– Dime dónde puedo localizarte -pidió ella-. Le preguntaré a Nadja y te llamaré.
Ejemplo de motivo: un niño de cinco años congelado en el jardín de su casa, boca y ojos vendados de nieve, aguardando a sus papás en vano, porque mamá se ha ido a pedir ayuda y papá está en casa, pero en aquel momento se halla ocupado.
Más ejemplos: soldados y cortes de luz.
Ciertamente, tenemos muchos motivos.
– De acuerdo, Elisa. Llamadme cuando queráis. Suelo acostarme tarde.
En la carretera del Pardo el tráfico se hizo más fluido. Elisa se despidió de Blanes, guardó el móvil y cambió de marcha. De repente tenía mucha prisa por estar con Nadja.
Se duchaba siempre pensando que iba a morir.
En los últimos años aquel temor había cobrado una fuerza vertiginosa, y el simple hecho de hallarse desnuda bajo la incesante lluvia tibia se le antojaba más una prueba de coraje que una necesidad higiénica. No porque no estuviese acostumbrada a encontrarse sola -al fin y al cabo, así vivía en París-, sino por lo contrario: porque creía, o sospechaba, o intuía, que nunca estaba sola del todo.
Incluso cuando no había nadie a su alrededor.
No seas tonta. Ya te lo dijo Elisa: lo que le ha sucedido a Colin Craig es horrible, pero no tiene nada que ver con Nueva Nelson. No pienses en eso. Quítatelo de la cabeza. Se frotó los brazos. Luego se enjabonó el vientre y el pubis depilado. Se había depilado axilas y pubis hacía años, completa, definitivamente. Al principio lo había considerado un capricho banal, incluso le había divertido mantenerse así, pese a que nadie la había animado a ello y ninguna de sus hermanas se había atrevido a tanto. Después… ya no supo qué pensar. Cuando compró toda aquella lencería negra (que jamás le había gustado y que le quedaba tan chocante en su cuerpo casi albino), o cuando decidió teñirse el pelo, también lo atribuyó a sus fantasías íntimas. Suponía que procedían de malas experiencias. En cualquier caso, se trataba de su vida privada.
O eso creía. Hasta que esa tarde había hablado con Jacqueline.
Durante los primeros meses tras su regreso de Nueva Nelson había intentado restablecer sin éxito el contacto con su antigua profesora. Había llamado a la universidad, al laboratorio incluso a su casa. Lo primero que supo fue que Jacqueline había resultado «herida» en la explosión de la isla. Luego le dijeron que había pedido una baja indefinida en la universidad. Los técnicos de Eagle le reprocharon aquellas llamadas, recordándole que estaba prohibido comunicarse con otros miembros del proyecto por razones de seguridad. Eso no hizo más que irritarla, y su estado empeoró. Entonces la táctica de ellos cambió: le daban noticias de Jacqueline casi cada mes. La profesora Clissot se encontraba bien, aunque había abandonado el ejercicio de su profesión. Más tarde se enteró de que se había divorciado. Escribía libros, era una mujer independiente que había decidido darle un nuevo rumbo a su vida.
Nadja había terminado aceptando que nunca más la vería. A fin de cuentas, ella también le había dado un nuevo rumbo a su vida.
Hasta aquella misma tarde, hacía unas horas, en que su teléfono móvil había sonado y había averiguado que los «rumbos» de Jacqueline y de ella (y quizá de Elisa) eran muy parecidos: soledad, angustia, obsesión por cuidar el aspecto y ciertas fantasías relacionadas con…
Ni siquiera recordaba quién de las dos había dicho la primera palabra sobre él y sobre las cosas que las «obligaba» a hacer. Una regla primordial de sus fantasías consistía en la prohibición de hablar de aquello con nadie. Pero había advertido en Jacqueline un titubeo, una ansiedad (muy similar a la de Elisa después), y eso la había decidido a confesarse… O quizá se debiera a la noticia de la muerte de Colin Craig que, de alguna forma, había agrietado la muralla de silencio. Y con cada nueva palabra que se filtraba por ella comprendían la pesadilla que las unía…
Pero es posible que haya una explicación psicológica. Algún tipo de trauma que sufrimos en la isla. Deja de preocuparte.
