– Es usted una imprudente. -Él la miró como si estuviese eligiendo un calificativo mucho más vulgar, pero repitió-: Una imprudente.
– ¡Necesitaba ayuda!
– Nosotros somos la ayuda…
– ¡Por eso necesitaba ayuda!
– No levante la voz. -Harrison, que parecía más interesado en enderezar la torcida pantalla de la lámpara del escritorio, que en escucharla, abandonó de improviso tal actividad, se levantó, rodeó la mesa y acercó su rostro a unos milímetros del de Elisa-. No levante la voz -repitió, punzando su cazadora con un dedo admonitorio-. No delante de mí.
– Y usted -replicó Elisa, rechazando con violencia la mano de Harrison- no vuelva a tocarme.
La nueva interrupción, esta vez procedente de la puerta opuesta, hizo que respirara aliviada. Harrison y su dedo índice no le importaban una mierda, pero estaba empezando a comprender que el individuo que se hallaba inclinado sobre su rostro no era Harrison del todo. O quizá lo era al cien por cien, sin conservantes ni colorantes.
Reconoció de inmediato al tipo que apareció en el umbral. Los años transcurridos no habían hecho mella en aquel rostro de granito y aquella figura embutida a duras penas en un traje elegante. A Elisa casi le tranquilizó comprobar que al menos Carter seguía siendo el mismo.
– ¿Por qué me parecía que usted no debía de andar muy lejos? -preguntó con desprecio.
– Quieren verla- dijo Carter hacia Harrison, sin tenerla en cuenta.
Harrison sonrió, recobrando de golpe su cortesía.
– Claro. Acompañe al señor Carter, profesora. El resto de sus amigos está en esa habitación. Al menos, los que han venido hasta el momento… Estoy seguro de que le apetecerá volver a saludarlos. -Y mientras Elisa se levantaba agregó-: También le gustará saber que nos hemos enterado de esta reunión gracias a uno de ustedes… -Ella le miró, incrédula-. ¿Le sorprende? Al parecer, no todos sus amigos opinan igual…
La habitación contigua era oscura, una especie de salita en forma de ele mayúscula. Había estanterías polvorientas, una televisión anticuada y un flexo inclinado sobre una mesa pequeña. El flexo volcaba la luz como un misterioso robot que buscase algo oculto en una grieta de la madera. Elisa pensó que, en cuanto pasara el tiempo suficiente, aquellas tinieblas empezarían a agobiarla, pero su temor aún era ínfimo en comparación a la emoción del reencuentro.
Se le había formado un nudo en la garganta al verlos.
El hombre y la mujer se hallaban sentados a la mesa, pero se levantaron cuando ella entró. Los saludos fueron rápidos: ligeros besos en las mejillas. Pese a todo, Elisa no pudo contener las lágrimas. Pensaba que por fin se encontraba junto a aquellos que podían comprender su pavor. Por fin estaba junto a los condenados.
– ¿Y Reinhard? -preguntó, trémula.
– A estas horas está saliendo de Berlín -dijo el hombre-. Lo esperarán en el aeropuerto y lo traerán aquí.
De modo que los habían vuelto a atrapar a todos, comprendió. Pero ¿quién nos ha delatado? Los contempló de nuevo. ¿Quién de ellos?
Llevaba años sin verlos, y la nueva transformación que advirtió en ambos le sorprendió, como le había sorprendido la anterior. La mujer no solo no había perdido su atractivo, sino que Elisa pensó que incluso lo había incrementado, aunque debía de contar ya con cuarenta y pico de edad, y pese a que había adelgazado notoriamente. Sin embargo, su apariencia era chocante. Llevaba el largo pelo teñido de rojo y echado hacia atrás formando una melena espesa, su rostro estaba empolvado y se había depilado las cejas. Los labios eran muy rojos. En cuanto al vestuario, resultaba llamativo: top de tirantes cerrado por la parte anterior, pantalones ceñidos y zapatos de tacón, todo en negro. Encima llevaba una rebeca corriente, quizá porque al final (suponía Elisa) había deseado atenuar aquel triste y provocativo aire que emanaba de toda su persona. En cuanto a él, se había quedado completamente calvo, había ganado varios kilos y gastaba una barba moderada, gris como el color de su cazadora y sus pantalones de pana. Se notaban mucho más los años en él que en ella, pero por dentro ella parecía más derruida que él. Él sonreía, ella no. Ésas eran las diferencias apreciables.
