– He dormido como un tronco -mintió Elisa.
– Me alegro.
La sala semejaba el interior de un cine de hogar preparado para una decena de espectadores. Las butacas consistían en sillas dispuestas en hileras de tres. En la pared del fondo había una consola con un teclado de ordenador y en la opuesta una pantalla de unos tres metros de longitud.
Pero en aquel momento lo que más interesó a Elisa fue la gente: se levantaron haciendo un ruido espectacular con las sillas. Hubo una confusión de manos y besos en la mejilla cuando Valente la presentó como «la que faltaba». Obligada a pensar en inglés, Elisa se dejó arrastrar por los acontecimientos. Ya conocía de vista a Colin Craig, un tipo joven y atractivo, de pelo corto, gafas redondas y barbita rodeando la boca. Recordó que la hermosa mujer de largo pelo castaño era Jacqueline Clissot, pero ésta mantuvo las distancias y solo le tendió la mano. Quien no guardó ninguna distancia fue Nadja Petrova, la chica del pelo albino, que la besó afectuosamente y provocó risas intentando pronunciar «También soy paleontóloga» en castellano.
– Me alegro de conocerte -agregó en otra pirueta lingüística, y a Elisa le agradó mucho su esfuerzo por hablar en su idioma.
Valente, por su parte, montó una de sus típicas escenas para presentar a la otra mujer, flaca, madura; de rostro anguloso y arrugado, con una ostensible nariz salpicada de pecas. Depositó un brazo sobre sus hombros haciéndola sonreír con embarazo.
– Te presento a Rosalyn Reiter, de Berlín, amada discípula de Reinhard Silberg, graduada en historia y filosofía de la ciencia pero actualmente dedicada a un campo muy especial.
– ¿Cuál? -preguntó Elisa.
– Historia del cristianismo -repuso Rosalyn Reiter.
Elisa no modificó su tono de cortés alegría, pero estaba pensando en otra cosa. Contemplaba las caras de las personas con las que tendría que trabajar, y mientras tanto reflexionaba. Dos paleontólogas y una experta en historia del cristianismo… ¿Qué significa esto? En ese instante Craig señaló algo.
– Ya está aquí el Consejo de Sabios.
Por la entrada desfilaron David Blanes, Reinhard Silberg y Sergio Marini. Este último cerró la puerta tras de sí.
Aquel gesto hizo pensar a Elisa en una selección: los que vivirán en el paraíso y los expulsados; los admitidos a la gloria eterna y los que se quedarían en tierra. Los contó: eran diez, con ella incluida.
Diez científicos. Diez elegidos.
En el silencio que siguió todos ocuparon los asientos. Solo Blanes permaneció de pie frente a los demás, dando la espalda a la gran pantalla. Al ver cómo se agitaban los papeles que sostenía, Elisa casi creyó que soñaba.
Blanes estaba temblando.
– Amigos: hemos esperado a que todos los participantes en el Proyecto Zigzag estuvieran presentes para ofrecer las explicaciones que, sin duda, estaréis deseando escuchar… Me apresuro a deciros esto: los que nos encontramos hoy en esta sala podemos considerarnos muy afortunados… Vamos a contemplar lo que ningún ser humano ha visto jamás. No exagero. En ocasiones veremos cosas que ninguna criatura, viva o muerta, ha visto nunca desde el comienzo del mundo…
Un gélido torrente de escalofríos había dejado a Elisa paralizada.
Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado.
Se irguió en el asiento preparándose para introducirse, junto a sus nueve asombrados compañeros, en aquellas aguas desconocidas.
IV EL PROYECTO
Todo lo que es, es pasado.
ANATOLE PRANCE
14
No tardaría en llegar.
El preámbulo fueron aquellos ojos.
Luego vendría la sombra.
Aunque aún no lo sabía, la oscuridad más honda de su vida ya había nacido.
Y la aguardaba en algún lugar cercano del futuro.
