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Sentía frío. Se frotó los brazos desnudos. Por otra parte, solo era frío, no verdadero malestar. Le parecía que hacía bien al hablar de aquello. ¿A quién había podido contarle todo eso antes?

– Ahora vivo otra vez con mi madre -añadió-. Pero cada una tiene su territorio en casa, y procuramos no pasar de esa línea.

Maldonado dibujaba círculos sobre el papel. Elisa se dio cuenta de que la tensión del inicio amenazaba con retornar. Decidió cambiar de tono.

– Pero, no creas, el período que pasé a solas en Madrid me vino muy bien: me dio la oportunidad de conocer mejor a mi abuelo, que era la mejor persona del mundo. Había sido maestro y le encantaba la historia. Solía contarme anécdotas sobre antiguas civilizaciones y me enseñaba ilustraciones en los libros…

El tema pareció animar a Maldonado, que volvió a anotar cosas.

– ¿Te gusta la historia? -preguntó.

– Gracias a mi abuelo, mucho. Aunque apenas la conozco.

– ¿Cuál es tu época histórica preferida?

– No sé… -Elisa lo pensó-. Las civilizaciones antiguas me fascinan: egipcios, griegos, romanos… A mi abuelo le gustaba mucho la Roma imperial… Te pones a pensar en esas gentes, que dejaron tantas huellas y desaparecieron para siempre…

– ¿Y?

– No sé. Me atrae.

– ¿Te atrae el pasado?

– ¿A quién no? Es… como algo que hemos perdido para siempre, ¿verdad?

– Por cierto -dijo Maldonado como si se tratara de un dato que había olvidado preguntar-, no hemos hablado de tus ideas religiosas… ¿Crees en Dios, Elisa?

– No. Ya te dije que mi familia paterna era muy católica, pero mi abuelo fue lo bastante inteligente como para no agobiarme con eso: me transmitió valores, simplemente. Nunca creí en un Dios, ni siquiera de niña. Y ahora… te parecerá raro, pero me considero más cristiana que creyente… Creo en ayudar a otros, en el sacrificio, en la libertad, en casi todo lo que predicó Cristo, pero no en Dios.

– ¿Por qué tendría que parecerme raro?

– Suena raro, ¿no?

– ¿No crees que Jesucristo fue el hijo de Dios?

– Para nada. Ya te digo que no creo en Dios. Lo que creo es que Jesucristo fue un hombre muy bondadoso y muy valiente que supo transmitir valores…

– Como tu abuelo.

– Sí. Pero tuvo peor suerte que mi abuelo. Lo mataron por sus ideas. En eso sí que creo: en morir por nuestras ideas.

Maldonado escribía. De repente ella pensó que aquellas preguntas tan específicas debían de obedecer a un motivo personal que nada tenía que ver con el cuestionario. Estaba a punto de decírselo cuando lo vio guardar el bolígrafo.

– Yo he terminado ya -dijo Maldonado-. ¿Damos un paseo?

Caminaron hasta Sol. Era el primer sábado de julio, la noche era cálida y la gente atestaba la plaza emergiendo de los grandes almacenes que empezaban a cerrar. Tras un rato de silencio, durante el cual ella jugó a estar más interesada en esquivar a la muchedumbre y contemplar la estatua de Carlos III que en hablar, oyó a Maldonado.

– ¿Y qué tal con Blanes?

Era la pregunta que temía. Para ser sincera hubiese tenido que contestar que su orgullo se hallaba no solo herido sino comatoso, abandonado en alguna UVI en las profundidades de su personalidad. Ya no intentaba destacarse, ni siquiera alzaba la mano, fuera cual fuese la pregunta. Se limitaba a escuchar y aprender. En cambio, Valente Sharpe (con quien aún no había cruzado ni una mirada) despuntaba cada vez más. Los compañeros habían empezado a preguntarle dudas también a él, como si se tratara del propio Blanes o su brazo derecho. Y, si no lo era ya, estaba a punto de convertirse en eso, porque hasta Blanes solicitaba su intervención en ocasiones: «¿No tiene nada que decir, Valente?». Y Valente Sharpe respondía con gloriosa exactitud.

