– Te oigo y me parece… Perdona, pero… ¿Por qué iban a vigilarnos, ECHELON o nadie, a nosotros dos… a ti y a mí?
– No lo sé. Es lo que pretendo averiguar con tu ayuda. Pero tengo una sospecha.
– ¿Cuál?
– Que nos vigilan porque somos los primeros del curso de Blanes.
Elisa no pudo evitar la risa. Era cierto que los grandes estudiantes de física tenían rarezas, pero lo de Valente le parecía excesivo.
– Estás de cachondeo -dijo.
Valente se detuvo de improviso en la acera y la miró. Vestía, como era frecuente en él, de manera llamativa: vaqueros blancos y un jersey marfil con un cuello tan ancho que uno de sus huesudos hombros se hallaba desnudo. Los cabellos pajizos le caían hasta los ojos. Ella percibió una leve irritación en sus palabras.
– Oye, tía: he organizado este encuentro con mucho cuidado. Llevo una semana entera enviándote esos dibujitos y confiando en que fueras lo bastante lista para captar el mensaje, ¿vale? Si sigues sin creerme, allá tú. No perderé más tiempo contigo.
Giró en redondo, alzó el puño y golpeó una puerta. Elisa pensó que la vida junto a Valente Sharpe sería cualquier cosa menos aburrida. La puerta se abrió, revelando la penumbra de un pasillo y las facciones oscuras de un hombre. Valente cruzó el umbral y se volvió hacia ella.
– Si quieres pasar, hazlo ahora. Si no, lárgate cagando leches.
– ¿Pasar? -Elisa miró hacia la oscuridad. Los ojos del hombre de tez aceitunada la observaban con extraño brillo-. ¿Adónde?
– A mi casa. -Valente sonrió-. Lamento que sea la entrada de servicio. ¿Sigues ahí parada? Muy bien. -Y se volvió hacia el hombre-. Ciérrale la puerta en las narices, Faouzi.
La pesada madera retumbó ante ella. Pero casi de inmediato volvió a abrirse y el rostro divertido de Valente asomó detrás.
– Por cierto, ¿ya respondiste al cuestionario? ¿Cómo te lo hicieron rellenar a ti? ¿Fue el chaval que habló contigo la tarde de la fiesta? ¿Quién dijo ser? ¿Periodista? ¿Estudiante? ¿Un admirador?
Y esa vez, sí. Esa vez fue como si él le hubiese entregado la pieza que faltaba, la que había estado buscando inconscientemente desde el principio, y la imagen completa se le revelara sin obstáculos.
Una imagen exacta, obvia, espantosa.
De súbito Valente soltó una carcajada. Hacía más ruido con la sonrisa que con ella: su carcajada se limitaba a mostrar el paladar y la faringe fugazmente, al tiempo que los ojos se le empequeñecían.
– ¡Por la cara de idiota que pones, se diría que…! ¡No me digas que ese chico te gustaba! -Elisa permanecía completamente rígida, sin parpadear, sin respirar siquiera. Valente pareció animarse de pronto: como si la expresión de ella le deleitara-. Increíble, eres más estúpida de lo que había pensado… Podrás ser buena en matemáticas, pero en relaciones sociales eres tan sutil como una vaca, ¿verdad, querida? Qué gran decepción. Para ambos. -Hizo ademán de volver a cerrar la puerta-. ¿Entras o no?
Ella siguió inmóvil.
9
El lugar era extraño y desagradable, como su propietario. La primera impresión que ella tuvo resultó ser la correcta: no parecía una casa sino un bloque de apartamentos. Valente se lo confirmó mientras subían unas escaleras de piedra que, a no dudar, eran las originales del vecindario:
– Mi tío compró todos los pisos. Algunos eran de su padre, y otros de su hermana y su primo. Hizo reformas. Ahora tiene más espacio del que necesita. -Y añadió-: En cambio, yo no tengo todo el que necesito.
Elisa se preguntaba cuánto espacio consideraría Valente necesario. Pensaba que en aquel húmedo y oscuro panal ubicado en pleno Madrid podían caber, holgadamente, tres pisos completos como el de su madre. Sin embargo, conforme seguía sus pasos por la escalera, una cosa le quedaba clara: jamás hubiese vivido allí, entre sombras, con aquel olor a albañilería reciente y moho.