En otro orden de cosas, sus miradas pertenecían al mismo clan que la de Elisa. Tenían un aire de familia, pensaba ella. La familia de los condenados.
– Juntos otra vez -dijo.
Se hallaba de espaldas, y percibió primero los pasos y luego el sonido de la puerta al abrirse. Víctor miraba como un conejo asustado tras las gafas. Parecía sano y salvo; lo cual, y aunque ella había estado segura desde el principio de que no lo dañarían, hizo que respirara aliviada.
– Elisa, ¿estás bien?
– Sí, ¿Y tú?
– También. Solo respondí unas cuantas preguntas… -En ese instante Víctor reparó en el hombre y su cara reveló un destello de reconocimiento-. ¿Profesor… Blanes?
– Es Víctor Lopera, ¿lo recuerdas? -dijo Elisa hacia Blanes-. Del curso de Alighieri. Es un buen amigo. Le he contado muchas cosas esta noche…
La mujer respiró ruidosamente mientras Víctor y Blanes se estrechaban la mano. Elisa la señaló entonces.
– Te presento a Jacqueline Clissot. Ya te he hablado de ella.
– Encantado -dijo Víctor, y su nuez pareció saludar también desde su cuello.
Clissot se limitó a mirarle haciendo un gesto con la cabeza. El sonrojo y la rígida torpeza de Víctor al sentirse protagonista involuntario de la situación podían resultar cómicos, pero nadie sonreía.
Se oyó la pétrea voz de Carter desde la puerta.
– ¿Quieren algo de comer?
– Queremos que nos dejen solos, si es posible -replicó Elisa, sin molestarse en ocultar el desagrado que Carter le inspiraba-. Todavía tienen que esperar al profesor Silberg antes de tomar una decisión sobre nosotros, ¿no? Además, podrán escuchar todo lo que decimos desde uno de los centenares de micrófonos que hay en la habitación, de modo que ¿qué les parece si se marchan de una puta vez y cierran la puerta?
– Déjenos, Carter -pidió Blanes-. Ella tiene razón.
Carter siguió mirándolos como si se hallara a miles de kilómetros de allí y las palabras sufrieran cierto retraso en alcanzarle. Luego se volvió hacia sus hombres.
Cuando la puerta se cerró, quedaron los cuatro sentados a la mesa. A Elisa se lo ocurrió un símil. Vamos a jugar con las cartas boca arriba.
El primer turno se lo arrebató Jacqueline.
– Has cometido un grave error, Elisa. -Miró de reojo a Víctor, que parecía fascinado con ella. En verdad, el aspecto y la voz de Jacqueline Clissot resultaban muy seductores, pero mientras la contemplaba, Elisa no podía evitar pensar en el infierno que debía de estar viviendo aquella pobre mujer. Quizá peor que el mío-. No debiste mezclar a nadie en… En lo nuestro.
Encajó el golpe. Ella también tenía algunos que dar, pero antes prefería aclarar las cosas.
– Víctor todavía puede elegir. Solo conoce lo ocurrido en Nueva Nelson, y ellos le dejarán en paz si se compromete a no hablar.
– Estoy de acuerdo -admitió Blanes-. Lo que menos le interesa a Harrison es complicar las cosas.
– ¿Y tú? -indagó Elisa hacia Jacqueline, repentinamente cruel-. ¿Es que nunca has intentado buscar ninguna ayuda por tu cuenta, Jacqueline?
Se reprochó aquella pregunta nada más hacerla. Los ojos de la mujer se desviaron de los suyos. Comprendió que, en Jacqueline, aquella conducta se había vuelto un hábito: desviar su mirada de la de otros.
– Hace tiempo que sobrellevo sola mi propia vida -declaró Clissot.
Elisa no replicó. No quería discutir, menos aún con Jacqueline, pero no le gustaba aquel papel de «Mira-Cuánto-Sufro» que se había adjudicado la francesa.