A veces pensaba que era envidia lo que sentía. Pero no: lo que siento es un vacío. Me he desinflado. Es como si me hubiese preparado para una maratón dificilísima y no me dejasen competir. Era obvio que Blanes ya había decidido quién lo acompañaría a Zurich. A ella solo le quedaba intentar aprender lo más posible aquella bella teoría y plantearse otras cosas para su futuro profesional.

Se preguntó si debía contarle todo eso a Maldonado, pero decidió que ya le había dicho bastantes cosas por esa noche.

– Bien -respondió-, es un profesor excelente.

– ¿Sigues queriendo hacer la tesis con él?

Titubeó antes de responder. Un «sí» muy entusiasta equivaldría a mentir, un «no» tajante tampoco sería cierto. Las emociones, pensaba Elisa, eran muy similares a la incertidumbre cuántica. Dijo:

– Claro. -Así, con cierta frialdad. Y dejó en el aire sus verdaderos deseos.

Habían cruzado la plaza hasta las proximidades de la estatua del Oso y el Madroño. Maldonado le pidió detenerse en una heladería para complacer una de sus escasas -así le dijo «debilidades»: un bombón crocante. Ella se rió del tono de niño encaprichado que puso mientras lo compraba, pero aún más del placer evidente conque lo devoró. Mientras paladeaba su golosina, allí parado, en la plaza, Maldonado le propuso cenar en algún restaurante chino. Elisa aceptó de inmediato, alegrándose de que él no hubiese dado por finalizada la noche.

En ese instante, por pura casualidad, advirtió al hombre. Se hallaba de pie junto a la entrada de la heladería. Tenía cabello canoso y bigote grisáceo. Sostenía un barquillo y de vez en cuando lo mordía. No era tan similar al segundo como al primero. De hecho, parecía un hermano del hombre de la fiesta. Quizá se trataba -no podía descartarlo- del mismo hombre de la fiesta vestido de otra forma.

Pero no: se equivocaba. Ahora se fijaba en que el pelo de éste era muy rizado y su complexión más delgada. Era otro individuo.

Por un instante pensó: No pasa nada, no es raro. Es alguien que se parece a otros y que también me mira. Pero fue como si las puertas de su lógica se abrieran bruscamente y los pensamientos irracionales se colaran por ella, rompiéndolo todo y armando alboroto, como invitados puestos de cocaína hasta las cejas. Tres hombres diferentes y parecidos. Tres hombres que me observan.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Maldonado.

Ya no podía fingir. Tenía que decirle algo.

– Ese hombre.

– ¿Qué hombre?

Cuando Maldonado volvió la cabeza, el tipo estaba limpiándose las manos con una servilleta y ya no miraba a Elisa.

– El que está junto a la heladería, el del polo azul marino. Me estaba mirando de una forma rara… -Odiaba que Maldonado pensara que veía visiones, pero ya no podía detenerse-. Y se parece mucho a otro hombre que vi la tarde de la fiesta en Alighieri, y que también me observaba… Quizá sea el mismo.

– ¿En serio? -dijo Maldonado.

En ese instante el hombre dio media vuelta y se alejó hacia Alcalá.

– No sé, era como si me espiara… -Intentó reírse de sus propias palabras, pero descubrió que no podía. Maldonado tampoco se rió-. Quizá estoy confundida…

Él propuso ir a algún bar tranquilo y hablar del tema. Pero no había ningún bar tranquilo en los alrededores y Elisa estaba demasiado crispada para caminar durante mucho tiempo. Optaron por entrar en el restaurante chino donde pensaban cenar; aún no había demasiada gente.