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Giannina Braschi

Yo-Yo Boing!

I. Close-Up

Comienza por ponerse en cuatro patas, gatea como una niña, pero es un animal con trompa feroz, un elefante. Y poco a poco, se le va desencajando el cuello, y poco a poco, le crece el cuello, una pulgada, luego dos pulgadas, luego cinco pulgadas, hasta que su cabeza se aleja tanto y tanto del suelo, casi diría que toca el techo de la casa donde habita, casi diría que da golpes contra el techo, ya no cabe su cabeza en esta casa, ha crecido tanto y tanto. Y de repente descubre que lo que ha crecido no es su cabeza sino su cuello. Es, entonces, definitivamente, una jirafa. Pero se va jorobando, se le van encogiendo los huesos de las manos y de los pies, hay una conmoción en su cuerpo, estallan bombas por todas partes, fuegos artificiales, truenos, relámpagos, palpitaciones, intenta parar la rebelión, pero es en balde y en vano. Le da por abrirse las nalgas, como si fueran un bocadillo de jamón y de queso, de abrirse todo su culo, de dejar que salga esa otra parte de su cuerpo, esas piedrecitas marrones, que a veces son plácidas, que a veces se prolongan, que casi se derriten por dentro y por fuera, que son largas y redondas y verdes, y son sus queridas, sus amantes pelotas, cacas, caquitas, y el agüita amarilla junto con ellas, que las derrite y las zambulle en el inodoro, y le transmite ese otro olor amargo y violento, repugnante y atractivo de los capullos abiertos y de las violetas. Quería sentir la caída en el agua de la sangre negra, de la sangre muerta de su cuerpo. Quería bañarse en toda la sangre de la muerte de su juventud. Tenía unos deseos arrolladores de sentarse en su trono blanco y redondo, de agacharse con lentitud, de quitarse primero sus medias que le servían de braguetas, y luego sus pantaletas que le apretaban la cintura y le cortaban la respiración. Quería respirar abiertamente, desabrocharse el sostén, rascarse las tetas que le picaban, estrechárselas con rapidez, frotarse los pezones, mirárselos en el espejo, virarse de perfil, la parte ganchuda y encorvada de su nariz, parecía un alacrán, una araña peluda, quería convertirse en la araña peluda que era y además quería rascarse las cosquillas, sentir que se arrancaba una de las pepitas de su piel, uno de los granitos con pus, que parecían varicelas, y ver que brotaba el manantial de la sangre, y chupársela como un vampiro y después escarbarse la gruta de su sexo, donde el cabello rizado y ondulado hacía unos nudillos, y verse la costra de la suciedad, y olerse el olor dulce a nata de café, a crema de azúcar, y luego dormirse en una de sus ampollas, sacarse el zumo de la ampolla, el líquido blanco, transparente y espumoso, y sentir la explosión de la ampolla le daba un placer infinito, explorar todos los hoyos de su piel y todas sus superficies, hasta quedarse vacía, rota y hueca. Se miró una cascarita que tenía en la rodilla. La costra estaba seca. Se la podía arrancar y saldría sangre. Se la podía despegar como un esparadrapo y ver dentro la tapa de otra piel, de su propia piel, no bronceada, sino rosada y mustia. Primero hizo como quien no quería la cosa, siguió su forma, la acarició, enamorándola, diciéndole con los dedos que la quería, embaucándola, sacándole su mejor vibración, su mejor sonido metálico, la cáscara parecía que se quería ir de la rodilla con la mano que la tocaba como las cuerdas de una guitarra, sí, sacaba música de ella, sacaba sangre, líquido amarillo, fue amontonándose sobre ella misma, concentrán-dose en el poderío de la mano, desligándose de la rodilla, mientras los dedos la seducían, las uñas la despellejaban de la piel de la pierna, y la cáscara, aunque herida, desangrada y desarraigada, se aposentó como doncella amada en la palma de su mano. Allí fue acariciada de nuevo, fue adorada por los ojos, fue anhelada por la saliva, fue succionada por la lengua, con ella jugó por unos instantes su deseo relampagueante. Después de haberla chupado y amasado y triturado, la escupió contra el suelo y la arrolló con el dedo gordo