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Una voz que no conocía, calma y profunda.

«… y como puede ver, he mantenido la promesa».

Y la respuesta de McKean.

«Pero a qué precio, ¿Cuántas vidas ha costado esta locura?»

Vivien separó un poco el teléfono. Agarró el radiotransmisor del soporte de la radio del coche y dio instrucciones a los otros coches patrulla.

– A todos los coches. Soy la detective Light. Dirigíos hacia la zona de Country Club. Aíslen el cuadrilátero de las calles Tremont, Barkley, Logan y Bruckner Boulevard. Quiero un cordón de coches y agentes capaces de controlar a cualquier persona que salga de la zona, en un vehículo o a pie.

«¿Locura? ¿Fueron definidas como una locura las plagas de Egipto? ¿Se le pone el nombre de locura al Diluvio universal?»

Vivien sintió que una mano invisible le apretaba el pecho y cómo se aceleraba su corazón. Ese hombre estaba enfermo de verdad. Era un loco furioso. Oyó la voz del sacerdote, que, imbuido de compasión, trataba de hacer entrar en razón a alguien imposibilitado de hacerlo.

«Pero después llegó Jesús y el mundo cambió. Aprendió a perdonar.»

«Jesús fracasó. Vosotros lo predicasteis pero sin haberlo escuchado. Vosotros los habéis matado…»

La voz se había vuelto levemente estridente. Vivien trató de imaginar el rostro de aquel hombre en la penumbra de un confesionario que, para otros, significaba expiación de los pecados, pero que para él era sólo un lugar donde colocar sus anuncios de muerte.

«¿Por eso has decidido ponerte esa chaqueta verde? ¿Por eso has asesinado a tantos inocentes? ¿Por venganza?»

Vivien entendió que el padre McKean le estaba transmitiendo una indicación, la confirmación del aspecto del hombre. Por eso seguía rebatiendo lo que decía, para darles tiempo de llegar. Se acercó otra vez el micrófono y habló con los otros coches.

– El sospechoso es un sujeto de raza blanca, alto, cabello oscuro. Viste una chaqueta verde de estilo militar. Puede ir armado y es peligroso. Rectifico: puede ir armado y es muy peligroso.

Las siguientes palabras del hombre confirmaron la exactitud de la descripción de Vivien. Fueron pronunciadas con verdadero rencor y proferidas como una condena:

«Esta vez, la venganza y la justicia coinciden. Las vidas humanas para mí no cuentan nada, como no han contado nada para vosotros.»

Otra vez la voz del padre McKean.

«Pero ¿no sientes la santidad de este lugar? ¿No encuentras algo de la paz que buscas, al menos en la iglesia Saint John the Baptist, dedicada al Bautista, un hombre que en su humildad se declaró indigno de bautizar a Cristo?»

Vivien sintió que se desmayaba. ¿Saint John the Baptist? Ése era el motivo de la anterior llamada del sacerdote. Quería advertirle que no iría a Saint Benedict, sino que había anticipado en un día su visita semanal a Saint John.

Le aulló al techo del coche. Era una derrota.

– No está allí, no está allí. ¡Maldita sea!

Oyó la voz alarmada de Bellew desde el asiento trasero.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Qué ocurre?

Con un gesto, Vivien le pidió que se callara.

«La santidad está al final del camino. Por eso no descansaré el domingo. Y la próxima vez desaparecerán las estrellas, y con ellas todos los que están debajo.»

«¿Qué significa? No lo he entendido.»

Otra vez la voz del hombre. Segura de sí, baja y amenazadora:

«No hace falta entender. Basta con esperar.»

Una pausa durante la cual Vivien vio morir a muchas personas, oyó sus alaridos en el fragor de la explosión y las vio arder en el fuego que las abrazaría a continuación. Sintió que moría con todos ellos.

La voz prosiguió con su maniática amenaza:

«Éste es mi poder. Éste es mi deber. Esto es lo que quiero.»

Una nueva pausa. Y a continuación, el delirio:

«Soy Dios.»

Vivien estiró la mano hacia la radio y cambió la frecuencia llevándola a la habitual de la policía de Manhattan. Repitió el mensaje transmitido poco antes.

– A todos los coches. Soy la detective Vivien Light del Distrito Trece. Dirigíos a la máxima velocidad al Distrito de la Moda, alrededor de la manzana entre las calles Treinta y uno y Treinta y dos, entre las avenidas Séptima y Octava. El sujeto buscado es un hombre de raza blanca, alto y moreno. Lleva una chaqueta militar. Puede ir armado y es muy peligroso. Espero, a la escucha.

Por el móvil le llegó la voz queda del reverendo McKean.

– ¿Estás allí, Vivien?

– Sí.

– Se ha ido.

– Gracias. Has estado grandioso. Te llamaré después.

Se relajó contra el respaldo. Hizo un gesto al conductor.

– Puedes parar si quieres. Ya no tenemos prisa.

Mientras el conductor aparcaba a la derecha de la calle, el capitán se asomó entre los asientos de delante para ver la cara de Vivien. Y para que ella le viera la cara a él.

– ¿Qué ocurre? ¿Con quién hablabas?

Vivien se dio la vuelta y lo miró.

– No puedo revelarlo. Lo único que puedo decirte por ahora es que debemos esperar, y desear lo menos malo.

Bellew volvió a sentarse. Había entendido que algo había salido mal, pero no sabía qué. Vivien era consciente de cómo se sentía su superior en ese momento, y lo sabía porque no debía de ser una sensación diferente de la suya. En ese coche nadie tenía ánimos para romper el silencio. Pasaron varios minutos durante los cuales el tiempo y el mutismo tuvieron el mismo sombrío espesor.

Poco después la radio cobró vida.

– Aquí el agente Mantón, del Midtown South. Hemos detenido a un sujeto que se corresponde con la descripción dada. Lleva una chaqueta verde militar.

Vivien sintió una oleada de alivio que apagó todas las llamas.

– Gracias, chicos. ¿Dónde estáis?

– En la Treinta y uno esquina con la Séptima.

– Llevadlo a vuestro distrito. Llegaremos enseguida.

Vivien le hizo un gesto al conductor, que movió el coche y lo separó de la acera. Una mano se posó sobre el hombro de Vivien.

– Un gran trabajo, muchacha.

El cumplido sólo tuvo valor por un instante, pues otra voz por la radio provocó confusión y desesperación.

«Aquí coche patrulla Treinta y uno, del Midtown South. Soy el agente Jeff Cantoni. Nosotros también hemos detenido a un tipo que coincide con la descripción.»