Eso sonaba demasiado fuerte para ella, se lo estaba pensando. Martín le agradaba, y sabía que necesitaba compañía. Pero, por otra parte, tenía miedo.
No miedo de Martín sino por Martín: miedo de lo que pudiese ocurrir con él si ella se alteraba, si sus «manías» la llevaban a perder los estribos, si sus cuantiosos temores la traicionaban.
Le daré largas, igual que a mamá. No quiero comprometerme con nadie. Apagó el horno y cogió la fuente de la escalivada.
– Si tuvieras algún plan, no harías mal en decírmelo.
– No, mamá, ninguno.
En ese instante el teléfono del salón repicó. Se preguntó quién podía ser. No esperaba ninguna otra llamada esa noche, y no la deseaba, porque pensaba dedicar algunas horas a «jugar» antes de acostarse. Consultó el reloj digital de la cocina y se tranquilizó: aún disponía de tiempo.
– Perdona, luego te llamaré, mamá. Me están llamando por el otro teléfono…
– No te olvides, Eli.
Desconectó el móvil y se dirigió al comedor mientras pensaba que lo más seguro era que se tratase de Rentero, a causa del cual su madre la estaba sometiendo a aquel tercer grado. Descolgó antes de que su contestador automático se pusiera en marcha.
Hubo una pausa. Un ligero zumbido.
– ¿Elisa…? -Una mujer joven, con acento extranjero-. ¿Elisa Robledo? -La voz temblaba, como si procediera de un lugar mucho más frío que el interior de su apartamento-. Soy Nadja Petrova.
De algún modo, por algún misterioso contagio a través de los kilómetros de cable y el océano de ondas, el frío de aquella voz se transmitió a su cuerpo apenas vestido.
– ¿Cómo se siente este mes?
– Como el anterior.
– ¿Eso significa «bien»?
– Eso significa «normal».
A decir verdad, no era que hubiese olvidado lo ocurrido en ningún momento. Pero el paso del tiempo tenía algo de capa forrada de lana para proteger un interior desnudo y aterido. El tiempo no mitigaba nada, creía comprender, esa idea era falsa: lo que hacía era ocultar. Los recuerdos seguían allí, intactos en su interior, sin aumentar ni disminuir de intensidad, pero el tiempo los disfrazaba, al menos a los ojos ajenos, como una superficie de hojas otoñales podría camuflar una tumba, o como la propia riqueza de la tumba cubre el ovillo de gusanos.
Sin embargo, no le daba demasiada importancia a todo eso. Habían pasado seis años, tenía veintinueve, había conseguido una plaza fija de profesora en una universidad y se dedicaba a enseñar lo que le gustaba. Vivía sola, cierto, pero independiente, con piso propio, sin deberle nada a nadie. Ganaba lo suficiente para permitirse cualquier clase de pequeño capricho, hubiese podido viajar de haber querido (no quería) o tener más amigos (tampoco). Lo demás… ¿A qué se reducía lo demás?
A sus noches.
– ¿Sigue con pesadillas?
– Sí.
– ¿Todas las noches?
– No. Una o dos cada semana.
– ¿Podría contárnoslas?
– ¿Elisa? ¿Podría contarnos sus pesadillas?
– No las recuerdo bien.
– Cuéntenos algún detalle que recuerde…
– ¿Elisa?
– Oscuridad. Siempre hay oscuridad.
¿Qué más? Tenía que vivir con las luces encendidas, claro, pero otras personas no podían entrar en ascensores ni atravesar plazas hormigueantes de gente. Había hecho instalar puertas reforzadas, persianas blindadas, cerraduras electrónicas y alarmas domóticas que la protegían de cualquier intento de intrusión. Pero, en fin, los tiempos eran muy malos. ¿Quién podía reprochárselo?
– ¿Y las «desconexiones»? ¿Recuerda este término? Esos momentos en los que se pone a soñar despierta…
– Sí, las tengo, pero mucho menos que antes.
– ¿Cuándo fue la última?
– Hace una semana, viendo la televisión.
Una vez al mes varios especialistas de Eagle viajaban a Madrid para someterla a un chequeo en secreto: análisis de sangre y orina, radiografías, pruebas psicológicas y una larga entrevista. Ella se dejaba hacer. El lugar donde la citaban no era una clínica sino un piso de Príncipe de Vergara con una decoración anodina. Los análisis y las radiografías se las hacía la semana previa en el consultorio de un médico particular, de modo que los especialistas contaban con los resultados cuando ella los veía. Aquellas citas le costaban mucho esfuerzo, porque se prolongaban durante casi todo el día (pruebas psicológicas por la mañana y entrevista por la tarde) obligándola a interrumpir las clases, pero había llegado a acostumbrarse, incluso a necesitarlas; al menos, eran gente con la que podía hablar.
Los especialistas atribuían sus pesadillas a efectos residuales, del Impacto. Afirmaban que a otros miembros del equipo les sucedía lo mismo, explicación que, para su sorpresa, lograba tranquilizarla.
No había vuelto a hablar con ninguno de sus compañeros,: no solo porque se había comprometido a no hacerlo, sino porque, a esas alturas, ya había dejado de importarle seguirles el rastro. Pero había ido coleccionando noticias dispersas a lo largo de los años. Por ejemplo, sabía que Blanes no daba señales de vida en el mundo científico y se hallaba recluido en Zurich; corría rumor de que estaba muy afectado por el cáncer que padecía su antiguo mentor, ya jubilado, Albert Grossmann. A Marini y Craig, por lo que a ella respectaba, bien podía habérselos tragado la tierra, aunque había oído que Marini ya no daba clases. Sus últimas informaciones apuntaban a que Jacqueline Clissot y Reinhard Silberg también se habían retirado de la circulación académica, y Clissot, en concreto, había caído «enferma» (pero qué podía ser su mal, nadie parecía saberlo). En cuanto a Nadja, le había perdido la pista del todo. Y ella misma…
– Se encuentra cada vez mejor, Elisa. Le vamos a dar una buena noticia: a partir del año que viene, nuestras visitas serán cada dos meses. ¿Le alegra?
– Sí.
– Feliz Navidad, Elisa. Que el año 2012 le traiga todo lo mejor.
Bueno, allí estaba, aquella noche de diciembre, vestida con una bata y unos encajes de Victoria's Secret, disponiéndose a tomar escalivada para cenar antes de dedicarse a su «juego» del Señor Ojos Blancos, y escuchando, de repente, la voz de su pasado.
Había una foto. Mostraba a un hombre aún joven pero de aspecto demacrado, rala barba gris y gafas de montura de alambre, junto a una mujer bonita, aunque de cara algo redonda, que cargaba a un niño de pelo revuelto y rubio de unos cinco años de edad. El niño, desafortunadamente, había heredado la misma redondez facial de su madre. La madre y el niño sonreían sin reparos (al niño le faltaban dientes), mientras que el hombre permanecía serio, como si se hubiese visto forzado a posar para no enfadar a nadie. Habían sido fotografiados en un jardín; al fondo había una casa.