Depositó las bolsas en el suelo sin dejar de examinar el apartamento.
– ¿Tienes una señora de la limpieza?
Vivien le respondió de espaldas y sin volverse, mientras abría la nevera y sacaba una botella de agua mineral.
– ¿Bromeas?
– ¿A qué te refieres?
– Para alguien que trabaja en la policía es difícil encontrar una señora de la limpieza. En Nueva York el servicio doméstico cuesta más o menos como un cirujano plástico, y además tienen el defecto de que su trabajo siempre necesita retoques, antes y después.
Russell se abstuvo de hacer un comentario. Durante el poco tiempo que había viajado con su hermano había conocido policías (tanto en Estados Unidos como en otros países) que con los sobornos podían permitirse ejércitos de señoras de la limpieza. Mientras se servía un vaso de agua, Vivien le señaló el sofá para dos que había frente al televisor.
– Siéntate. ¿Te apetece una cerveza?
– Gracias, sí.
Se acercó a la encimera y cogió el botellín que Vivien había abierto y empujado hacia él. Cuando sintió que el líquido fresco le bajaba al estómago, se dio cuenta de cuánta sed tenía y también que llevaría consigo la sensación de los bofetones de Jimbo durante varios días.
Se dirigió a echarse en el sofá. Al hacerlo pasó frente a un mueble sobre el que, en un portarretratos de diseño original, había una foto: una mujer y una chica de unos quince años. Seguramente madre e hija. Los rasgos físicos eran comunes a las dos y su belleza tenía la misma matriz.
– ¿Quiénes son?
– Mi hermana y mi sobrina.
Vivien respondió con el tono de quien con pocas palabras da por concluido un tema. Russell entendió que había algún episodio no del todo feliz relacionado con esas personas y que ella no tenía ganas de comentarlo. No preguntó más y se sentó en el sofá. Pasó una mano por la piel clara del tapizado.
– Cómodo. También bonito.
– Estuve saliendo con un chico arquitecto. Me ayudó a elegir los muebles y a decorar el apartamento.
– Y ahora, él… ¿dónde está?
Vivien compuso una media sonrisa donde no faltaba la ironía.
– Digamos que, como buen arquitecto, tenía otros proyectos.
– ¿Y tú?
– Mi anuncio suena más o menos así: «Joven, trabajo interesante, soltera, no busca a nadie.»
Tampoco ahora Russell comentó nada. De todos modos, no logró evitar cierta satisfacción por el hecho de que Vivien no compartiera su vida con alguien.
Ella terminó de beber el agua y llevó el vaso al fregadero.
– Creo que me daré una ducha. Tú ponte cómodo, mira la tele si quieres, bébete la cerveza. Cuando termine te cedo el baño, si quieres ducharte.
Russell se sentía depositario de la suciedad del siglo. La idea de que el agua caliente le corriera por el cuerpo, quitando los rastros de ese día, le dio un escalofrío de placer.
– Bien. Esperaré aquí.
Vivien entró en su dormitorio y poco más tarde salió con un albornoz, se metió en el baño y después Russell oyó el sonido de la ducha. No logró, o no quiso, impedirse el imaginar el cuerpo elástico y firme de Vivien, un cuerpo desnudo bajo la lluvia. De golpe sintió que la cerveza no estaba lo bastante fría como para apagar el pequeño fuego que le surgía de dentro.
Se levantó y fue a la ventana desde la que se veía un pequeño escorzo del Hudson. Era una noche clara, pero sin estrellas. Las luces de la ciudad, sedientas de protagonismo, tenían el poder de anular el cielo más luminoso.
Durante el viaje de regreso de Harlem, Vivien y él habían comentado los hechos vividos. Cuando ella lo vio desaparecer dentro de aquel gran coche, intuyó que algo no andaba bien. Y cuando el vehículo se puso en marcha, se dedicó a seguirlo, siempre tres vehículos por detrás, pero sin perderlo de vista. Cuando vio que el coche se metía en una calle sin salida, aparcó el XC60 junto a una acera. Se apeó rápidamente y tuvo tiempo de ver cómo la limusina oscura desaparecía dentro de un almacén. Se acercó y se alegró al comprobar que la cortina metálica no estaba del todo bajada: habían dejado un espacio que permitiría la entrada sin hacer ruidos que la delataran. Así pues, entró en el almacén arrastrándose por el suelo. Se guió por las voces que provenían del interior, detrás de una esquina, una parte no visible del almacén. Se asomó con cautela para ver qué ocurría. Vio a LaMarr sentado a la mesa y también al gorila, de pie junto a Russell. Antes, desde su punto de observación en Park Avenue, cuando Russell había sido secuestrado, por momentos había perdido la visual por culpa de los coches que pasaban. Había creído que Jimbo también era el chófer del coche, por lo que no supuso que hubiera un tercer hombre. Por suerte, a pesar de su súbita aparición improvisada, se las arregló muy bien.
Se las arreglaron muy bien.
Después, Russell le contó lo sucedido en el vestíbulo de su edificio cuando llegó a casa y provocó que Vivien sonriera por su condición de desheredado. Él también había reído. Y le había contado sobre la amabilidad de Zef y el préstamo de quinientos dólares.
– ¿Y ahora qué harás?
– Buscaré un hotel.
– ¿Lo que te he restituido es todo cuanto tienes?
– Me temo que sí, por el momento.
– Si quieres un lugar decente, ese dinero te alcanzará para dos noches, y soy optimista. Y yo no quiero estar en el mismo coche con un tipo que duerme en un hotelucho de ésos.
Russell hizo un repaso de su penosa situación. Y no tuvo más remedio que aceptar la realidad.
– No puedo hacer otra cosa.
Vivien hizo un gesto vago.
– En mi casa, en la sala de estar, hay un sofá cama. Creo que en los próximos días dormiremos poco. Si quieres seguir adelante con esta historia será mejor que te quedes conmigo. No quiero tener que atravesar la ciudad para ir a buscarte. Si te adaptas, el sofá es tuyo.
Russell no lo dudó.
– Creo que me sentiré como en el Plaza.
Vivien soltó una risotada sin que Russell comprendiera el motivo. La explicación llegó a continuación.
– ¿Sabes cómo llamamos en la comisaría al calabozo donde te metieron cuando te arrestaron?