– Te he dado la primera orden: ve al baño de caballeros.
– No pienso ir.
Un destello asomó a la mirada de él, como si por dentro se burlara, aunque sus angulosas facciones seguían rígidas.
– Me parece muy cobarde por tu parte que ahora te eches atrás, señorita Robledo.
– No me echo atrás, señor Valente. Pagaré cuando pierda.
– Está claro que has perdido. Blanes ha dicho que tus variables de tiempo local son como caca de perro en la suela del zapato.
– Se trata de una opinión -objetó ella-. No ha demostrado nada, solo ha expresado su opinión. Pero la física no es cuestión de opiniones.
– Oh, vamos…
– Hay mucho en juego. Quiero asegurarme de que tú tienes razón y yo no. ¿O es que eres tú quien tiene miedo de perder?
Valente la miraba sin pestañear. Ella le devolvía la mirada íntegramente. Al rato, él respiró hondo.
– ¿Qué propones?
– No voy a enzarzarme en una discusión con Blanes durante el turno de preguntas, desde luego. Pero hagamos algo. Todo el mundo sabe que Blanes decidirá a quién reclutará para Zurich en función de los trabajos que le hemos entregado. Estoy segura de que si mi idea le parece digna de estudio, me llamará a mí. Si, por el contrario, piensa que es estúpida, me rechazará. Propongo que esperemos hasta ese momento.
– Me elegirá a mí -dijo Valente con suavidad-. Ve asumiéndolo, querida.
– Mejor para ti. Pero ni siquiera tendría que hacerlo. Solo con que me descarte a mí, pagaré.
– ¿A qué te refieres con «pagaré»?
Elisa tomó aliento.
– Iré a donde digas y haré lo que digas.
– No te creo. Encontrarás otra excusa.
– Te lo juro -dijo ella-. Te doy mi palabra. Haré lo que quieras si me rechaza.
– Estás mintiendo.
Ella lo miró con ojos brillantes.
– Me tomo esto más en serio de lo que tú te crees.
– ¿El qué? ¿Mi apuesta?
– Mis ideas. Tu apuesta me parece una chorrada, como todo lo que me contaste en tu casa la otra noche. Nadie nos está «estudiando», nadie nos vigila. Lo del móvil fue una casualidad: me lo devolvieron el otro día. Creo que quieres hacerte el interesante conmigo. Pues te voy a decir una cosa. -Elisa mostró la dentadura en una amplia sonrisa blanca-. Ten cuidado, señor Valente, porque has despertado mi interés.
Valente la observaba con extraña expresión.
– Eres una tía muy especial -dijo en voz baja, como para sí mismo.
– Tú, en cambio, con detalles como el del «baño de caballeros», cada vez pareces más del montón.
– La forma de pago la decide quien gana.
– Estoy de acuerdo -convino Elisa.
De repente él se echó a reír. Era como si llevara reprimiendo aquella risa durante toda la conversación.
– ¡Eres la hostia! -Durante un rato solo repitió esa frase mientras se frotaba los ojos-. ¡Eres, literalmente, la hostia! Quería probarte, a ver qué hacías. Te juro que me habría mondado si hubieses ido al baño de caballeros… -Entonces la miró con algo similar a la seriedad-. Pero acepto tu desafío. Estoy totalmente seguro de que me van a elegir a mí. De hecho, diría que ya me han elegido, querida. Y cuando eso ocurra, te llamaré al móvil. Una sola llamada. Te diré dónde tendrás que ir y cómo, qué podrás llevar encima y qué no, y tú obedecerás cada palabra como una perrita de concurso… Y eso solo será el comienzo. Voy a disfrutar como nunca, te lo juro… Ya te lo he dicho: me resultas interesante, aún más con ese carácter que tienes, y será curioso saber hasta dónde estás dispuesta a llegar… O bien comprobaré lo que ya sospecho: que eres una mentirosa, una cobarde sin palabra…
Elisa aguantó el chaparrón mirándolo con calma, pero por dentro su corazón latía aceleradamente y la boca se le había secado.