Sergio Marini era lo que no era Blanes: elegante y seductor. Delgado, de ondulado pelo oscuro, piel bronceada, rostro terso y encantadora sonrisa, sabía impostar su voz de basso para cautivar los oídos de sus estudiantes milaneses. Nacido en Roma y graduado en la prestigiosa Scuola Normale Superiore de Pisa, de donde habían salido talentos de la talla de Enrico Fermi, se había doctorado en la Sapienza. Tras el período norteamericano de rigor, Grossmann lo había llamado a Zurich, donde había conocido a Blanes y elaborado junto a él la «teoría de la secuoya». «Junto a él» significaba -en palabras textuales de Marini, con las que siempre hacía referencia a aquellos años de trabajo en común- que «yo lo dejaba calcular en paz y acudía presuroso cuando me llamaba para contarme los resultados».
Tenía, por tanto, otra cosa que en Blanes escaseaba: sentido del humor.
– Una noche de 2001 llenamos de agua hasta la mitad un vaso de cristal. Luego lo dejamos sobre la mesa del laboratorio durante treinta horas seguidas. Al cabo de ese tiempo, David lo estrelló en el suelo: ésa fue su única contribución experimental a la teoría. -Miró a Blanes, que se había unido a las risas-. No te enfades, David: tú eres el teórico, yo soy el del martillo y los clavos, ya sabes… Nuestra idea era la siguiente… Oh, bueno, explícalo tú. A ti te sale mejor el rollo.
– No, no, tú mismo.
– Por favor, tú eres el padre.
– Y tú la madre.
Intentaban improvisar un espectáculo, y no les salía mal. Eran como dos humoristas de cabaret barato: el torpe y el astuto, el guapo y el feo. Elisa los miraba y podía entender los años de trabajo en solitario sin resultados y la desbordante ilusión del primer éxito.
– Bueno, por lo visto me toca a mí -dijo Blanes-. En fin, veamos. Ya sabéis que, según la «teoría de la secuoya», cada partícula de luz transporta, arrolladas en su interior, las cuerdas de tiempo, como esos círculos del tronco de la secuoya que se van agregando alrededor del centro conforme crece. El número de cuerdas no es infinito, pero sí gigantesco, inconcebible: es el número de Tiempos de Planck que han transcurrido desde el origen de la luz…
Hubo algunos murmullos y Marini gesticuló con voz quejosa.
– La profesora Clissot quiere saber lo que es un Tiempo de Planck, David… ¡No desprecies a los que no son físicos, por mucho que se lo merezcan!
– Un Tiempo de Planck es el intervalo de tiempo más pequeño posible -explicó Blanes-. Es el que tarda la luz en recorrer una Longitud de Planck, que es la longitud más diminuta que posee existencia física. Para que os hagáis una idea: si un solo átomo tuviera el tamaño del universo, una Longitud de Planck sería del tamaño de un árbol. El tiempo que invierte la luz en recorrer esa mínima distancia es el Tiempo de Planck. Equivale, aproximadamente, a una septillonésima de segundo: no hay ningún suceso en el universo que dure menos que eso.
– No has visto a Colin comiendo bocadillos de foie-gras -apostilló Sergio Marini. Craig levantó la mano en un gesto de asentimiento. Fue la primera vez que Elisa vio a Blanes lanzar una carcajada, pero el físico español retornó a la seriedad casi de inmediato.
– Cada cuerda de tiempo equivale, pues, a un Tiempo de Planck específico, y contiene todo lo reflejado por la luz en ese brevísimo intervalo. Con los necesarios ajustes matemáticos en las ecuaciones (usando variables de tiempo local, por ejemplo), la teoría nos decía que era posible aislar e identificar las cuerdas cronológicamente, y hasta abrirlas. No se requería mucha energía, pero sí una cantidad exacta. «supraselectiva», la bautizó Sergio. Si se empleaba la energía supraselectiva apropiada, las cuerdas de un determinado período temporal podrían abrirse y mostrarían imágenes de ese período. Ahora bien, esto se trataba, tan solo, de un hallazgo matemático. Durante más de diez años fue solo eso. Por fin, un equipo liderado por el profesor Craig diseñó el nuevo sincrotrón, y con él fuimos capaces de obtener esa clase de energía supraselectiva. Pero no obtuvimos resultados hasta la noche en que rompimos aquel vaso. Sigue tú, Sergio. Ahora llega la parte que te gusta.