del pie, luego la recogió para tirarla en el lavabo, puso el grifo a correr, y fue succionada por la gárgola. Se quedó desprendida de sus raíces, de sus antojos, se sentía inquieta, buscaba otra estrella, otra fascinación que la hiciera hervir en la caldera de sus añoranzas, una meta objetiva y concreta, un granito de arena amasado a la yema de sus dedos, una migaja de pan caliente donde pensar por un momento o dormirse en la mansedumbre del objeto sensible que toca. Mientras lo hacía, con cierta obsesión, su respiración se convertía en la respiración de un animal que vacila, y su vacilación, honda y lenta, pero premeditada, se convertía en la respiración de un cirujano que corta el cuerpo de un paciente. Con extremada cautela y placer, se metía la sangre de la herida en la boca, el pellejo de la ampolla en la boca, y jugaba con las viscosidades que se arrancaba de su plexo solar — los mocos y las legañas de sus ojos eran sus juguetes, sus muñecas — y además jugaba con todos estos órganos al escondite, y se los pegaba en distintas partes de su cuerpo, como un coleccionista de sellos, y todo esto lo hacía mientras iba escuchando una música lenta y pausada, mientras sentía unos deseos infinitos y concretos de pujar, para afuera, de exhalar para afuera, de inhalar y exhalar para adentro. Estaba allí excavando una cueva, con los nudillos de los dos dedos índices apretó contra un hoyo, y fue saliendo lentamente una lombriz blanca y perfilada. Apretó fuertemente los nudillos contra la piel ya irritada, apretón una vez, apretón dos veces, salió su cabeza negra, qué bien, pero todavía quedaba mucha lava hirviendo por adentro, otro apretón, ahora salió un poco de pus y un poco de sangre, herida, el volcán en erupción, sangre, no, no era la sangre lo que anhelaba, no se curaba con la sangre, tenía que salir el pus, el polen, tenía que salir la lombriz entera, vivita y coleando, el intento anterior fue demasiado rápido, ahora tenía que contener el aprieto, apretarlo y aguantarlo en el apretón, no dejar de asfixiarlo, no permitir que el poro abierto respirara, agrietarlo, abrirlo más, dejarlo vacío y vacío de agua, de espinilla, de sangre, limpio y brillante. Estaba arrinconada en uno de los lados del poro, había estirado sus piernas, daba patadas, defendiendo su caverna, la tenían sitiada, la atacaban con cañones y rifles, la presionaban, y mientras más la presionaban, más se resistía, se dilataba más y más contra las paredes del poro, pero no daba señales de querer ser derrotada y menos vencida, se había hecho parte de la piel, le había gustado ese hoyito más que ninguno otro, bien es cierto que había penetrado en otros poros en las aletas de la nariz, los había cerrado con la punta de la espinilla, era nómadacavernícola, pero aquí mismo había estado clavada e ignorada, había intentado guardar las apariencias, había aprendido la lección de otros lugares, había sido echada por haber querido lucir, luminosa y brillante, por haber aparentado ser espina, ser luz, pero ahora había disimulado su cascarón, había disimulado su miseria, su amargura. Ella al principio pensó que era un lunar, pero después notó el borde, la cabeza, y con rabia la apretó, con más rabia y coraje por haber sido engañada, tomó agua del grifo, se la pasó por el poro abierto, ésta vez no se le podría escapar, la atacó con agudeza, sin que le temblaran los nudillos, la fue sacando contra su voluntad, tuvo que ir saliéndose, tuvo que entregarle sus heridas, sus alargadas protuberancias, todas sus pertenencias, y rendida, salió el cuello, luego las manos, los pies, la barriga era enorme, era gigantesca, era perfecta, plaquiti, plaquiti, pla, pla, pla, así salió, y así se rindió entera, apareciendo toda brillante y grasosa sobre la punta alargada de su irritada nariz. Allí estaba, sobresaltado, como queriendo averiguar qué estaba pasando con la espinilla, se le había inflado la panza, parecía una mosca, sí, parecía una mosca a punto de volar. Se movía como una garrapata alrededor del círculo de su hoyuelo, y comía carne, y alrededor suyo toda una serie de