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Sin ganas, el reverendo McKean se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo.

– Es gracias a personas como usted que Joy sobrevive.

– Y es gracias a personas como usted que existe.

La mujer se puso a su lado y lo cogió del brazo. Un perfume delicado, y sin duda muy caro, llegó al olfato del sacerdote, que también percibió el susurro del roce del vestido.

– Ahora vayamos a ver las obras de sus protegidos. Me han hablado muy bien de ellas.

Pasando con desenvoltura entre la gente, la señora Bones se movió hacia el otro lado de la terraza, la que daba al estanque.

El Boathouse Café era un elegante lugar de encuentro social en medio de Central Park, comunicado con el resto de la ciudad por East Drive. Un edificio de una sola planta, con una fachada de anchos ventanales que permitían que los clientes cenaran con vista al verde y el agua. En primavera y verano, sobre una terraza que lo rodeaba en todo su perímetro, se instalaban mesas para comer al aire libre.

En este caso, la reunión y muestra había sido organizada por un comité del cual el padre McKean no lograba recordar el nombre. Se exponían pinturas, esculturas y artesanías de muchachos residentes en instituciones parecidas a Joy. La reunión permitía que los chicos se pusieran en contacto con la gente no sólo a través de sus trabajos. Cuando le llegó la propuesta, el sacerdote había hablado con Jubilee Manson y Shalimar Bennett. Los dos chicos estaban todavía en un período difícil, pero al final, de acuerdo con John, se había convencido de que la experiencia podría hacerles mucho bien.

Shalimar era una chica blanca que provenía de una familia burguesa convencional. La habían arrancado por la fuerza de la heroína y de una tendencia autodestructiva que le había dejado los brazos llenos de cicatrices. Era la preferida del padre McKean, pero él no se lo habría confesado ni a la Inquisición. El rostro de la chica inspiraba ternura y protección, y cuando alguien le hacía un cumplido por sus trabajos sus ojos parecían irradiar luz. Lo que hacía con sus manos se situaba entre la escultura y la joyería: pulseras, collares y pendientes de los que emanaban originalidad y color. Todo lo hacía con materiales pobres y variados.

Jubilee, un chico negro de diecisiete años, provenía en cambio de una familia donde las reglas se escatimaban y donde la aproximación diaria a la supervivencia se había convertido en saqueo. La madre era prostituta y el padre había muerto apuñalado durante una pelea. Su hermano Jonas se presentaba como rapero con el nombre artístico de Iron-7; en realidad era el jefe de una banda que había hecho del camelleo y la chulería de putas sus principales áreas de interés. Cuando la madre encontró pastillas de crack en el cuarto de Jubilee, comprendió que su hijo pequeño estaba a punto de ser arrastrado por la energía del hermano. En un momento de lucidez, presa de una intuición afortunada, lo había llevado a Joy, a ver al padre McKean. Esa misma tarde se suicidó.

Una vez superadas las primeras dificultades, Jubilee se había integrado bien en la vida de la comunidad y después de su llegada había mostrado una notable aptitud para las artes plásticas, algo en lo que fue animado. Ahora, algunas de sus obras más interesantes, incluso las más inmaduras, estaban expuestas en la muestra de Central Park. Eran trabajos con futuro.

El sacerdote y su acompañante llegaron a la zona donde las pinturas de Jubilee estaban expuestas sobre caballetes. La influencia del pop-art, especialmente de Jean Michel Basquiat, estaba clara, pero el sentido del color y la originalidad de los puntos de vista permitían entrever una feliz posibilidad de evolución.

El joven artista estaba de pie, junto a sus pinturas. La señora Bones se detuvo ante los cuadros para evaluarlos con una primera mirada.

– Y aquí, nuestro joven artista.

Ahora miró los trabajos con atención, y en su mirada no faltó un poco de asombro.

– Bien. Yo no soy crítica de arte y este muchacho no es Norman Rockwell. Pero he de reconocer que son… que son…

– ¿Explosivos?

Después de haber sugerido ese adjetivo, el padre McKean le guiñó un ojo a Jubilee, y el chico se tragó la risa con dificultad. La señora Bones se volvió hacia el sacerdote como si esa palabra le hubiese aclarado todo.

– Claro. Es la definición perfecta. Son explosivos.

– Es lo que pensamos todos.

Después de la lisonja al ego del artista y al afán de mecenazgo de su acompañante, el cura empezaba a sentir que su presencia estaba de más. A pocos pasos de distancia vio a John Kortighan hablando con un grupo de personas. Le lanzó una mirada en la que había un desesperado pedido de ayuda.

El brazo derecho de McKean se dio cuenta de la situación. Se libró de sus contertulios y se dirigió hacia el cura.

El clérigo se preparó para esfumarse.

– Señora Bones…

Como respuesta obtuvo una mirada donde las pestañas mariposearon un poco.

– Si lo prefiere, puede llamarme Sandhal.

En ese momento llegó John y lo salvó de la incómoda situación.

– Señora Bones, éste es John Kortighan, que colabora conmigo en Joy. Es el artífice del buen funcionamiento…

Mientras lo presentaba, el sacerdote se volvió hacia John, que estaba de espaldas al estanque. Pero sus ojos se dirigieron a otro lado. Pasaron más allá de la terraza llena de gente y se fijaron en la pista para bicicletas que circundaba la parte izquierda del pequeño lago.

De pie, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, había un hombre con una chaqueta militar verde. El padre McKean sintió que se le cortaba la respiración y que un rubor ardiente le subía a la cara. Sólo por inercia logró terminar la frase de presentación.

– … de nuestra pequeña comunidad.

John, con su acostumbrada diplomacia y buenos modales, tendió la mano.

– Mucho gusto en conocerla, señora Bones. Sé que usted es una de las principales artífices de este evento.

Como en trance, al sacerdote le llegó una risita de la mujer.

– Ya se lo he dicho al padre McKean: siempre estoy dispuesta a hacer algo por el prójimo.

McKean oyó esas palabras como muy lejanas, empañadas por la distancia y la niebla. No lograba apartar la mirada de aquel hombre solo, en pie entre las bicicletas que pasaban a su lado, que miraba en su dirección. Se dijo que ese tipo de chaqueta era muy común y que un evento como aquella exposición habría llamado la atención de cualquier persona. Era normal que alguien se detuviese para tratar de ver qué estaba sucediendo.

No obstante, sabía que ése no era el caso. Sabía que aquélla no era una persona cualquiera sino el hombre que en el confesionario le había susurrado unas palabras sacrílegas junto al propósito de matar.

«Soy Dios…»