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– Quiero ir a la isla esta noche, teniente. Y llevarme a algunos de sus hombres. Le juro que si pudiera hacer todo el trabajo por mi cuenta, no le molestaría.

– Lo entiendo. Y me consta que debo seguir sus instrucciones. Ésas son mis órdenes: seguir sus instrucciones. Pero me temo que ello no significa cometer un disparate. No puedo enviar «arcángeles» a una zona con tifón… Por otra parte… si me permite hablarle con honestidad… -Harrison hizo un gesto, como animándolo-. Según nuestros informes, los individuos que busca se dirigen a Brasil. Las autoridades de ese país ya han sido alertadas. No comprendo muy bien su urgencia por viajar a Nueva Nelson.

Harrison asintió en silencio, como si Borsello le hubiese revelado alguna verdad incuestionable. Ciertamente, todo hacía suponer que Carter y los científicos se habían dirigido a Egipto después de hacer escala en Sanaa. Sus agentes habían interrogado a un falsificador de pasaportes de El Cairo que aseguraba que Carter le había encargado varios visados para entrar en Brasil. Era la única pista sólida de la que disponían.

Por esa razón, Harrison no quería seguirla. Conocía bien a Paul Carter y sabía que elegir el camino marcado con su rastro era un error.

En cambio, existía otro dato, mucho más suticlass="underline" los satélites militares habían detectado un helicóptero no identificado sobrevolando el Índico la tarde del día previo. Tal hallazgo no era muy significativo, porque el helicóptero no se había acercado a Nueva Nelson, pero Harrison había caído en la cuenta de que los encargados de informar sobre quién se acercaba o no a Nueva Nelson eran hombres de Carter.

Para él, ése era el camino correcto. Se lo había dicho a Jurgens aquella mañana, cuando volaban hacia Imnia: «Están en la isla. Han regresado». Hasta creía saber por qué. Han descubierto algún modo de acabar con Zigzag.

Pero tenía que actuar con la misma diabólica astucia que su antiguo colaborador. Si decidía presentarse en Nueva Nelson a la luz del día, los vigilantes alertarían a Carter, y lo mismo ocurriría si daba la orden de retirar a los guardacostas o interrogarlos. Tenía que asaltar la isla de improviso, aprovechando que la vigilancia se interrumpiría esa noche debido a la tormenta: solo así podría atraparlos a todos. La idea le excitaba. Sin embargo, ¿qué ganaría contándosela al idiota que tenía delante?

Al fin y al cabo, ya disponía de una ayuda inigualable: había llamado a Jurgens.

– Lo de Brasil es una pista -admitió-. Una buena pista, teniente. Pero antes de seguirla quiero descartar Nueva Nelson.

– Y yo quiero complacerle, señor, pero…

– Ha recibido usted órdenes directas de la Sección Táctica…

– Se me ordena que siga sus instrucciones, repito, pero soy yo quien decide cómo y cuándo arriesgar la vida de mis hombres. Esto es una empresa, no un ejército.

– Sus hombres me obedecerán, teniente. También han recibido órdenes directas.

– Mientras yo esté aquí, mis hombres, señor, me obedecerán a mí.

Harrison desvió la vista, como si hubiese perdido todo interés por la conversación. Se dedicó a mirar el suave mediodía amarillo y azul sobre el mar, más allá de la ventana hermética del despacho. Casi lloró al pensar que antes, mucho antes de ocuparse del Proyecto Zigzag, antes de que sus ojos y su mente entraran en contacto con el horror, paisajes como aquél lograban conmoverlo.

– Teniente -dijo tras larga pausa, mirando aún hacia la ventana-. ¿Conoce las jerarquías de los ángeles? -Y enumeró, sin esperar respuesta-: «Serafines, Querubines, Tronos, Potestades…» Yo tomaré el mando. Soy una jerarquía superior, infinitamente superior a la suya. He visto más horror que usted, y merezco respeto.

– ¿A qué se refiere con «tomaré el mando»? -Borsello frunció el ceño.