hormiguitas, de pequitas, ya se sabe que donde hay carne, rondan los bichos roedores. Se le acercó, ah, sí, tú, un bicho raro, un bicho bien raro, cómo cogerlo, tomó su dedo índice y se lo desprendió. Bailó en su dedo, como si fuera un grillo, una esperanza, movió su rabito, hizo un baile en zig-zag, zigzag, se remeneó como un pedazo de alambre, como un cordón blanco simuló su alegría, su afán de vivir. Lo miró un rato y enseguida se le fue haciendo la boca agua, reclamando su cautiverio, su esclavitud, pero no eran los labios, ni los dientes quienes más lo querían, lo quería la lengua para pasárselo al paladar, dejar que el paladar sintiera el placer de tenerlo como huésped o como prisionero, y después de haber dormido, quizá un segundo, quizá dos días, dentro de la cama de una muela rellena de plata, jugar con él un poco más, despertar algún alboroto, hacer una mueca, o una orgía, sí, emborracharlo con la muela, con la lengua, con el paladar, y entonces devorarlo, desaparecerlo. Uno más, qué más da. Uno no da, llévate más. Había llegado su hora, tenía que aprovecharse ahora, ahora mismo, que ella había abierto la boca, para buscar el primer rotito que encontrara, para asomarse a través de los dientes, para aparecer entremedio de la comisura de los dos dientes de enfrente, para meterse por ahí, rápido, rápido, tenía que apurarse, tenía que llegar a tiempo, esta experiencia era única, irrepetible, si no se apuraba y bajaba por la nariz y pasaba por el galillo de la garganta y dejaba que el paladar lo saludara, buenos días, lengua, sabe bueno el gargajo, con su permiso, muela, tengo que pasar, rápido, sí, corre, corre con rapidez, y pasa, se cuela por la lengua, resbala por el paladar y le hace frente al diente, lo empuja, se mete por el rotito y se le encarama al diente que está enfrente, a la derecha, sí, de los dos más grandes, y ahí mismo, qué risa, para ella que buscaba y buscaba, y no encontraba, abrir la boca, reírse y encontrarse con el hoyuelo, abierto y desnudo, con su descarada sonrisa. Mírame, linda. Mírame, linda. Se miró en el espejo del tocador, se tocó el mentón, tres pelitos puntiagudos que todavía no habían crecido. Agarró las pinzas de una cartuchera de maquillaje. Intentó sacarse el primer pelito, imposible, acababa de nacer, peor que un granito, todavía no estaba listo. Fue al segundo pelito, pero ahora cambió su arma de ataque. Sacó del estuche otra pinza cuadrada en la punta, maniática y obsesionada, miró la punta del pelito con el rabo del ojo, y este sí que pudo sacárselo. Volvió entonces sobre el anterior, ahora sin vacilación y con vigor, y plas, plas, se arrancó el primer pelito. Pasó entonces con ligereza, como si la pinza estuviera corriendo una carrera a través de su barbilla, y sí, habían otros vellos raquíticos y enclenques que no tenían una púa, pero que mirados con una lupa se veían, y mirados al sol relucían y eran gruesos y feos, y con la pinza cuadrada fue uno por uno arrancándolos. Se pasó la yema del dedo índice y del mediano por el borde del mentón, y fue buscando la púa del otro pelo hasta que la encontró, y le dio tres toques pero no pudo arrancarlo. Cogió la puntiaguda, localizó su presa, y con ferocidad, la agarró por la cabeza y se arrancó el tercer pelito. Entonces volvió a frotar sus dedos sobre el mentón, y ahora lo sintió plano y liso como una plancha y se sintió tranquila y feliz. Luego se pasó la mano por la barbilla buscando ahora granitos para explotar, pero sólo tenía unas marquitas negras que eran las señales de otros granitos que se había explotado. Su cara desnuda estaba llena de cardenales, de pequeñas cicatrices sin cicatrizar, de pequeños alicates o de hoyitos, además tenía lunares, y verrugitas, tenía que ponerse una base que tapara las pequeñas imperfecciones, los pequeños sufrimientos monótonos y diarios. Se puso unos cantitos de Doré en la frente, dejó que gotearan un poco, se puso más en la punta de la nariz, con el índice deslizó la gota por las aletas tapándose dos huecos abiertos, y poniéndose también un dash de Souci en los cachetes, fue dando