Las caras y las voces de las personas que lo rodeaban habían desaparecido. Sólo quedaba aquella figura inquietante que atraía como un imán sus pensamientos y su mirada. Su deseo de misericordia. De algún modo estaba seguro de que aquel hombre lo había visto y que, entre todas las personas presentes, era a él a quien miraba.
– Perdónenme un momento, por favor.
Ni siquiera oyó lo que John y la señora Bones le respondieron.
Ya se había separado de ellos y se dirigía hacia el otro lado de la terraza. En su caminar, perdía y reencontraba la mirada sombría del desconocido, una miraba que le había penetrado como la promesa de una aventura funesta. Su intención era alcanzarlo y hablar con él, intentar hacerlo entrar en razón, aun sabiendo que era una empresa abocada al fracaso. Por su parte, el hombre continuaba siguiéndolo con la mirada, a la espera de algo, como si hubiera ido al Boathouse Café con el propósito de recordarle su existencia.
De golpe, el padre McKean se encontró frente a dos personas de color que le bloqueaban la salida.
Uno era más o menos de su estatura y llevaba una chaqueta con capucha, demasiado grande para su envergadura y con un espesor no correspondiente a la temperatura ambiente. Llevaba una gorra negra con la visera de lado, vaqueros y un par de pesadas zapatillas de deporte. En el pecho le colgaba una brillante cadena de oro.
El que tenía detrás era enorme. Parecía imposible que un hombre de ese tamaño pudiera moverse. Vestía de negro, y una especie de red le cubría la cabeza, parecida a las que en otras épocas usaban los hombres para estirarse el pelo.
El menos grande le puso al padre McKean una mano en el pecho.
– ¿Adónde vas, cuervo?
Presa de la ansiedad que le produjo el obstáculo, el sacerdote volvió la mirada hacia la derecha. El hombre de la chaqueta verde todavía estaba allí y observaba la escena sin ninguna expresión. Volvió a mirar a la persona que tenía delante.
– ¿Qué quieres, Jonas? No me consta que hayas sido invitado.
– Iron-7 no necesita una invitación para meterse entre estos capullos. ¿No crees, Dude?
Impasible, el gigante hizo un simple gesto de asentimiento.
– Bien. Ya que has demostrado lo fuerte que eres, creo que puedes irte.
Jonas Manson sonrió, mostrando un pequeño diamante encastrado en un incisivo.
– ¡Eh, eh!, un momento, cura, ¿qué prisa tienes? Soy el hermano de uno de los artistas, ¿no puedo admirar sus obras como el resto de la gente?
Echó un vistazo al interior y más allá del padre McKean entrevió a Jubilee, que estaba junto a sus cuadros y hablaba con algunas personas.
– Allí lo tienes: ése es mi muchacho.
El hombre que se hacía llamar Iron-7 apartó al sacerdote y se dirigió hacia Jubilee seguido por la impresionante figura de Dude. A su paso, los presentes se apartaban por puro instinto de conservación. El padre McKean los siguió para intentar tener la situación bajo control.
El supuesto rapero llegó junto a los cuadros y, sin siquiera saludar a su hermano, se colocó junto a las obras con una pose afectada. Cuando lo vio llegar, Jubilee había enmudecido dando un paso atrás y había empezado a temblar.
– Sí, sí. Mercadería fuerte. Muy fuerte. ¿Qué opinas, Dude?
Una vez más el coloso, sin abrir boca, confirmó las palabras de su jefe con un movimiento de la cabeza. John, que había captado la fragilidad de la situación, se acercó y trató de meter su cuerpo entre Jonas y Jubilee.
– Vosotros no podéis estar aquí.
– ¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? ¿Tú, gilipollas?
El rapero se volvió hacia King Kong y sonrió.
– Dude, quítame a este tontainas de encima.
La enorme mano del gigantón aferró a John por el cuello de la camisa. Lo atrajo hacia sí como si no tuviera peso y lo arrojó hacia atrás, haciéndolo chocar contra la balaustrada. El padre McKean intervino para apaciguar los ánimos en previsión de consecuencias mucho más graves. Si se hubiera producido una pelea, alguien podría morir.
– Déjalo, John. Ya me ocupo yo.
A Jonas se le escapó una risotada grosera.
– Bien, sí, ocúpate tú.
Mientras tanto, alrededor de ellos se había hecho el vacío. Todas las personas que estaban cerca, aun ignorando qué ocurría, entendieron que lo mejor era apartarse de esos dos sujetos de modales rudos y caras de pocos amigos.
– Tú y yo tenemos que hablar de negocios, cura.
– Tú y yo no podemos tener ningún negocio en común, Jonas.
– Métete el orgullo en el culo. Sé que lo estáis pasando mal en ese lugar, tío. Yo os puedo echar una mano. Pensaba que veinte de los grandes no os vendrían pero que nada mal, ¿captas el sentido, curita?
El padre McKean se preguntó quién le había dicho a ese delincuente que Joy tenía dificultades económicas. Por supuesto que no había sido su hermano, que lo evitaba como a la peste y le tenía terror. Estaba claro que en ese momento veinte mil dólares serían un maná del cielo para las arcas exhaustas de la comunidad. Pero no podían provenir de ese hombre, con todo lo que cargaba a sus espaldas.
– Puedes quedarte con tu dinero, Jonas. Nos arreglaremos solos.
Jonas le hincó un dedo índice en el pecho y empezó a repiquetear como si quisiera perforarle el esternón.
– ¿Rechazas mi pasta, tío? ¿Piensas que no vale?
Hizo una pausa, como si reflexionase sobre lo que acababa de decir. Levantó la mirada hacia el padre McKean.
– O sea que mi pasta no te va… -Y señaló a las personas presentes y su cólera explotó-. Pero la pasta de estas cagarrutas sí, ¿verdad? Estos tipos de traje y corbata, que se dan aires de integridad, son los que compran las putas y la porquería que vendo yo. Y estas tías con pinta de santurronas son las que van por ahí en busca de jodienda con todas las pollas negras que pueden comprar, ¿te enteras, tío?
Un rumor de agitación detrás del padre McKean. Sin necesidad de volverse, el clérigo comprendió que una de las señoras presentes se había desmayado. El rapero siguió esparciendo veneno y rencor.
– Yo solamente quería hacer el bien. Ayudar a mi hermano y a esa mierda de lugar donde estáis.
Jonas Manson se metió una mano en el bolsillo y la sacó empuñando una navaja automática. El padre McKean oyó un chasquido seco cuando se abría y vio la hoja brillar a la luz. El murmullo de la gente se hizo audible y se mezcló con el ruido de pasos en la terraza. Un par de mujeres emitieron chillidos nerviosos.
Jonas se volvió hacia Jubilee con la navaja en la mano. El chico lo miraba aterrorizado.
– ¿Has oído, hermanito? La corneja se hace el héroe.