Harrison dejó de contemplar el paisaje y miró a Jurgens. Borsello, entonces, hizo algo sorprendente: se irguió en el asiento y quedó rígido, como si hubiese entrado un militar de alta graduación. El orificio entre sus cejas dejó escapar una gota rojo oscura que descendió sin obstáculos por el puente de la nariz. La pistola con silenciador desapareció en la chaqueta de Jurgens con la misma centelleante rapidez con que había aparecido.

– Me refiero a esto, teniente -dijo Harrison.

30

Se habían trasladado al comedor. La luz grisácea de la mañana subrayaba los contornos de objetos y cuerpos, mezclándolos. Carter bebió un sorbo de café.

– ¿No podría haber una explicación más fácil? -dijo-. Un loco, un sádico, un asesino profesional, una organización terrorista… Una explicación algo más… no sé, más real, joder… -Debió de notar la mirada que le dirigieron los otros, porque alzó la mano-. Es solo una pregunta.

– Ésta es la explicación más real, Carter -repuso Blanes-. La realidad es física. Y usted sabe tan bien como yo que no hay otra explicación. -Fue levantando los dedos de una mano conforme hablaba-. En primer lugar, la rapidez y el silencio: matar a Ross le ocupó menos de dos horas, a Nadja la destrozó en cuestión de minutos y con Reinhard le bastaron unos segundos. Luego está la increíble variedad de lugares: el interior de una despensa, una barcaza, un apartamento, un avión en pleno vuelo… Es evidente que no le importa cambiar de espacio, porque no se mueve a través del espacio. En tercer lugar, el estado de momificación de los restos, que indica que el tiempo transcurrido fue distinto para las víctimas que para el resto de cosas que las rodeaban. Y en cuarto lugar, el shock que se produce al contemplar el escenario del crimen, y que sufre hasta la gente acostumbrada a ver cadáveres. ¿Sabe por qué? Se debe al Impacto. En los crímenes de Zigzag hay Impacto, igual que en las imágenes del pasado… Marini y Ric lo sufrían cuando veían desdoblamientos. -Blanes le mostró aquellos cuatro dedos como si tratara de señalar una puja en una subasta-. Para usted está tan claro como para todos: el asesino es un desdoblamiento. Y todo indica que procede de uno de nosotros. Ésa fue la conclusión a la que llegó el pobre Reinhard.

– Es decir, que uno de los que estamos aquí puede ser eso. Y ni siquiera lo sabe.

– Elisa, Jacqueline, usted o yo -afirmó Blanes-, o bien Ric. Uno de los que estábamos en la isla hace diez años. Uno de los que hemos sobrevivido. A menos que fuera Reinhard, en cuyo caso ya habrá muerto. Pero lo dudo.

Jacqueline permanecía inclinada hacia delante en el asiento con los codos en los muslos y la mirada perdida, como si no estuviera escuchando nada, pero de pronto parpadeó e intervino.

– El desdoblamiento de Ric no era tan violento, ¿no es cierto? ¿Por qué Zigzag es… así?

Blanes la miraba gravemente.

– Es la pregunta clave. La única respuesta que se me ocurre es la que Reinhard le dio: uno de nosotros no es lo que aparenta ser.

– ¿Qué?

– Todos esos sueños que tenemos… -Blanes enfatizaba las palabras con gestos-. Estos deseos ajenos a nosotros, los impulsos que nos dominan… Zigzag nos influye a lo largo del tiempo, aunque no lo veamos… Penetra en nuestro subconsciente, nos obliga a pensar, soñar o hacer cosas. Eso no había ocurrido con ningún desdoblamiento anterior. Reinhard opinaba (y le parecía espantoso) que debía de proceder de una mente enferma, anormal. Al desdoblarse estando dormida, ha… ha adquirido una fuerza enorme. Tú empleaste una palabra, Jacqueline: «contaminación», ¿recuerdas? Es apropiada. Estamos contaminados por el inconsciente de ese sujeto.

– ¿Quieres decir -preguntó Jacqueline en tono de incredulidad- que uno de nosotros está engañando a los demás?

– Quiero decir que se trata, probablemente, de un perturbado.

Hondo silencio. Las miradas giraron hacia Carter, aunque Elisa no comprendió muy bien por qué.