vueltas, derramándolo por los pómulos, girando por las mejillas arreboladas, patinando en círculos concéntricos, y deslizando sus yemas amelcochadas de grasa por los granos ahupados y por los chichones, disparando centellas y balas, y deslizándolos de nuevo por la nariz como si fueran trapecistas o saltimbanquis. Pasando por una pasarela de recuerdos, recuerdos que se presentan avientados, mirados rápidos, con una velocidad más larga aún que la que atraviesa un tren al dejar detrás, en un abrir y cerrar de ojos, de un pueblo a otro pueblo, correría y remembranza, recorrido de animales pastando y recorrido de dimples en los cachetes y de pestañeos. Frotó la base por toda su frente, y la disolvió sobre sus sienes, y entonces le dio la expresión verde, anaranjada y violeta a sus ojos. El delineador derramó por toda la superficie de sus párpados, la cáscara alborotada de un huevo, la yema amarilla, y fue escupiendo y puliendo y dibujando florecillas. Abrió un blush-on empañado, le echó aire de su boca y luego lo frotó con un kleenex, no vio ni su cuello de tortuga, ni su chata nariz, ni sus poros abiertos, se viró de perfil, y su nariz no la dejaba ver las bolitas de sus ojos, sólo veía el pestañeo de sus pestañas, lo bajó hasta mirarse sus labios resecos, se los humedeció con la punta de una Nimphea. Sacó el Bloonight del gabinete, y otro espejo de mano redondo, para aumentar la dimensión de sus descalabros, aumentados y complejos, acomplejados, se vio las garrapatas y las cucarachas, y se hundió en el pánico terrorífico de su dolor. Viró el espejo de mano del otro lado, y entonces pudo volver a contemplar la superficie de su tierra y la geografía de su continente. Cogió el Bloonight que estaba echando chispas y salivazos por uno de los extremos, se lo pasó por las pestañas, y en uno de los pestañeos, se dio un golpe en la córnea con la brochita de la mascara que la hizo pestañear más, y echar una larga y gruesa lágrima de cocodrilo, salada y negra. Se pasó un coverstick por las ojeras, para ocultar la mancha, parpadeó de nuevo, y con un powder puff fue empolvando su cara, pensando que estaba borrando los dibujos de una tiza en la pizarra. Un payaso. Toda pintarreteada de blanco, con dos sombras oscuras en los ojos, y dos ciruelas en los cachetes, y los labios listos para darle un beso a un cerezo, estaban pintados de rojo goma en carne viva. Y por las sienes bajaban dos aguavivas, dos largas y gruesas manchas de sudor que se arrastraban en las arrugas, en las arrugas que no eran arrugas cimentadas en la cara, sino arrugas formadas de repente por el estado anímico de los ojos, por los surcos que se arremillaban y desembocaban en la boca donde la lengua las disolvía y la garganta, con su nudo, las hacía papillas. Era hipnotizador ver cómo las pestañas parecían la sacudida otoñal de un árbol al balancearse en sus ramas, cómo caían las hojas pestañeando frondosas y alborotadas, cómo se abrían las ventanas de la piel respirando, y cómo los poros succionaban la base que se iba derritiendo, como una vela en un candelabro, y cómo la ilusión se iba oscureciendo, y el polvo, al ocultar las cuevas y las espinas, las sacaba aún más, y cómo traslucía la transparencia fría, y cómo se acaloraba y se derretía en el fuego y cómo las mismas luces y las mismas sombras y el juego de luces y de sombras, iban haciendo estragos en el cuello, mientras el cutis absorbía y sacaba el zumo suculento de la grasa, y uno se preguntaba si era la grasa que salía de adentro, tal vez de las entrañas, o era la crema del maquillaje, o era la combinación de ambas cosas, junto con el polvo derretido en el blush-on y en los labios resecos y cortados, habiéndosele ido el pintalabios, y aún cuando no se quitaba ninguno de estos emplastes, cuando ya su rostro se había convertido en la careta, cuando ya nunca más se podía quitar la magia y el hechizo del sudor, y los arrecifes y los surcos por donde pasaban las corrientes de las lágrimas, y la sonrisa y el alargamiento de los ojos achinados, y los estrujamientos de la expresión planchada, cocida, cruda