivió todo el tiempo no hizo más que empeorar el desorden mental en que había caído. En el curso de sus diferentes trabajos diseminó bombas por los edificios que ayudó a construir. Nueva York está llena de esas bombas. Seis meses después de su muerte, han empezado a explotar.
El rostro del viejo se apagó de golpe. Russell le concedió un momento para que asimilara la noticia. Por fin, trató de transmitirle su peor temor.
– Si no encontramos al hijo de Matt Corey, las explosiones se seguirán produciendo.
Ben Shepard apoyó la taza en la mesita, se levantó del sillón y se dirigió al ventanal. Se quedó un rato mirando fuera y escuchando algo. Tal vez fuera el canto de los pájaros o los latidos de su corazón, o el viento entre las ramas. O acaso algo que no llegaba de fuera sino que le resonaba dentro. Quizás en su mente volvían a sonar las últimas palabras que él y Matt Corey se habían dicho muchos años antes.
A Russell le pareció oportuno aclarar cuál era su papel en esa historia.
– Estoy aquí porque trabajo en colaboración con la policía de Nueva York. Me han concedido este privilegio porque ayudé a que las investigaciones se encaminen a buen puerto. Si hablas conmigo te doy mi palabra de honor que diré lo estrictamente necesario para detener la ola de atentados, sin comprometerte.
Ben siguió de espaldas y en silencio. Russell subrayó la gravedad de la situación recurriendo a los números:
– Han muerto más de cien personas, Ben. Y morirán otras. No puedo decirte cuántas, pero la próxima vez será una matanza más grande aún.
Sin volverse, el viejo empezó a hablar.
– Cuando conocí a Matt estaba en un reformatorio en el norte, en los límites del estado. Yo había conseguido un contrato para una reestructuración de ese lugar. Cuando llegamos y empezamos a levantar los andamios, los chicos nos miraban con desconfianza. Algunos nos tomaban el pelo. En cambio él no; estaba interesado en ver el avance de los trabajos. Me hacía preguntas, quería saber qué estábamos haciendo y cómo lo hacíamos. No me lo pensé dos veces y le pregunté al director si podía trabajar con nosotros. Después de insistir, el director dio por fin su conformidad, advirtiéndome que aquel interno era un tipo difícil. Sobre sus hombros pesaba una historia familiar que habría hecho estremecer a cualquier persona.
Russell advirtió que Ben estaba reviviendo un momento importante de su vida. Sin saber por qué, estaba seguro de ser la primera persona que tenía acceso a esa información y a esas emociones.
– Me encariñé con ese chico. Era sombrío y taciturno pero aprendía el trabajo deprisa. Cuando salió del reformatorio le hice un contrato de trabajo estable conmigo. Le cedí esa habitación en la nave de mi empresa. La primera vez que la vio le brillaron los ojos: era el primer lugar verdaderamente suyo desde que estaba en el mundo.
El viejo dejó la ventana y volvió a sentarse frente a Russell.
– Poco a poco, Matt se convirtió en el hijo que yo no tenía. Era mi brazo derecho. Fueron los otros trabajadores quienes le pusieron el nombre de Little Boss, pequeño jefe, por el modo en que dirigía los trabajos cuando yo no estaba. Si se hubiese quedado, le habría dejado la empresa en vez de vendérsela al gilipollas que la compró. Pero un día me dijo que se iba a Vietnam como voluntario.
– ¿Voluntario? No lo sabía.
– Ésta es la parte mala de la historia. Una de esas cosas que hace que te avergüences de ser un hombre.
Russell guardó silencio y esperó. Su interlocutor había decidido compartir con él un amargo bocado que durante todos esos años había digerido en soledad.
– Un día nos llamaron para trabajos de ampliación en la vivienda del juez del condado, Herbert Lewis Swanson, que Dios lo maldiga allí donde esté. En aquel tiempo Matt había conocido a Karen, la hija del juez. La primera vez que se vieron yo estaba presente, y enseguida supe que entre los dos había nacido algo. Y también supe que ese algo no traería más que problemas y desdicha.
El viejo sonrió mientras recordaba aquel amor. Russell pensó que esa sonrisa tierna era como la del fraile que conocía la historia de Romeo y Julieta.
– Empezaron a verse a escondidas. Creo, estoy seguro, que ésos fueron de los pocos momentos de felicidad en la vida de Matt Corey. A veces me hago ilusiones de que el tiempo pasado conmigo también haya sido feliz para él.
– Estoy seguro de que así fue.
El viejo hizo un gesto con los hombros dando a entender que el pasado era inútil, porque lo veíamos desde la fragilidad del presente.
– Pero sirvió de poco. Chillicothe es una ciudad pequeña y esconderse resulta muy difícil. Antes o después, todo el mundo se entera de todo. Y el juez supo que su única hija se estaba viendo con un chico. Después descubrió quién era el chico. La vida de Karen estaba programada. Era guapa, rica e inteligente. Un tipo como Matt no tenía sitio en los planes de su padre, que en sus tiempos era un hombre muy, pero que muy poderoso. Prácticamente toda la ciudad estaba en sus manos.
Ben bebió un nuevo sorbo de café. Parecía reticente a transformar los recuerdos en palabras, como si al hacerlo pudiera sufrir otra vez las mismas heridas.
– En aquella época se produjo un doble homicidio, cerca del río. Una pareja de hippies que acampaba al aire libre fue asesinada a puñaladas. Ni el culpable ni el arma del delito fueron encontrados. En aquellos tiempos el sheriff era un tal Duane Westlake, y tenía un ayudante llamado Will Farland. Los dos eran esclavos de la voluntad de Swanson, que los tenía bajo su férula a fuerza de dinero y privilegios. Dos noches después del hallazgo de los cadáveres, esos tipos irrumpieron en la habitación de Matt con una orden de registro firmada por el juez Swanson. Entre las cosas del muchacho encontraron marihuana y un gran cuchillo de caza que bien podría haber sido el usado para el doble homicidio. Matt me contó que emplearon la fuerza para obligarlo a poner sus huellas digitales en la empuñadura del cuchillo.
La voz del viejo rezumaba cólera, ese sentimiento que impide que las heridas cicatricen.