Entre los azulejos anaranjados de la cabina de la ducha discurría una hilera de pájaros de colores pintados en la cerámica. Nadja los contempló para distraerse mientras sostenía el grifo con la mano izquierda apuntando hacia la espalda.
Deja de preocuparte. Debes…
Las luces se apagaron de manera tan suave e inesperada que casi siguió viendo aquellos pájaros cuando las tinieblas la envolvieron.
Estaba llegando a Moncloa. Su ansiedad, sin embargo, había empeorado. Le entraron ganas de tocar el claxon, pedir paso, apretar el acelerador.
De pronto se sentía muy angustiada.
Podía resultar increíble, pero tenía la extraña certidumbre de que era vital que se apresurase.
Respiró aliviada al ver que el edificio parecía tranquilo. Sin embargo, aquel aspecto de normalidad también la agobiaba. Encontró un espacio para estacionar, entró en el portal y subió la escalera atropelladamente, pensando que algo malo había sucedido.
Pero Nadja misma le abrió la puerta, sonriendo. Toda la gélida inquietud que había sentido durante el trayecto se derritió bajo la calidez del saludo. No pudo evitar llorar de alegría mientras abrazaba a su amiga con fuerza. Luego se apartó y la miró detenidamente.
– ¿Qué rayos te has hecho en el pelo?
– Me lo he teñido.
Estaba muy maquillada, guapa, elegante. Despedía olor a perfume. Hizo pasar a Elisa a un salón acogedor y luminoso, con un abeto con bombillas en una esquina, y le ofreció algo de beber antes de salir a cenar. Ella aceptó una cerveza. Nadja trajo una bandeja con dos vasos rebosantes de espuma, la depositó en una mesa de centro, se sentó frente a Elisa y dijo:
– La verdad, me arrepiento de haberte molestado. Soy tonta, Elisa. No debí llamarte.
– Para mí no ha sido ninguna molestia, al contrario. Quería verte.
– Ya me estás viendo. -Nadja cruzó las piernas revelando la abertura de la minifalda y la liga negra de la media. Estaba muy sexy. Elisa advirtió que hablaba un castellano perfecto, incluso sin acento. Iba a decírselo cuando Nadja añadió-: Sinceramente, pensé que te estaba obligando a venir.
– ¿Cómo pudiste pensar eso?
– Bueno, llevas seis años sin intentar ponerte en contacto conmigo. Habrías podido hacerlo, sabías que vivía en París… Pero quizá yo no te importaba.
– Tú tampoco me llamaste -se defendió ella.
– Es verdad, no me hagas caso. Lo que me pasa es que he vivido muy sola todo este tiempo. -De repente su voz se endureció-. Muy sola. Preocupada por gustarle. Cuidándome para él. Porque ya sabes cuánto nos desea…
– Sí, ya lo sé.
Aquella última frase la había hundido, impidiéndole enfadarse por los no tan velados reproches de su amiga. Tiene razón: me marché de casa sin esperarle como debía. Se levantó inquieta, y dio un breve paseo por la habitación mientras hablaba.
– Lo siento de veras, Nadja. Me hubiese gustado mantener el contacto entre ambas, te lo juro, pero tenía miedo… Sé perfectamente que él quiere que tenga miedo. Eso le gusta, y, teniéndolo, le complazco. No creo haber hecho nada malo: sigo con mi trabajo, doy clases, intento olvidar, y me preparo para recibirle… Te aseguro que trato de hacerlo lo mejor que puedo. Lo que ocurre es que tengo la sensación de estar detenida en algún sitio, esperando… ¿Qué? No lo sé. Es la sensación de esperar la que no soporto… No sé si me entiendes. -Se volvió hacia Nadja-. ¿No te ocurre lo…?