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Russell estrechó la mano al letrado.

– Encantado, abogado. -Y se dirigió al hombre de la mesa-: Buenos días, sheriff. Lo siento si le he ocasionado algún problema. No era mi intención.

Dado la fama que precedía a Russell, su actitud compungida debió de sorprender a los dos hombres, que por un instante se encontraron al mismo lado de la barricada. Blein le respondió con una simple pregunta.

– ¿Usted es Russell Wade, el rico?

– Mi padre es el rico. Yo soy el hijo disoluto y desheredado.

Al sheriff le hizo gracia la breve y a la vez amplia descripción de Russell. Sonrió.

– Usted es una persona polémica, señor Wade. Y pienso que con razón. ¿Es así?

– Bueno, yo diría que sí.

– ¿A qué se dedica, señor Wade?

Russell sonrió.

– Bueno, cuando no ocupo mi tiempo en que me arresten, soy periodista.

– ¿Para qué periódico trabaja?

– Actualmente para ninguno, soy reportero free-lance.

– ¿Y qué lo ha traído a Chillicothe?

El abogado Woodstone intervino con tono profesional y circunspecto. De algún modo tenía que justificar los honorarios que le pagaría la Wade Enterprise.

– Señor Wade, no está obligado a responder si no lo considera oportuno.

Russell movió la mano dándole a entender que estaba todo bien, lo que satisfizo al sheriff. En este caso era fácil, bastaba con decir la verdad.

– Estoy haciendo un reportaje sobre la guerra de Vietnam.

Con actitud casi teatral, el sheriff Blein arqueó una ceja.

– ¿Todavía le interesa a alguien ese tema?

«Más de lo que pueda imaginar.»

– Hay cosas que quedaron ocultas. Cosas que es justo que salgan a la luz.

En el escritorio del sheriff, Russell vio un grueso sobre marrón. Parecía el que la noche anterior habían usado para poner sus efectos personales unos minutos antes de hacerle las fotos (frente y perfil), tomarle las huellas digitales y encerrarlo en una celda.

– ¿Son mis exiguos haberes?

El sheriff cogió el sobre y lo abrió. Sacó el contenido y lo puso sobre el escritorio. Russell se acercó y comprobó que no faltaba nada. Reloj, billetera, las llaves del Mercedes…

La mirada del sheriff cayó sobre la fotografía del chico con el gato. Compuso una expresión inquisitiva antes de separarse del respaldo y apoyar los codos en la mesa.

– ¿Puedo?

Russell asintió sin saber qué estaba concediendo.

El sheriff cogió la foto y la miró un instante. Volvió a colocarla junto a las pertenencias de Russell.

– ¿Puede decirme cómo es que tiene esta foto, señor Wade? -Blein se volvió hacia el abogado y le dedicó una mirada significativa.

– No está obligado a responder, si le parece conveniente.

Russell interrumpió al abogado y se lanzó al vacío.

– Según mis informaciones, este muchacho se llamaba Matt Corey y murió en Vietnam.

– Exacto.

Esas palabras le sonaron como un paracaídas en el momento de abrirse.

– ¿Lo conocía?

– Trabajamos juntos cuando éramos jóvenes. En mi tiempo libre yo me ganaba algunos dólares haciendo de albañil de obras. Él era una par de años mayor que yo y estaba en una empresa para la cual yo trabajé un verano.

– ¿Recuerda cómo se llamaba?

– Claro, era la de Ben Shepard. Tenía el depósito de materiales y herramientas hacia North Folk Village. Matt era como un hijo para Ben y vivía allí, en una habitación de la nave. -Con el índice, Blein señaló una de las fotografías-. Con Walzer, ese gato raro con tres patas.

Sin albergar demasiadas esperanzas, Russell formuló la siguiente pregunta.

– Y ese Ben Shepard, ¿sigue vivo?

La sorprendente respuesta del sheriff llegó con un leve matiz de envidia en el tono:

– Más que nunca. Ese viejo zorro tiene casi ochenta y cinco años y está más derecho que un palo de escoba, y además rebosa salud. Y, mire, estoy seguro de que todavía folla como un puercoespín.

Russell esperó a que el coro de ángeles que sentía en la cabeza terminase su canto de gloria.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Tiene una casa en Slate Mills, no lejos de su viejo depósito. Le anotaré la dirección.

Blein cogió papel y bolígrafo y garabateó una hoja. La puso sobre la foto. Para Russell fue gesto de buen augurio: esas imágenes habían sido el principio de todo; sabía que lo escrito en ese papel era el principio del final.

La impaciencia le revoloteaba en el estómago como mariposas.

– ¿Puedo irme, señor Blein?

El sheriff hizo un gesto con la mano.

– Desde luego. Su abogado y la fianza que ha pagado opinan que sí.

– Gracias, sheriff. Pese a las circunstancias, ha sido un placer.

Woodstone se levantó de la silla. Él y el sheriff Blein se dieron la mano. Seguramente mantenían tratos a menudo, dadas sus respectivas ocupaciones en una pequeña ciudad como Chillicothe. Russell ya había llegado a la puerta.

Lo detuvo la voz del sheriff.

– Señor Wade…

Con la mano en el pomo se dio la vuelta y se encontró con la mirada del policía.

– ¿Sí?

– ¿Puedo hacerle una pregunta yo a usted?

– Adelante.

– ¿Por qué le interesa Matt Corey?

Russell mintió sin pudor, tratando que no se notara:

– Unas fuentes fiables me han dicho que ese muchacho protagonizó un acto heroico nunca reconocido. Estoy haciendo un reportaje sobre su sacrificio y el de otros soldados ignorados como él.

No se preguntó si su tono patriótico había calado en aquel maduro representante de la ley. En su pensamiento ya estaba sentado frente a un viejo constructor de nombre Ben Shepard. Siempre que aquel viejo zorro, como lo había definido el sheriff Blein, aceptase hablar con él. Russell no olvidaba las dificultades que hubo de sortear para que lo recibiera ese otro viejo zorro que era su padre.

Siguió al abogado Woodstone al exterior, atravesando la oficina. Una muchacha de uniforme estaba detrás del mostrador y otro agente rellenaba documentos en un escritorio. Apenas salió, se reencontró con Estados Unidos. Chillicothe era la esencia del país, con todos sus defectos y virtudes. Coches y personas se movían entre las casas, anuncios, señalizaciones de tráfico, prohibiciones, semáforos. Todo lo que una nación había construido, ganando y perdiendo guerras, a la luz de la gloria y en las penumbras de la vergüenza. En cualquier caso, pagando el precio en carne propia.