Desde algún lugar del primer rellano le llegó una voz de fantasma famélico. Gemía una sola palabra, distinta cada vez. Descifró: «Astarté», «Venus», «Afrodita». Ni Valente ni su criado (se llamaba Faouzi, o al menos así lo había llamado Valente) parecían darse por enterados, pero al llegar a la primera planta, Faouzi, que los precedía, se detuvo y abrió una puerta. Mientras cruzaba el pasillo hacia el segundo tramo de escaleras, Elisa no pudo evitar mirar por aquella puerta. Vio trozos de una habitación que parecía enorme y a un hombre en pijama sentado junto a una lámpara. El criado se acercó a él y le habló con fuerte acento marroquí. «¿Qué le pasa a usted hoy? ¿Por qué tanta queja?» «Kali.» «Sí, ya, ya.»
– Es mi tío, el hermano de mi padre -dijo Ric Valente subiendo de dos en dos los peldaños-. Era filólogo, y en la demencia le ha dado por repetir nombres de diosas. Estoy deseando que se muera. La casa es suya, yo solo poseo una planta. Cuando mi tío se muera me la quedaré toda: ya está decidido así. Él no conoce a nadie, no sabe quién soy y nada le importa. De modo que su muerte será ventajosa para todos.
Había dicho aquello en tono indiferente, sin dejar de subir la escalera. No solo sus palabras, que de inmediato consideró crueles, sino la frialdad con que las había pronunciado desagradaron profundamente a Elisa. Recordó la advertencia de Víctor (ten cuidado con Ric), pero ya había decidido momentos antes, mientras él la insultaba en la puerta, que no iba a echarse atrás: estaba deseosa de saber lo que Valente iba a contarle.
La magnitud de la casa la dejaba sin palabras. El rellano en que se encontraban, y que al parecer era el último, se abría a una antecámara con dos puertas enfrentadas a un lado y, en línea recta, un pasillo con varias puertas más. Olía de forma diferente en aquella planta: a madera y libros. Las luces eran apliques de intensidad graduable y resultaba evidente que toda la zona había sido remozada en fecha reciente.
– ¿Esta… planta es tuya? -preguntó.
– Toda.
Le hubiese gustado que él le enseñase aquel extravagante museo, pero las normas de cortesía no parecían haber sido creadas para Ricardo Valente. Lo vio avanzar por el laberíntico pasillo y detenerse al fondo con la mano en un picaporte. De pronto pareció cambiar de opinión: abrió unas puertas dobles en el lado opuesto e introdujo el brazo para encender las luces.
– Éste es mi cuartel general. Tiene cama y mesa, pero no es mi dormitorio ni mi comedor, sino el lugar donde me entretengo.
Elisa pensó que aquella habitación, por sí sola, era el apartamento de soltero más amplio que había visto en su vida. Aunque estaba acostumbrada a los lujos domésticos de su madre, le resultó obvio que Valente y su familia pertenecían a otro nivel. De hecho, lo que tenía ante sí era un dúplex inmenso de paredes blancas dividido artísticamente por una columna y una escalera que llevaba a una plataforma con una cama, sin tabiques de separación. En la zona inferior, libros, altavoces, revistas, un juego de cámaras, dos curiosos escenarios (uno con cortinas rojas y el otro de pantalla blanca) y varios focos de estudio fotográfico.
– Es fantástico -dijo. Pero Valente ya se había ido.
Ella se alejó de puntillas de aquel sanctasanctórum, como si temiera hacer ruido, y penetró en la habitación que él había señalado en un principio.
– Siéntate -le indicó (ordenó) él, mostrándole un tresillo azul,
Era un cuarto de dimensiones normales con un ordenador portátil encendido sobre un pequeño escritorio. Había cuadros enmarcados, en su mayoría retratos en blanco y negro. Reconoció a algunos de los Muy Grandes: Albert Einstein, Erwins Schrödinger, Werner Heisenberg, Stephen Hawking y un jovencísimo Richard Feynman. Pero el cuadro de mayor tamaño) y más llamativo se hallaba justo delante de ella, sobre el ordenador, y era de otra clase: un dibujo a todo color de un hombre con traje y corbata acariciando a una mujer completamente desnuda. La mueca del rostro de la mujer indicaba que la situación no le resultaba del todo agradable, pero sin duda no podía hacer gran cosa por evitarla debido a las cuerdas que ceñían sus brazos a la espalda.