– ¿Quieres echarte atrás? -preguntó él con seriedad fingida, mirándola con el ojo izquierdo (el derecho cubierto por un parche de pelo)-. Es tu última oportunidad.
– Ya hice mi apuesta. -Elisa se obligó a sonreír-. Si quieres retirarte tú…
La expresión de Valente era la de un niño que hubiera descubierto un juguete insospechado.
– Genial -dijo-. Voy a pasármela en grande contigo.
– Ya veremos. Y ahora, si me perdonas…
– Espera -pidió Valente, y miró a su alrededor-. Ya te he dicho que estoy seguro de que voy a ganar, pero quiero ser totalmente honesto contigo. Te diré que hay detalles en este congreso que me hacen pensar que no todo es como lo pintan… Blanes y Marini parecen demasiado interesados en demostrar que su «secuoya» se ha convertido en un bonsái, pero he notado algo extraño… -Le hizo señas mientras se alejaba-. Ven si quieres verlo.
Caminaron por el vestíbulo en dirección paralela a los mostradores de registro, esquivando a gente de muy diverso aspecto: extranjeros y autóctonos, profesores y alumnos, tipos con traje y corbata y tipos con camiseta y vaqueros, apariencias que intentaban imitar a sus ídolos (a Elisa le hacían reír los físicos que ostentaban una melena einsteniana) o manos que deseaban el contacto con alguna celebridad (la silla de Hawking había desaparecido tras una nube de admiradores). De repente Valente se detuvo.
– Allí están. Juntitos, como una familia.
Ella siguió la dirección de su mirada. En efecto, formaban un grupo aparte, como si hubiesen querido aislarse voluntariamente del resto. Identificó a David Blanes, Sergio Marini y Reinhard Silberg, así como a un joven físico experimental de Oxford que había intervenido después de Silberg, Colin Craig. Charlaban animadamente.
– Craig fue uno de mis mentores en física de partículas -le explicó Valente-. Me animó a presentarme a la prueba de admisión de Blanes… Silberg es profesor de filosofía de la ciencia y doctor en historia. Y fíjate en esa tía tan alta del vestido morado que está junto a Craig…
Hubiera sido difícil no fijarse, opinaba Elisa, porque se trataba de una mujer despampanante. Su largo pelo castaño colgaba en vertical hasta el centro de las nalgas, como la punta de un lápiz, y su espléndida silueta se moldeaba con una ropa elegante aunque sencilla. Iba acompañada de una chica que parecía muy joven y ostentaba una llamativa melena albina. Elisa no conocía a ninguna de las dos. Valente agregó:
– Es Jacqueline Clissot, de Montpellier, una figura de la paleontología mundial, además de antropóloga. La de pelo blanco debe de ser una de sus alumnas…
– ¿Qué hacen aquí? No intervienen en ninguna mesa…
– Es justo lo que me pregunto yo. Creo que han venido a reunirse con Blanes. Este simposio ha sido una especie de encuentro familiar. Y entretanto, papá Blanes y mamá Marini se encargan de decirle a la comunidad científica que no esperen que la «secuoya» florezca este año. Se diría que su objetivo último ha sido mostrar las cartas y aclarar que nadie hace trampas. Curioso, ¿no? Pero no es todo.
Se alejó paseando con las manos en los bolsillos y Elisa lo siguió, intrigada a su pesar. Recorrieron el vestíbulo. Por los ventanales se advertía que la luz del verano aún no había capitulado.
– Lo más curioso es esto -continuó él-. Coincidí con Silberg y Clissot en Oxford, hace un par de meses. Tenía que tratar con Craig un asunto, y llamé a su despacho. Me abrió la puerta, pero estaba ocupado. Reconocí a Silberg, y quise saber quién sería la tía buena que lo acompañaba. Pero Craig no me los presentó. De hecho, parecía molesto con mi aparición… No obstante, ser amigo de las secretarias tiene sus ventajas: la de Craig me informó de todo después. Por lo visto, Clissot y Silberg mantenían conversaciones con su jefe desde hacía un año, y por fin se reunían en Oxford.