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Fingí que no pasaba nada y miré la sabrosa infusión que humeaba en la taza.

Me acordé de la llamada que hice mientras volvía de Chillicothe. Desde el avión de mi padre telefoneé al New York Times, me anuncié y pedí por Wayne Constance. Muchos años antes, en la época de mi hermano, Wayne era el responsable de Internacional. Ahora era nada menos que el director del periódico.

– Hola, Russell. ¿Qué puedo hacer por ti? -Un poco de frialdad. Desconfianza. Curiosidad.

No esperaba algo diferente. Sabía que no me merecía otra cosa.

– Soy yo quien puede hacer algo por ti, Wayne. Tengo entre manos una verdadera bomba.

– ¿Ah, sí? ¿De qué se trata? -Menos frialdad y un poco de curiosidad. Un matiz de ironía y la misma desconfianza.

– Por ahora no puedo decirlo. Sí puedo anticiparte que si quieres puedes tener la exclusiva.

Se tomó su tiempo para responder.

– Russell, ¿no crees que te has enfangado bastante en los últimos años?

Sabía que la mejor respuesta era darle la razón.

– Del modo más absoluto. Pero esta vez es diferente.

– ¿Y quién me lo asegura?

– Nadie. Pero tú me recibirás y comprobarás lo que te llevo.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Por dos motivos. El primero, que eres más curioso que una mofeta. El segundo, que no dejarías pasar la ocasión de machacarme a posteriori.

Se rio, pero los dos sabíamos que era verdad.

– Russell, si me haces perder el tiempo ordenaré a los de seguridad que te tiren por la ventana y comprobaré personalmente que te estrelles contra el suelo.

– Eres grande, Wayne.

– Tu hermano sí que era grande. Sólo por su memoria echaré un vistazo a lo que quieres mostrarme.

No volví a hablar con él hasta después de la noche en Joy, cuando las certezas de todos se derrumbaron para dejar lugar a una enorme incomprensión. A un estupor por lo limitado de nuestros conocimientos sobre el hombre, su naturaleza, el mundo que lo rodea, el mundo que todos tenemos dentro.

Mientras esperábamos la llegada de la policía para que se hiciera cargo de todo, busqué una habitación con ordenador y conexión a Internet. Cuando la encontré, me encerré y escribí mi primer artículo. Lo escribí como si alguien a mis espaldas me dictase las palabras, como si siempre hubiera sido el dueño de esa historia, como si la hubiese vivido mil veces y otras tantas veces la hubiese narrado.

Después la envié al periódico como archivo adjunto en un correo electrónico.

El resto son hechos conocidos. Lo que falta trataré de reconstruirlo día a día.

Han pasado dos semanas desde el funeral de la hermana de Vivien. Dos semanas desde la última vez que la vi, desde la última vez que hablamos. Desde entonces mi vida ha transcurrido en un tiovivo tan veloz que las imágenes se superponen sin que pueda distinguir una de otra. Ya es hora de que ese calidoscopio se detenga, porque sigo sintiendo un vacío que los focos de los estudios de televisión, las entrevistas y mis fotos en las primeras planas, esta vez sin ningún cargo de conciencia, no pueden llenar. Todo esto me ha enseñado que las palabras no expresadas con claridad, o no dichas del todo, a veces son más peligrosas y dañinas que las que se pronuncian a viva voz. Me ha enseñado que, a veces, el único modo de no correr riesgos es arriesgarse, al menos en algunos casos. Porque el único modo de no tener deudas es no contraerlas.

O pagarlas.

Y es exactamente lo primero que haré cuando regrese a Nueva York.

Por eso estoy aquí, ante la sepultura de mi hermano y miro su rostro que me sonríe. Le devuelvo la sonrisa esperando que pueda ver la mía. Después le digo, con todo el afecto que cabe en este y el otro mundo, algo que soñaba decirle desde hace años.

– Lo he conseguido, Robert.

Acto seguido, me vuelvo y me alejo.

Ahora los dos somos libres.

El ascensor llega a la planta de mi apartamento y apenas se abre la puerta veo algo que me sorprende. En la pared de enfrente, pegada con cinta adhesiva, hay una foto.

Me acerco para mirarla.

El personaje de la foto soy yo. Estoy de perfil en el despacho de Bellew, con expresión abstraída, y el pelo me proyecta un poco de sombra en la cara. El objetivo me ha pillado en un momento de reflexión y ha logrado capturar a la perfección la duda y el sentimiento de inutilidad que tenía en ese momento.

Vuelvo la cabeza y en la pared de la izquierda, pegada encima del timbre, hay otra foto.

La cojo y a la luz del rellano la observo con atención.

En ésta, el objetivo me ha captado en el salón de la casa de Lester Johnson en Hornell. Tengo ojeras de cansancio, pero mi expresión es voluntariosa; estoy mirando la foto de Wendell Johnson y Matt Corey en Vietnam. Me acuerdo bien de ese instante. Fue un momento en el que todo parecía perdido y, de pronto, había reaparecido la esperanza.

La tercera foto está pegada en el centro de la puerta.

Yo de nuevo, esta vez en la casa de Williamsburg. La primera vez que me puse a estudiar los dibujos de aquella carpeta. Cuando aún no sabía que no eran sólo trazos chapuceros, sino también el modo ingenioso que un hombre había encontrado para dibujar el mapa de su propia enajenación. Recuerdo mi estado de ánimo en ese momento, pero no era consciente de mi expresión, acaso porque en aquel momento ya no la podía dominar.

Entonces me percato de que la puerta está entreabierta. Empujo y se abre con un chirrido.

En la pared del recibidor hay otra foto.

A la escasa luz que se filtra en la penumbra de mi casa, no logro descifrarla. Imagino que también aparezco en ésta.

Se enciende la luz del pasillo. Avanzo un paso, con más curiosidad que preocupación.

Vuelvo la cabeza y de pronto algo se adueña de mi estómago. Es enorme y liviano y bate como si todas las alas del mundo batieran juntas.

En el centro del salón, a mi derecha, está Russell. Me sonríe y hace un gesto cómico con las manos.

– ¿Me arrestarás por allanamiento de morada?

Ruego a Dios que no me permita decir una estupidez. Antes de que Dios tenga tiempo de intervenir, lo logro sin su ayuda.

– ¿Cómo has entrado?

Me muestra la palma izquierda, sobre la que descansan las llaves de mi casa.

– He entrado con el juego de llaves que nunca te devolví. Por lo menos no me acusarán de allanamiento de morada.

Me acerco y lo miro a los ojos. No logro creerlo, pero me está mirando como quise que me mirara desde el primer momento que lo vi. Se aparta un poco y señala la mesa. Me doy la vuelta y veo que está preparada para dos, con un mantel blanco de lino, platos de porcelana y cubiertos de plata. Hay una vela encendida en el centro.